España es un tema recurrente y, en los últimos días, ha vuelto a estar de actualidad por la celebración en Cataluña de unas manifestaciones que, con gran éxito en la convocatoria, han reclamado la separación de Cataluña, su independiencia de España. Aunque la amalgama que une a todos los que participaron en estas manifestaciones es aún muy débil y se ha visto fortalecida tanto por el descontento generado por la crisis económica como por la irresponsable actuación de los políticos de uno y otro signo, que han mirado más por sus intereses electoralistas que por lo que de verdad debería importar en estos momentos, no se puede negar que hay un creciente sentimiento independentista en Cataluña que va mucho más allá de unas demandas de autonomía fiscal. Sentimiento más articulado que el similar de otros territorios españoles.
Dedicaré al tema, pidiendo vuestra paciencia, una serie de entradas, en las que quiero manifestar mi opinión.
Curiosamente, una de las primeras naciones modernas -según algunos historiadores, la primera que se constituyó así con la boda entre Fernando e Isabel, en 1469- ha necesitado repensarse continuamente a lo largo de los siglos, oscilando siempre entre tendencias unificadoras y disgregadoras. Cada cierto tiempo hay una necesidad de saber qué es España. La última vez que se llegó a un gran pacto fue con motivo de la redacción de la Constitución de 1978, que solucionando lo urgente dejó algunos de los aspectos esenciales sin cerrar.
En contra de la visión simplificadora de algunos y del desconocimiento de otros, no han comenzado los problemas en el siglo XX con el auge de los nacionalismos periféricos y su conflicto con el nacionalismo españolista. El mismo rey Fernando II de Aragón (debemos recordar, porque con el interesado revisionismo histórico de algunos nacionalismos parece que todo se revuelve, que Fernando nació en Sos y no fue un rey catalán) estuvo a punto de romper la incipiente unión y lo hubiera hecho con toda seguridad si el hijo que tuvo con su segunda esposa no hubiera muerto al poco de nacer. Es curioso cómo la visión oficial del nacionalismo españolista del franquismo enterró en el olvido a la segunda esposa del Rey Católico y los intentos de Fernando durante años para romper la unión con el Reino de Castilla, con cuyos nobles estaba enfrentado. De hecho, cuando pudo ser regente de Castilla tras encerrar a su hija Juana en Tordesillas, dejó esta labor en manos del Cardenal Cisneros, puesto que sabía de la imposibilidad de acuerdo con la nobleza castellana, fortalecida tras el reparto de los territorios conquistados a los musulmanes en el último siglo y que tan levantisca había resultado contra los intereses de sus monarcas, provocando varios conflictos civiles -uno de los cuales había aupado al trono a su esposa, Isabel I de Castilla, que no era la primera en la línea sucesoria.
Convendría recordar que, en gran medida, esta nobleza se había enfrentado a Fernando porque este quiso imponer un tipo de gobierno moderno en Castilla, a la manera de lo que pretendía para Aragón y más acorde con los tiempos del renacimiento humanista. Forma de gobierno que le convirtió en ejemplo a seguir en las páginas de los grandes tratados de la época, El Príncipe (1513) de Maquiavelo y El Político (1640) de Gracián. Mientras en la visión interesada del nacionalismo españolista, Fernando no fue más que un secundario de Isabel, entre los politólogos de su tiempo y posteriores, el Rey Católico era un modelo de príncipe, es decir, de buen gobernante.
Hubo otros momentos difíciles antes del siglo XX de los que no se salvaron ni el todopoderoso Felipe II ni los gobernantes liberales españoles, que llegaron a bombardear Barcelona en 1842, por no hablar del cantonalismo que tuvo lugar durante los años 1873-1874. Y gran parte de estas tendencias disgregadoras están en otras circunstancias como el apoyo de algunos territorios a uno u otro contrincante durante la Guerra de Sucesión española (1701-1715), el reconocimiento de los derechos forales a algunos territorios por parte de la tan centralista dinastía de los Borbón como agradecimiento tras el final del conflicto, y la implantación del carlismo precisamente en estos territorios, lo que llevó a tres guerras civiles durante el siglo XIX.
La cuestión de España, por lo tanto, no es un problema solo del siglo XX, sino una parte consustancial de la historia de su constitución como nación y nace, de hecho, en la forma en la que se gestó. Los Reyes Católicos, en contra de la visión franquista de la historia, no unificaron España de forma indisoluble e inalterable, sino que pusieron encima de la mesa un pacto: una visión muy moderna mediante la cual una nación no se construye de una sola pieza, sino por colaboración entre las partes.