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domingo, 2 de mayo de 2010

Entrega del VIII premio de la Crítica de Castilla y León

Esta mañana he asistido al acto formal de entrega del VIII Premio de la Crítica de Castilla y León en la 43 Feria del Libro de Valladolid. Como saben los que siguen habitualmente La Acequia, el Premio lo obtuvo Abel Hernández por El caballo de cartón.

Ha sido un acto breve en el que Ángeles Porres, Concejala de Educación, Deportes y Participación ciudadana de la ciudad de Valladolid, en representación del Patronato del Instituto Castellano y Leonés de la lengua, ha entregado el Premio al autor en presencia de Gonzalo Santonja, Director del Instituto y Nicolás Miñambres, miembro del Jurado.

Dedicar unas horas a estar entre libros y aprovechar para reencontrarse con escritores y amigos y hablar de literatura es la mejor forma de emplear unas horas de un domingo, sin duda alguna.

viernes, 26 de febrero de 2010

VIII Premio de la Crítica de Castilla y León


La novela El caballo de cartón (Gadir, 2009), de Abel Hernández, ha resultado ganador del VIII Premio de la Crítica de Castilla y León, mantenido por el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua y de cuyo jurado soy miembro. El autor es un periodista de larga trayectoria que ya en la convocatoria del año anterior había sido finalista en el mismo Premio con Historias de la Alcarama.
Abel Hernández (Sarnago, Soria, 1937) fue uno de los periodistas más importantes durante la Transición española a la democracia tras la muerte del dictador Francisco Franco. Fruto de su conocimiento de aquel tiempo es el libro Suárez y el Rey (Premio Espasa de Ensayo 2009), que se encuentra en las listas de los libros más vendidos en España dentro de la no ficción y que debe leerse para comprender algunas de las claves de lo que pasó en aquellos años.

El caballo de cartón, que tanto tiene que ver con Historias de la Alcarama, es un relato en el que el autor vuelve a su infancia. Parte de su regreso al pueblo en el que nació y vivió su infancia, ahora abandonado por sus habitantes. En la casa familiar, cerrada desde hace tiempo, encuentra un diario que escribió cuando tenía 11 años, junto al caballo de cartón que da título al libro. La lectura desde la madurez de esas páginas sirve para jugar técnicamente con dos miradas: la del niño que está a punto de abandonar la infancia y el mundo tal y como lo ha conocido hasta ese momento; la del hombre mayor que puede valorar todo lo que pasó en aquellos tiempos a la luz de su experiencia. De ese contraste salen páginas en las que todo se sugiere sin interrupciones enojosas de la voz madura. La mirada del niño es tan limpia que suele predominar sobre la del hombre mayor, aunque sea inevitable el tono nostálgico porque todo se recupera desde el presente, cuando se han podido valorar las consecuencias de aquellos hechos. Singularmente, la irrupción del mundo exterior (en el que se hace visible la esencia de las circunstancias históricas del primer franquismo) en la vida del niño a partir de un accidente.

Dos cosas llaman la atención sobre otras en este libro. En primer lugar, el excelente trabajo estilístico con el lenguaje de la tierra, que recuerda al Miguel Delibes de Viejas historias de Castilla la Vieja (una obra maestra del vallisoletano, menos leída de lo que merece), pero que no ahoga ni aleja al lector moderno.

En segundo lugar, el análisis –a través de la literatura- de un fenómeno sociológico de la España de los años cincuenta y sesenta, cuando la emigración masiva de los pueblos a los núcleos industriales de las ciudades españoles y europeos vació gran parte de la Castilla rural. Abel Hernández, como decenas de miles de españoles fue uno más de aquellos jóvenes que se marcharon de sus pueblos para no volver. Esa circunstancia cambió en pocos años la geografía humana del país y generó una serie de tensiones sociales y psicológicas que aun perduran. Este libro, por lo tanto, no es sólo un viaje hacia la infancia, sino a un momento histórico del pasado reciente español que aun es visible y contribuye a explicar gran parte de lo que es España hoy.

Este año, la calidad media de los libros finalistas ha sido muy alta y cualquiera de ellos hubiera podido resultar ganador. Además del libro de Abel Hernández, entre los 10 finalistas se hallaban La sima de José María Merino, La carta cerrada de Gustavo Martín Garzo, El paladar a la intemperie de Antonio Sánchez Zamarreño, Jardín perdido. Las aventuras vitales de los Panero de Andrés Martínez Oria, Cuba más allá de Fidel de Jorge Moreta, De la letra menuda de Fermín Herrero, Modernas y vanguardistas. Mujer y democracia en la II República de Mercedes Gómez Blesa, Las cosas como eran de Esperanza Ortega y Otras islas de Manuel de Lope.

martes, 9 de febrero de 2010

Regresar es un poceso lento (El caballo de cartón, Abel Hernández)

Regresar al lugar del origen es un viaje lento que adquiere dimensiones y sensaciones diferentes según quien lo emprenda. Si, además, supone regresar cuando todos se han ido, las huellas despiertan en nosotros los ecos de lo que vivimos. Volver a los lugares de la infancia es también revivir un tiempo en el que todo está en germen para bien o para mal: hay quien sostiene que lo que seremos después está ya presente. Fue de allí (de ese espacio y de ese tiempo) de donde partimos para cargar con nuestra vida. Al entrar en la casa que fue la nuestra recuperamos los sonidos de las voces de los familiares y los amigos, los gestos acompañados de percepciones sensoriales. Hay personas que saben vivir sin esos recuerdos, pero la mayoría quedamos marcados por los primeros años de nuestra vida y sabemos que es allí en donde están nuestros más íntimos secretos.

Abel Hernández (Sarnago, Soria, 1937), periodista de larga y exitosa trayectoria, sorprendió hace dos años con Historias de la Alcarama, un excelente viaje literario a su pueblo natal. El caballo de cartón (Gadir, 2009) no es una continuación de aquel volumen, sino un empeño nuevo, aunque los lectores del primero reconocerán en éste el mismo mundo y pulso narrativo. Aquí toda la memoria novelada en la que consiste el argumento se estructura a partir de los últimos meses en los que el autor vivió de forma continuada en su pueblo.

El caballo de cartón parte de un recurso técnico manejado con habilidad. Se trata del contraste entre lo anotado en un diario escrito por el autor a los once años de edad (hallado, junto al caballo de cartón con el jugó de niño, en la casa familiar abandonada hace tiempo) y el presente de la escritura. Parte del hallazgo del diario en un viaje del autor junto a su hermano para comprobar el estado de la casa. Se establece así un interesante y fluido diálogo literario entre el niño que se preparaba para abandonar su pueblo y el hombre mayor que recuerda, desde la experiencia, todo lo que constituía su vida en aquellos momentos.

Desde ese diálogo asistimos a la reconstrucción del pulso de un pequeño pueblo de montaña de la España de la postguerra (el Sarnago natal del autor): Abel Hernández consigue que vivamos la vida de aquellas personas en un tiempo en el que el pueblo no tenía luz eléctrica ni agua corriente y todas las tradiciones y costumbres venían de lejos. Pero no es sólo una reconstrucción de la vida material, sino de los anhelos (como el de su madre que se había prometido que sus hijos saldrían del pueblo), miedos, emociones y tradiciones. Hay un sentido homenaje a toda aquella gente: a su madre, sus familiares, vecinos. Incluso al maestro y el cura. A todos ellos los une en una complicidad de palabras, silencios y gestos que intentaban hacer más llevadera la dureza de la vida y la grisura de aquella España de los años cuarenta y que se hallaba a unos pocos quilómetros.

El caballo de cartón es un viaje a la infancia del autor, pero también es un viaje a una España que ya no existe: para bien en lo político (aunque el pueblo, por su situación, parecía a refugio de todo lo que ocurría fuera), para mal en la desconexión con la naturaleza. El final del texto no es sólo el de la niñez, sino el de un modo de vida: unos años después comenzaría el éxodo masivo de los pueblos a las ciudades. Sarnago, como tantos otros pueblos en los que la vida era dura, se vació de su gente hasta que murió el último de los habitantes, que ni siquiera pudo ser enterrado en el cementerio del pueblo.

Por ello, la meditación sobre el tiempo y sus efectos es una materia más de este libro y se concreta extraordinariamente en el capítulo que se dedica al reloj de pared de una de las salas de la casa familiar:

Hace más de treinta años que el hueco del reloj enfrente de la cama está vacío. Queda sólo su huella en la pared. Se lo llevaron cuando cerraron la casa, que sin él ya no es la misma.

Privada del latido del tiempo, la casa dejó de tener vida. Permanece muerta, inhabitada, inanimada. Sus materiales -las vigas de los techos, las paredes, el tejado, la chimenea, el horno, el cmarco de las ventanas, las puertas, el protón de la entrada...- se descomponen poco a poco, implacablemente, lo mismo que un cadáver an la sepultura.

El hombre mayor lee y comenta el diario del niño y nos ofrece esa doble mirada: la del niño que descubría el mundo sin saber lo que sería de su vida y la del hombre mayor que ha comprendido y sido testigo de tantas cosas.

Hay un sentimiento de nostalgia: no sólo la infancia es un territorio que perdemos al crecer, el espacio y la vida se trasforman de manera tan radical que sólo podemos recuperarlos con el ejercicio de la memoria.

En este ejercicio cobra un singular interés el lenguaje, una de las mejores razones para leer este libro. Abel Hernández escribe con una prosa pulcra, llena de palabras, giros y expresiones que nos devuelven a aquel tiempo y el contacto con la naturaleza a través de la experiencia cotidiana y la heredada, de los oficios y el aprendizaje.

Cuando uno cierra el libro tiene la sensación de que hubo un momento en la historia reciente de España en el que toda la cadena tradicional de la vida se cortó de un tajo y que sólo el recuerdo puede acercárnosla puesto que no hemos sabido reparar la ruptura. Abel Hernández lo consigue en un volumen que atrapa desde la primera línea, sin grandes pretensiones pero escrito con las palabras exactas que se necesitaban para contar esta historia, tan verdadera que puede ser similar a la de decenas de miles de españoles y que necesitaba ser contada.


viernes, 27 de febrero de 2009

Luis Mateo Díez, VII Premio de la Crítica de Castilla y León.


Este año, el Premio de la Crítica de Castilla y León, patrocinado por el Instituto de la Lengua, ha recaído en Los frutos de la niebla, de Luis Mateo Díez. Este Premio, de cuyo jurado formo parte desde hacia varias convocatorias, selecciona la mejor obra de un autor castellano-leonés publicada en el año anterior. Luis Mateo Díez ha sido uno de los autores presentes en todas las convocatorias y este año, finalmente, lo ha obtenido por una obra compuesta por tres historias: tres novelas breves que cierran un excelente ciclo de su obra, Las fábulas del sentimiento, compuesto por El diablo meridiano, El eco de las bodas y El fulgor de la pobreza.

Sigo a Luis Mateo Díez, uno de los autores españoles más fieles a su propio estilo, desde sus primeras obras y ésta que hemos premiado es una de las que más me han satisfecho, siendo muchas las que me han gustado. Los retratos de los personajes, el ambiente que crea desde la aparente falta de grandes conflictos, por datos que van construyendo el mundo interior con una mirada que impacta al lector para inquietarlo sin alardes técnicos, son algunas de sus mejores características.

De los 10 finalistas, a la ronda final de votaciones pasaron otras dos obras recomendables: Luis García Jambrina, El manuscrito de piedra (un relato que conjuga con acierto la novela histórica y la policíaca para abordar la especial situación de la vida de Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, en sus tiempos de estudiante de la Universidad de Salamanca) y Abel Hernández, Historias de la Alcarama (una historia sobre el mundo rural y la despoblación, que atrapa tanto a los que vivieron aquellos momentos en los que se vaciaron tantos pueblos castellanos como a los más jóvenes).

Recodemos que, el mejor premio, es leer estas obras.