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lunes, 13 de marzo de 2017

La belleza efímera del almendro en flor


Ocurre casi todos los años. Después de florecer los almendros regresa el frío. Iba yo a clase esta tarde y atravesé el Parral. Viento helado y nubes negras y haciendo frente, el almendro florecido. 

He hablado de la belleza y del arte como motor de la renovación literaria que impulsó Rubén Darío, de la frustración del artista al no alcanzar la plenitud y de su consecuencia, el texto literario. Los verdaderos poetas saben que todo poema es el ejercicio de una insatisfacción. La obra de arte como intento repetido por lograr el objetivo. Ante esta línea, la contraria, la que no quiere Darío: De más decir que en todo círculo de jóvenes que escriben todo se disuelve en chiste, ocurrencia de más o menos pimienta, o frase caricatural, que evita todo pensamiento grave. En aquella época predominaba una poesía prosaica y anecdótica que rivalizaba con otra retórica y hueca. Frente a ellos pedía Darío nuevos ritmos, nuevas melodías, nuevos artistas. Hay épocas que resultan ya sabidas y se debe buscar siempre algo que rompa las tendencias que llevan décadas establecidas. Darío pedía algo más: Por más que digan los juguetones ligeros o los niños envejecidos y amargos, fracasa solamente el que no entra con pie firme en la jaula e ese divino león: el Arte, que, como aquel que al gran rey Francisco fabricara el mismo Vinci, tiene el pecho lleno de lirios. A veces me pregunto si entre el arte que se vuelve escéptico de lo artístico y el arte con mera finalidad comercial y tanta superchería e impostura no vivimos hoy tiempos similares.

Mientras tanto, la belleza efímera del almendro en flor -un árbol humilde y escondido la mayor parte del año pero que lleva lirios en el pecho- en mitad de un día frío y gris en el que la primavera parece alejarse. 

martes, 25 de octubre de 2016

Dando patadas a las castañas locas


Para hacer esta fotografía pisé un montón de hojas. Al salir de clase me fijé en la tapia del Parral. Sobre ella caía esa rama como un flequillo despeinado. El otoño se ha quedado calmo. Camino del restaurante donde suelo comer, pisaba yo las hojas caídas. De vez en cuando daba patadas a las castañas locas. Hoy vamos a disfrutar, les he dicho a mis alumnos, vamos a asistir al nacimiento de la modernidad poética en la literatura española, así, como quien no quiere la cosa. Tocaba comenzar con Diario de un poeta recién casado (1916). Ya estaba todo: Rubén Darío había releído a Bécquer y entreveraba la tradición española, la clásica y lo francés con gotas americanas. Antonio Machado había entrado en juego y llegaba Juan Ramón Jiménez a buena hora con este diario poético que no me canso de releer cada año para preparar mis clases. Qué año 1917: Antonio Machado publica sus Poesías completas y Juan Ramón Jiménez el Diario de un poeta recién casado. Me hubiera gustado ser un joven poeta en ese año y abrir esos dos libros por vez primera, con su olor a papel y tinta. Estaba ya todo y estaba también este otoño, limpio después de las lluvias de los últimos días. Caminaba yo junto a la tapia del Parral, pisando las hojas caídas, dando patadas a las castañas locas. Había dejado unos minutos antes a Juan Ramón preparando el viaje a América -qué meter en esos baúles, qué libros- tras hablar por teléfono con Zenobia, entusiasmado ante el viaje en el que hallaría su voz lírica, a punto de regalarnos el broche de la modernidad. Y yo con las manos en los bolsillos, mirando el espectáculo de los árboles y los colores -verdes, marrones oscuros, marrones claros- de las hojas caídas en el suelo y el azul nítido del cielo. Dando, de vez en cuando, patadas a los frutos de los erizos abiertos de los castaños de indias. Como si el mundo acabara de limpiarse con las lluvias.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Dar clase fuera, al sol de septiembre


Parte de mis estudiantes habían salido al espacio entre los dos antiguos barracones militares convertidos ahora en aularios de mi Facultad. Sentados en los escalones, tomaban este amable sol de septiembre aprovechando los minutos de pausa entre clase y clase. Por estas fechas, en estas tierras, en las horas centrales del día se está mejor en la calle que entre paredes. En los edificios ya ha entrado el frío y aún no se han puesto en marcha las calefacciones. Cuando me acercaba a ellos por el pasillo acristalado me dije que no podía obligarlos a entrar en clase, que no debía hacerlo. Que a mí mismo no me apetecía y que tampoco me iba a obligar. Y les pregunté si querían dar la clase allí mismo, fuera. Sacaron las sillas y las colocaron en filas, como si aún estuviéramos dentro de clase, con los pupitres, y les pedí que olvidaran ese orden, que se sentaran como quisieran. Colocaron las sillas en un círculo imperfecto y algunos se sentaron en el suelo, en la acera. Hubo quien se cambió de la zona de sol a la zona de sombra o al revés según se lo pedía su cuerpo. Y comenzamos a hablar. Les pregunté sobre cómo entendían ellos la poesía de Bécquer y a partir de ahí comentamos la lectura moderna de este autor, la que realizara Rubén Darío gracias a su cosmopolitismo estético y su forma de juntar tradición y modernidad, lo hispano, lo americano y lo europeo y cómo a partir de ella se constituye lo mejor del tronco de la modernidad literaria española. Hablamos de metapoesía, de la coherencia del mundo poético, de la forma de entender la prosa como si fuera poesía, del nuevo concepto del libro de poemas mucho más allá que como mera antología de textos. No había pizarra ni forma de utilizar el ordenador y el cañón proyector. Hablamos de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez, de Pedro Salinas, de Jorge Guillén, pero sobre todo de Rubén Darío, del gran Darío. Hablamos. Y hacía sol y veintitantos grados de temperatura. Buen tiempo y los minutos fueron pasando. En algún momento nos miraron los estudiantes de otras asignaturas que entraban en sus clases. Y todo fue una agradable mañana de septiembre.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

El crítico adecuado: Rubén Darío y Juan Valera. La nueva musicalidad de la poesía en español


Todavía hoy me sorprende la capacidad de Rubén Darío para trasformar la poesía en español con apenas veinte años. Azul... es un libro portentoso y, sin embargo, su primera edición de 1888 (en Valparaíso, Chile) pudo haber pasado desapercibida si uno de sus ejemplares -oportunamente remitido- no hubiera caído en las manos del novelista y crítico Juan Valera. La reseña (en forma de dos cartas dirigidas al autor) que este le dedicara en octubre de aquel año en El Imparcial consagró a Darío como la esperanza poética del momento para la cultura en español. Llegaba en el momento adecuado: las repúblicas americanas ya estaban preparadas para incorporarse a las vanguardias culturales sin la dependencia de España y se detectaba en el arte hispánico una necesidad de cambio, de apertura a las novedades, que ya comenzaba de manera incipiente a manifestarse tanto en Hispanoamérica como en la Península. Uno a veces no sabe si las épocas crean a los genios o los genios a las épocas, supongo que ambas cosas son necesarias. Son tristes esos momentos en los que la mediocridad del ambiente o de las personalidades dominantes impide la regeneración de lo existente cuando comienza a dar síntomas de fatiga y hay que esperar años a que se produzca la conjunción adecuada.

La reseña de Valera llenaría de justo orgullo a Darío pero también de responsabilidad que supo asumir adecuadamente. No se acomodó sino que perseveró por el sendero que había iniciado y que le elogió el crítico. La demostración palpable fue la segunda edición del poemario -tan Hugo, pero también tan Bécquer, tan europeo y radicalmente nuevo- en Guatemala en 1890. Las novedades fueron significativas. Sustituyó el prólogo de su amigo Eduardo de la Barra por el texto de Valera por el prestigio del firmante -lo que contribuiría a su difusión-, agradecimiento al crítico que había sabido ver el valor del libro pero, sobre todo, porque en el nuevo prólogo estaba aquello en lo que creía Darío, la apertura de una nueva vía necesaria para la literatura en español. Y añadió un puñado de textos en prosa y verso. Entre ellos, los Sonetos áureos, que tanto llamaron la atención y fueron atacados por los críticos tradicionales del momento, que no soportaban ni comprendían las novedades que introducía Darío en la estrofa clásica. Entre otras cosas porque, a diferencia de Valera, no entendían que eran tiempos de novedades y que Darío no partía de la mera moda sino que construía la nueva literatura a partir del estudio cuidadoso de las formas existentes.

De esos Sonetos áureos, mi preferido ha sido siempre Venus. En él encuentro una condensación magnífica de todos los propósitos de Darío por aquellos tiempos y una perfecta adecuación de intención, temática, estructura y rítmica:

En la tranquila noche mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,
que esperaba a su amante bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

"¡Oh, reina rubia!, díjele , mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia a ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar".
El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.

Descoyunta el soneto clásico a partir del heptadecasílabo (verso de 17 sílabas) y juega con la rítimica de este verso en todos sus matices. Parte siempre de una cesura versal que lo divide en dos hemistiquios (de 7 y 10), como han señalado ya muchos estudiosos pero no hace solo eso, algo que no ha sido percibido normalmente. En muchas ocasiones juega con la pausa interna para llevar las siete sílabas del primer hemistiquio hacia el endecasílabo, dejando un final de seis sílabas como si fuera el recuerdo del efecto que producía el encabalgamiento en la poesía clásica española. Es una mezcla endiabladamente eficaz de ritmos. Por una parte el de 7 y 10 pero jugando con él en el mismo verso, otro de 11 y 6. En ambos casos, una mezcla de ritmos impar y par que, seguramente, rechinaba en los oídos de los que estaban acostumbrados a la poesía convencional y no admitían que se experimentara con ella. Curiosamente, debajo de la estructura métrica estaba todo lo clásico pero subvertido de tal manera y puesto al servicio de otra rítmica que era difícilmente aceptable -e incluso comprensible- para ellos. Como sucede en la arquitectura de Gaudí, por ejemplo, o en la pintura de Picasso. Darío era la avanzadilla de una nueva forma de concebir el arte. Que la poesía es ritmo (acentual, silábico, ideológico, visual, etc.) es algo que vengo diciendo aquí desde hace tiempo y a partir de ese ritmo se construye el poema: es algo que no comprenden muchos poetas. La extraña sensación causada por la mezcla de un ritmo impar con otro par acompasa y explica toda la estructura de este soneto. También la temática, en la que predomina el choque del estado anímico del poeta con la serenidad de la naturaleza y la frustración del deseo ante la realidad. El poeta no puede en este poema alcanzar lo que desea y por eso expresa el mundo rompiendo el ritmo de esta manera y jugando con lo clásico y lo moderno para trasmitirnos esa necesaria confrontación de elementos que es el conflicto del que parte la poesía.

No era mero formalismo el de Darío, como tantos le acusaron, sino una nueva manera de ver el mundo. Necesaria. Los que no veían esta necesidad de cambio no lo comprendieron ni pudieron apreciar que nacía algo que tan larga herencia ha legado para la literatura española. Se limitaron a criticar la superficie de sus obras.

En pocas ocasiones una conjunción entre un creador y un crítico ha producido tan beneficiosos resultados.

domingo, 7 de junio de 2015

La belleza del modernismo


Que la explosión del modernismo peninsular llegó primero por extensión y profundidad a Cataluña que al resto de España es algo que ya señaló Rubén Darío. Hoy muchos pensarán en el gran Darío solo como poeta, pero es mucho más. Su legado intelectual y artístico aún está presente en la literatura hispanoamericana y en él ocupan una parte central las crónicas que escribió de sus viajes, singularmente las que tratan sobre España, que habría que revisitar de vez en cuando para comprender mejor lo que sucedía en el país por aquel tiempo del hundimiento del sueño imperial y los esfuerzos de unos pocos por modernizarlo.

En su primer viaje a España, con motivo del cuarto centenario de la llegada de Colón a América, tuvo la ocasión Rubén Darío de conocer el panorama de un país en plena época de la Restauración, acallada la época revolucionaria que trajo y se llevó la I República. Supo apreciar a los intelectuales de entonces, un tiempo en el que se cruzaban las generaciones y en la que aún no pudo tratar en profundidad el impulso de los más jóvenes. Es mucho más interesante lo que nos cuenta en su segundo viaje. El 22 de diciembre de 1898 llega a Barcelona aprovechando un encargo de La Nación para redactar un puñado de crónicas que revelaran de primera mano el estado de España tras la derrota en la guerra con los Estados Unidos. El lugar de desembarco le brindó una nueva perspectiva de España. Andaba Cataluña por aquella época en pleno fervor regionalista: el renacimiento catalán cruzaba sus tradiciones con un alto grado de modernidad europeizadora como no sucedía en ninguna otra parte del país. Saltar desde allí a Madrid le dio la oportunidad de comprobar el movimiento desarmónico que se manifestaba por aquel entonces entre las dos ciudades y que tardaría unos años en equilibrarse. Un tiempo después recogía todas estas impresiones en un artículo fundamental para comprender el estado cultural de las dos capitales: El Modernismo, fechado el 28 de noviembre de 1899. Para entonces, Darío ya se encontraba en la seguridad plena del triunfo de la nueva estética que él iniciara para la América hispana y en su posición central en la historia cultural no solo del ámbito americano sino de toda la cultura en español.

Por lo tanto, a diferencia de lo que le ocurriera en el primer viaje -cuando aún era un joven que prometía a partir del éxito de Azul...- , en este segundo viaje quería comprobar no solo el estado moral y económico del país después del desastre militar sino también los avances culturales de la novedad modernista. Por eso mismo publica El Modernismo: un artículo intencionadamente polémico que señala no solo su posición en el origen de esta estética en el ámbito hispánico sino sobre todo la preocupante falta de empuje de las nuevas generaciones españolas para acogerlo. Evidentemente, Darío juega con las cartas marcadas: quiere ser polémico para molestar, para provocar una reacción de esos mismos jóvenes a los que retrata con cierta dureza.

La exposición La belleza del Modernismo. Obras del Museo del Modernismo de Barcelona, comisariada por Charo Sanjuán (Sala Municipal de Exposicones del Museo de la Pasión, Valladolid, hasta el 11 de junio), recoge una muestra de aquel modernismo catalán que pudo ver Darío. La exposición no lo vincula a su figura, por supuesto, no es ese su objetivo sino el de mostrar una más que oportuna selección de las piezas del Museo del Modernismo. Todas son magníficos ejemplos del variado abanico de posibilidades de esta estética: pintura, dibujo, escultura, pero también mobiliario, cartelería, vitrales, marquetería, etc. Los autores son imprescindibles para comprender la época: desde Riquer hasta Gaudí, pasando por Ramón Casas, Mir, Serra, etc. Aquí puede apreciarse la suavidad de las formas, la búsqueda de la curva que predomina sobre las rectas, los colores suaves, el tratamiento del paisaje difuminado, la huida del dibujo clásico, el tratamiento de la madera, la nueva visión de la belleza femenina como parte central de la obra artística, el simbolismo, etc. Cada una de las piezas merece la atención del visitante porque la exposición no está saturada de objetos ni pretende abrumar. No quisiera que pasara desapercibida un pequeña joya, el cartel que Riquer hiciera para la Tercera Exposición de Bellas Artes e Industrias Artísticas (Barcelona, 1896), considerado como el primer cartel del modernismo español.

Una exposición más que recomendable.


viernes, 18 de abril de 2014

García Márquez en el camino de Rubén Darío: la hispanidad como proyecto


En Literatura hispanoamericana, una de las asignaturas que imparto este semestre, tenía previsto culminar la materia con el comentario de Cien años de soledad de García Márquez. Más ahora, tras su fallecimiento.

Me gusta estructurar mis asignaturas con un hilo argumental más allá de los temarios tradicionales que ahora pueden encontrarse con facilidad en manuales, monografías y otro tipo de materiales didácticos. En este caso he querido explicar la construcción del imaginario colectivo hispanoamericano a través de la literatura, lo que me llevaba desde los Diarios de Colón a Rubén Darío. Este poeta es la cristalización definitiva y prodigiosa de la explicación de una idea de lo americano y su puesta en valor para el siglo XX. A principios de aquel siglo, Darío encabeza y da forma a la corriente de pensamiento que reúne lo indígena con lo español, las creencias tradicionales de los pueblos precolombinos con la espiritualidad católica, lo antiguo americano y el substrato grecorromano del Mediterráneo. Todo ello sin renunciar a la modernidad que recorre Europa. Este sincretismo que se define entonces como hispanidad se hace bandera frente a lo anglosajón. En él los elementos no están subordinados sino que nutren por igual la sangre de Hispania fecunda que cantó Darío. La hispanidad tal y como nació no es un concepto peninsular sino que tiene un fuerte sentimiento americanista. Rubén Darío, como su creador vitalista, cantó con entusiasmo las bases que sostenían lo hispánico. A él se debe también la reconciliación de los intelectuales americanos con lo español puesto que todo el siglo XIX había buscado la culpabilización de todos los males de la sociedad americana a la herencia española. Fue grande Rubén Darío por muchas cosas, pero sobre todo por esta mirada integradora que logró fusionar en un proyecto de lo americano cosas que hasta ese momento se habían pensado irreconciliables. Harían bien algunos intelectuales en revisitar estas ideas.

Después de Darío, nadie como García Márquez en el mismo sentido. En él es muy notoria esta construcción del imaginario colectivo americano que comenzara a fabricar Cristóbal Colón en las páginas del Diario de su primer viaje trascrito por fray Bartolomé de las Casas . Sus famosas declaraciones en las que temía que España, al ingresar en la Unión Europea en 1986, se olvidara de América evidencian que García Márquez participaba de la misma corriente encabezada por Darío.

La obra del colombiano es una construcción de esa conciencia de la historia americana en la que se integran los mismos elementos de la hispanidad pero actualizados a las corrientes de pensamiento político de mediados del siglo XX. Culmina todo ello en Cien años de soledad: Macondo es el espacio simbólico en el que toda esa historia se hace presente. Pero donde mejor se ve esta cualidad es en el uso del lenguaje español que en García Márquez se hace castizo, americano, moderno y antiguo, todo ello a la vez, para dejarnos el testimonio de un idioma para todos los hispanohablantes. Es una obra maestra por muchas razones pero sobre todo porque en su lenguaje consigue unir de verdad ese proyecto de la hispanidad que latía en Darío. Es una de las obras  literarias que más han hecho por la unidad del idioma en el último siglo. Se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que en los textos de García Márquez -mucho más que en laos de Vargas Llosa, otro de los grandes pero con un pensamiento más occidentalizador- el idioma español deja definitivamente de ser peninsular hasta para los más recalcitrantes academicistas para hacerse eso, español, en el sentido de hispánico. García Márquez merece pasar a la historia por muchas razones -es uno de los maestros más importantes del periodismo en lengua española, trabajó como pocos la frontera entre la realidad y la ficción, construyó prodigiosas historias de amor y tiempo, etc.- pero sobre todo porque en él se hace realidad el proyecto de ese concepto de lo hispánico tanto en la materia narrativa como en el idioma.

España, que está desorientada desde hace demasiado tiempo en lo económico, en la innovación industrial, en lo cultural, ha buscado con lógica una proyección europea pero lo ha hecho casi como expiación de un sentimiento de inferioridad y nunca ha llegado a presentarse en Europa como lo que debería ser, el puente de conexión con Hispanoamérica encabezando un proyecto común. Ha habido notables esfuerzos -las Cumbres Iberoamericanas, cada vez más descafeinadas; el certero proceder de la Real Academia Española al construir nuevos modelos de diccionarios, gramática y ortografía basados en lo hispánico y ya no en lo peninsular-, pero falta la construcción de un verdadero proyecto integrador. Para ello quizá deba asumir el concepto de hispanidad que está sobre todo en la obra de Darío y de García Márquez y no en la rancia celebración que nos dejó el franquismo.

martes, 18 de febrero de 2014

La literatura hispanoamericana


He vuelto a encontrarme con la literatura hispanoamericana. No digo como lector, sino como profesor universitario. En los años ochenta, en mis primeros encargos docentes en la Universidad de Valladolid en la que trabajaba, impartí durante tres cursos esta materia, con toda la impericia de los primeros pasos como profesor, pero también con toda la osadía y las ganas de aprender. En aquel tiempo al que entraba nuevo le encargaban esta asignatura, casi como un lastre del que se descarga el anterior, pero a mí me apasionó aquel territorio académico que ya me había atrapado desde que a los quince años leí a mis primeros autores del boom. Ahora, por el nuevo reparto docente he regresado, en la Universidad de Burgos, a la literatura hispanoamericana. Las condiciones no son las mismas: de una licenciatura a un grado, de una asignatura anual a un semestre. Era imposible abordar toda la literatura hispanoamericana entonces y lo es más ahora. Pensé dos opciones: un monográfico en el que abordara un tema, un autor, una obra; un panorama con línea argumental acompañado de una selección de textos que lo ilustraran. Ambas son válidas pero he optado por esta segunda. Enfocaré mi semestre a partir de la construcción de un imaginario colectivo en la literatura hispanoamericana: la conciencia de lo americano como algo diferente a la literatura española pero enraizado con ella. Una cultura que desde el inicio asume en su componente nuclear lo precolombino y lo hispánico. Es curioso cómo gran parte de esto lo hallamos ya en los textos del siglo XVI que relatan en encuentro: de Colón al Inca Garcilaso de la Vega hay un trayecto que nos lleva por ese camino. A la altura de Sor Juana Inés de la Cruz ya se ha desarrollado y cuando penetramos en El Periquillo Sarniento todo impulsa hacia los logros del siglo XIX. Pero será Rubén Darío el que dé forma perfecta a este imaginario colectivo. Aparte de su condición de poeta necesario para explicar el camino hacia la modernidad literaria en lengua española, en él se hallan definitivamente las claves de ese imaginario. El siglo XX no ha hecho otra cosa que glosarlo y lo que va del siglo XXI le ha terminado dando la razón. Espero un semestre en el que recordar las sensaciones de la maravillosa experiencia que deparan las crónicas de Indias, la intensamente estética del barroco americano, los avances  dificultosos hacia la modernidad que protagonizan los autores del siglo XIX y la deslumbrante realidad de toda la literatura hispanoamericana del siglo XX. Daré cuenta aquí de vez en cuando.

sábado, 12 de octubre de 2013

La Hispanidad hoy


La Hispanidad, como concepto moderno, nació a principios del siglo XX. Por desgracia, sufrió, como tantas cosas, la apropiación idebida, localista y chata que llevó a cabo la dictadura de Franco y, durante un tiempo demasiado largo, hablar de Hispanidad era recordar un apolillado sueño imperial. En realidad, fue una idea surgida antes en Hispanoamérica que en España, elaborada por alguno de sus intelecturales más influyentes, entre los que brilló Rubén Darío porque supo dar en sus obras (sobre todo a partir de Cantos de vida y esperanza, poemario publicado en 1905) la forma definitiva a este pensamiento. No fue el único, puesto que en el empeño se unieron escritores y pensadores de uno u otro signo y de variadas procedencias. En una línea diferente podríamos señalar la labor de Eva Canel, interesante y casi olvidada escritora hispanocubana.

En Hispanoamérica, la entrada de los Estados Unidos en el panorama histórico con el conflicto bélico que terminó con la pérdida de las últimas posesiones del viejo Imperio español en 1898 fue vista, al principio, como una alianza natural. Tras casi un siglo de independencia de la Corona española, las nuevas repúblicas habían tomado caminos propios decididos por sus élites económicas y políticas locales. Sin embargo, un puñado significativo de intelectuales hispanoamericanos vieron pronto lo que significaba para sus países el protectorado norteamericano y en los primeros años del siglo XX, en la prensa, en ensayos y en el arte, pusieron el acento en el riesgo que suponía para la propia identidad la fuerza creciente de los Estados Unidos y sus redes comerciales y políticas. Para defenderse del neocolonialismo elaboraron el concepto de Hispanidad en el que ya no solo entraba la herencia de lo español. Integraron en él, a través de España, lo latino y el mundo clásico grecorromano pero también lo precolombino. Y avanzaron en la idea de la mezcla de culturas. La Hispanidad, en su creación, superaba con mucho a lo español: de aquí tomaban el idioma, la religión y una forma de mirar el mundo pero no se quedaban en lo peninsular para definirla. A este concepto de Hispanidad debemos que no haya habido una disgregación del idioma y la cultura en español más que a la labor eficaz de los gobiernos, que siempre han estado muy por debajo de lo exigible.

El mundo actual, un siglo después, nos vuelve a poner en el mismo debate. Algunos ven la crisis actual como una fase histórica más del choque que detectaron los intelectuales hispanoamericanos a principios del siglo XX. Un choque en el que se enfrentan dos concepciones del mundo. Por simplificar: la anglosajona y la mediterránea. También estamos en una fase definitiva del proceso de globalización que se aceleró desde la entrada de los Estados Unidos en el panorama histórico (por primera vez había una potencia no europea en un contexto mundial y no solo regional basando su fuerza sobre todo en el mundo de las finanzas más que en la invasión de territorios con la idea de anexionarlos) que supone, además, la pérdida de peso específico de Europa.

Los intelectuales hispanoamericanos de principios del siglo reaccionaron casi ingenuamente a la nueva realidad. En clave modernista buscaron en el espíritu de lo hispánico la solución ante un mundo que ya se movía por razones materiales. Hoy la situación es todavía más compleja y las soluciones menos simples. De hecho, los Estados Unidos, en breve, serán el primer país con habitantes cuya lengua materna sea el español. En los Estados Unidos, a diferencia de lo que ocurría hasta hace unas décadas, lo hispánico no queda ya reducido a ámbitos marginales. Los hablantes de español lo usan sin pudor en las calles y en los medios de comunicación. La literatura en español en los Estados Unidos ya no es chicana o spanglish y los políticos procuran aprender español para ganarse el voto de los que lo hablan.

viernes, 19 de octubre de 2012

El primer libro


Es de imaginar la ilusión de Rubén Darío cuando afronta, con la inestimable ayuda de algunos amigos, la edición de Azul....en Valparaíso en 1888. Los textos ya son conocidos a través de su publicación en la prensa, pero no tienen sentido más que en conjunto. Una de las cosas que aporta Darío al lenguaje de la modernidad es ese sentido de unidad: en él cada parte explica el todo de forma, a la vez, fragmentaria y completa. Cada uno de los textos son variaciones de un mismo tema. Siempre he tenido que Darío lo aprende de su lectura de Bécquer: es el primero que sabe ver en el poeta sevillano lo que en su época no se veía, encasillado en ese postromanticismo sensiblero al que le había atado una edición falsificada de sus obras y una recepción cursi dispuesta a desarmar cualquier profundidad poética en las rimas.

Don Juan Valera, el novelista y crítico, recibe uno de los escasos ejemplares que se editan de Azul... y se apresura a dar cuenta de él en dos de sus Cartas americanas, sus colaboraciones en El Imparcial de Madrid que tienen tanto eco y causan polémica en aquellos años: el 22 y el 29 de octubre. Darío siempre le estará agradecido a Valera por esta crítica, en la que lo presenta como el camino a seguir, aunque le reproche algunas cosas menores. En el fondo, Darío sabe que Valera lanzó su nombre al mundo hispánico y le abrió las puertas para presentarse como el gran renovador que la literatura en español del momento demandaba.

Valera se asombraba de que Darío, salido de Nicaragua para recaer en Chile, conozca tan bien la cultura francesa y las nuevas formas y no sabe bien a qué atribuirlo. A pesar de su apertura ideológica, de su conocimiento y de su sensibilidad y de que las Cartas americanas tienen la idea de tender puentes necesarios entre lo que se producía en España y las repúblicas hispanoamericanas, Valera no comprende bien que en las grandes ciudades de estos países hay una juventud burguesa bien formada que ya no necesita a España para informarse de lo que ocurre por el mundo. Darío le ayudará a comprenderlo.

Pero vuelvo a Darío, con los nervios de joven poeta, recogiendo los ejemplares de su libro en la imprenta, con la energía de quien sabe que hace lo que le nace de dentro pero con los nervios de quien no conoce si aquello tendrá el predicamento necesario. Pero todas las historias tienen un inicio. En aquellas manos ilusionadas con las que había recogido el joven poeta su primer ejemplar de Azul..., se encontraba Darío con el inicio verdadero del nuevo lenguaje de la modernidad artística en español, un mundo rico que sumaba tradiciones y novedades. El libro crecería en la segunda edición, sabiéndonse ya el autor en el camino correcto.

viernes, 5 de octubre de 2012

En la ribera del mar áspero


En la ribera del mar áspero, situaba Darío a su poeta visionario del relato que se cuentan los verdaderos protagonistas del cuento alegre El rey burgués, cuando aún anunciaba el tiempo de las grandes revoluciones que parecía inminente. Sabemos el final de esta narración: el poeta traiciona a la poesía por un pedazo de pan y muere abandonado por aquellos a los que se vende. Es un juego permanente del ser humano: hasta dónde se pueden traicionar los propios ideales y cuál es la recompensa sabiendo que aquellos que piden a los demás que se traicionen a sí mismos nunca son buenos pagadores. Todos nos hemos visto en situaciones en las que nos enfrentamos a ese dilema y casi todos tenemos en la boca un cierto sabor amargo porque no actuamos según nuestros principios en alguna ocasión. Es tiempo luego de buscar justificaciones y echar la culpa a las circunstancia o a otros. No parecen estos tiempos de héroes que luchen por ideales sin mácula porque nuestra historia se ha cargado en exceso y no podemos mirarla de la forma ingenua que deberíamos porque siempre tenemos el futuro por inventar dado que nunca está escrito. Al menos, el nuestro, el de cada individuo que debe y puede reinventarse cada día. Solo aquellos que conserven el sabor amargo en la boca serán capaces de reaccionar en la ocasión siguiente para borrarlo. Para eso debemos volver a situarnos en la ribera del mar áspero y mirar al horizonte.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Qué ha pasado en cien años. Darío y la hispanidad.


En 1905, Rubén Darío publicó uno de sus mejores e innovadores poemarios, Cantos de vida y esperanza. Con él se proponía muchas cosas: mostrar la madurez de su estilo, replicar con poemas a aquellos que acusaban a su modernismo de escapista y vano, ampliar los matices de su poética, profundizar en la experimentación formal en la poesía en español, etc.. En él culminaba su relectura de la tradición española mezclada con la herencia precolombina y las influencias de otras raíces culturales y, con la dedicatoria del poema Los cisnes a Juan Ramón Jiménez, señalaba definitivamente, entre los jóvenes artistas españoles, a quien sería su sucesor en la labor de la construcción de la modernidad poética.

Pero había algo más que quizá soprenda a aquellos que no hayan leído la obra de Darío y que tengan la idea desenfocada que de él se ha trasmitido en la historia de la literatura empeñada en simplicarlo como el autor de la Sonatina -por otra parte, poema tan mal leído-. Hoy, al menos en España, apenas nos queda la huella de Darío como poeta del ritmo: pero fue mucho más porque nunca dejó de ser uno de los mejores y más claros intelectuales del momento, labor que todavía está por rescatar. Darío, junto a otros pensadores hispanoamericanos y españoles, fabricó un nuevo concepto de hispanidad que superara las viejas heridas derivadas de la colonización y de la independencia de las nuevas repúblicas americanas. Este nuevo concepto nació como necesidad entre los intelectuales más concienciados de la América hispánica -de la América latina, por ampliación- ante la amenaza que para ellos significaba el auge de los Estados Unidos como potencia dominante. Así, elaboran la idea de una contraposición entre la cultura anglosajona, basada en lo material, frente a una cultura hispana -latina- sustentada en lo espiritual. Dos años antes de Cantos de vida y esperanza, publicará Valle-Inclán su Sonata de Estío, en cuyo inicio se participa de la misma idea.

Rubén Darío cristaliza su idea en la Oda a Roosevelt:

Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.

Quizá Darío se equivocara en muchos aspectos del análisis, pero es indudable que detectó a principios del siglo XX, junto a un puñado significativo de pensadores en español, una de las confrontaciones que ha protagonizado la historia desde entonces y que ha supuesto que un modelo de vida -de valores, de pensamiento- se haya impuesto sobre otros. Pero, ¿qué valor tiene hoy la hispanidad? Y, sobre todo, ¿puede ofrecer algo sustancialmente diferente a lo anglosajón que permita modificar el curso de la historia?

martes, 12 de julio de 2011

Sobre prosa poética y profesores acomodados.

Un comentario de Elisa (habitual presencia en este blog y poeta constante como demuestra en los suyos) en mi entrada sobre Las leyendas becquerianas y la prosa poética moderna en español, nos llevó a intercambiar unos interesantes correos electrónicos sobre la consideración de la prosa poética y la poesía desde Bécquer hasta ahora. La aportación del poeta sevillano, como dije, fue considerar ambas como iguales y tratarlas desde el mismo sentir poético: tanto la prosa poética becqueriana como su poesía lírica nacen de la misma temática y mundo poético, sin más diferencias que donde en una se mide el ritmo a partir de la composición en frases y párrafos en otra se mide cómputo silábico y estrofa.

Lo esencial del intercambio de opiniones entre ambos fue constatar, de nuevo, cómo algunos retóricos y profesores no comprenden esta esencial unidad de la prosa poética y la poesía modernas y siguen explicando ambas como hechos diferentes, como si no les bastara que los grandes poetas del XX hayan mezclado ambas en su obra e, incluso, en un mismo poemario. En esto, como en tantas otras cosas, Rubén Darío, que había asumido antes que nadie la verdadera razón de ser de la obra becqueriana, se adelanta proponiendo el modelo de Azul... (1888-1890).

Pero parece que algunos profesores y retóricos siguen sin llegar al siglo XX en su formación y explicaciones. Por suerte, son los menos. Eso espero.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Los roles del deseo


Decía Gustavo Adolfo Bécquer que no importaba el deseo de la amada. Él, como casi todos los poetas hasta el siglo XX, buscaban la acción del que desea en el yo poético y no importaba la acción del que es deseado, porque así veían el impulso de la poesía: un camino hacia la creación que pocas veces llegaba con bien a término y, cuando lo hacía, era imposible de expresar.

En realidad, cuando hablaban de deseo o de amor, por mucho argumento sentimental que pusieran al asunto, reflexionaban sobre la creación poética y el poema: lo inasible de aquella y lo imperfecto de éste. En algunos, como el mismo Bécquer, Rubén Darío o Juan Ramón Jiménez, esta imperfección se convirtió en obsesión y reescribían esa reflexión en uno y otro poema, en casi todos sus poemarios. Es una de las líneas esenciales de la poesía.

Como debían expresarlo con historias -la abstracción comenzó a trabajarla Juan Ramón y facilitó a los poetas la posibilidad de hablar de la creación poética sin la metáfora amorosa que desviaba la lectura de muchos hacia la anécdota sentimental- muchos releen ahora sus poemas y los critican por no ser ideológicamente correctos para nuestro presente. Es cierto, pero esta carencia está más en el que lee que en el leído: es decir, en el deseo del lector presente de que todo se ajuste a sus principios ideológicos, lo que le frustra el placer de la recepción. Suele pasarnos en casi todos los aspectos de la vida si vamos con el deseo como dogma y prejuicio.

Ahora bien, dicen los psicólogos que solemos adoptar esos roles en el deseo: deseante y deseado. Aunque tendemos más a uno que a otro, a lo largo de la vida, cambiamos o deberíamos cambiar. Suele pasar que, cuando un deseante recalcitrante se encuentra con un no menos recalcitrante deseado, la pareja funciona para siempre, sea o no sano para ellos y para los que los rodean.

Lo malo (o lo bueno) es cuando la costumbre o la comodidad nos impiden el cambio y sólo uno de los dos evoluciona. Y, por ejemplo, el deseante se cansa de su rol, se lo quita, como se quita una chaqueta, y espera convertirse en deseado. Es como si se hubiera roto un contrato: tú estás obligado a ser deseante siempre, se le recrimina, ya no me quieres como antes. Ese día se vuelve hacia lo que tanto deseaba y lo ve pasivo. Quizá, entonces, debe cambiar de estética: pasar del neoplatonismo a la poesía de la experiencia o la conversacional, que le permiten tratar las cosas a pie de calle y con un distanciamiento irónico.

Entonces, donde vio un hermoso desmayo ve sólo comodidad y flojera. También puede suceder al contrario: el deseado se quita su hábito inmóvil y estira sus músculos. No te reconozco, me descolocas, ya no eres la misma persona, no me dejas quererte. Todo eso parte del dogmatismo y prejuicio con el que miramos, casi siempre, al otro, al que hemos etiquetado para aceptarlo. Es difícil encontrarse en el mismo nivel de deseo porque solemos afrontarlo con inmadurez, como casi todo lo de puertas a dentro.

Hablo de poesía, por supuesto.
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[A todo esto, la foto está tomada en un escaparate con la imagen promocional del perfume Jasmin Noir. Lo más gracioso es que la imagen original es en blanco y negro y a mí me salió en azul: el color no fue buscado, el reflejo que lo atenúa, sí. Será cosa del deseo.]

miércoles, 26 de noviembre de 2008

La venta de lo falso nuevo


Los lectores más antiguos de La Acequia sabéis que me gusta el llamado arte contemporáneo y de vanguardia. Sabéis que analizo esas manifestaciones del siglo XX que a muchos les provocan aun rechazos e incomprensión y que os he animado a visitar exposiciones y conocer artistas de este tipo. Entre otras cosas, porque son la demostración más exacta de nuestra época y porque merece la pena el esfuerzo de comprensión para poder gozar de él como hacemos con otros tipos de arte.

Hoy os traigo un ejemplo de lo que debe hacerse, uno de lo que debe hacerse pero no se ha hecho del todo bien y otro que, directamente, es una cara tomadura de pelo.

El ejemplo de lo que debe hacerse es la cabeza de acero inoxidable de Jaume Plensa que se expone en el patio central de la Casa del Cordón -modelo de buena restauración de un edificio histórico para un uso moderno como el de oficina central de una entidad bancaria- hasta el 18 de enero, como complemento y reclamo de la exposición del CAB. En sí misma, la obra tiene una entidad asombrosa: vacía el espacio interior de la cabeza y establece un diálogo con todo el entorno a través de su construcción en red y volumen. Situada donde está, la obra adquiere un pleno significado: ese diálogo se abre a un gran espacio vacío, con un magnífico contraste e integración entre el acero de la cabeza y la piedra del patio, entre la postmodernidad reflexiva de la cabeza y el gótico final de las arquerías. Tal es su adecuación, que el visitante piensa que deberían dejarla allí para siempre aunque este tipo de arte debe verse en diferentes lugares para valorar sus nuevos matices.

El ejemplo de lo que debe hacerse pero no se ha hecho bien es la exposición, que anuncié aquí, de Warhol en Burgos. No responde a las expectativas ni está a la altura de lo requerido. Es, apenas, la muestra de unas series de serigrafías mal explicadas y expuestas (por eso, es mejor el catálogo): como podría hacerse con cualquier joven artista que comenzara su carrera. Todo colgado, como se hace ahora, con un cristal para cubrir las obras y una iluminación tan mal diseñada, que hacen que el espectador se vea a sí mismo más que a la obra (es mal común, no sólo de esta exposición). Lo que no deja de ser toda una interesante reflexión sobre el arte: somos arte pop reflejado en arte pop. Pienso que no era el propósito ni de Warhol ni del comisario de la exposición.

Se completa la muestra, con películas del artista, que fue uno de los que mejor participaron en la experimentación en este arte en los años sesenta. Es cierto que son, posiblemente, sus mejores obras cinematográficas. Una de ellas, Empire (1964), aunque sólo se exponga un fragmento de 45 minutos de las más de 8 horas de metraje, correcta pero insulsamente mostrada en un monitor plano, colgado en la pared -lo que está muy bien, pues puede ser tomada como una parte más de su obra total-. Dos, The Chelsea Girls (1966) y The Velvet Underground and Nico (1966), proyectadas a través de cañones en una superficie rugosa y cierto efecto reflectante, que provoca que veamos, en ocasiones -dado que las películas son en blanco y negro-, más la pantalla que la película. La opción, además, de mostrarlas sin sillas en donde pueda sentarse el público no animan a la contemplación detenida de obras que influyeron decisivamente en el cine independiente y de autor de los años posteriores -Pedro Almodóvar ha aludido, en reiteradas ocasiones, al impacto que supusieron en sus comienzos- supongo que, el comisario, tuvo miedo de que alguien pretendiera ver todo el metraje de ambas (210 minutos la primera, 66 la segunda).

Por último, el juego de espejos que Leandro Erlich muestra ahora en el Reina Sofía, tan aplaudido por los medios de comunicación, es el ejemplo perfecto de cómo no deben hacerse las cosas. Y no me refiero a la calidad del producto, que técnicamente es impecable, sino al intento de vendérnoslo como vanguardia del arte contemporáneo. A nadie debería sorprender ya la mezcla de elementos propios de lo que se llamaba subcultura -aquí, las atracciones de feria-, con el arte más innovador: llevamos más de cien años haciéndolo.

Cuando los juegos de espejos saltaron en las décadas finales del siglo XIX de la atracción de feria al teatro y a museos, sí se hacía algo nuevo. Cuando todo ello se implicó con el precine y, más tarde, con las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX, sí se hacía algo nuevo: la propuesta era rompedora, atrevida y tenía toda una carga de pensamiento cultural e ideología artística detrás.

Que el Reina Sofía lo exponga ahora, no está mal, aunque es irrelevante para el arte actual. Pero que se nos venda como una nueva reflexión, como una nueva forma de hacer arte en el que se ha descubierto la síntesis de elementos, es, sencillamente, una cara tomadura de pelo. Eso sí, ésta gustará incluso a los que rechazan el arte contemporáneo porque dicen no comprenderlo: la instalación de Erlich es puro juego y técnica, artificio y superficialidad, magnífico ejemplo de un tipo de arte muy vivo hoy, demandado por los cientos de museos de arte contemporáneo que han proliferado y deben llenar sus salas como sea y disfrutados por un público que sabe poco ya de cualquier tipo de arte.

Los espectadores saldrán satisfechos y contarán la novedad de esta propuesta: simplemente, porque ignoran que es algo viejo vestido con calidad técnica nueva (el arte contemporáneo está en los últimos capítulos de los libros de texto). Como gran parte de las propuestas de ahora.

Curiosamente, el arte de vanguardia, que rompió con el canon tradicional, ha creado un nuevo tipo de canon. Eso no es incorrecto: en todos los estilos, en todas las épocas, hay iniciadores e imitadores con más o menos calidad. Pero el arte de vanguardia tenía una máxima, que definió bien Rubén Darío en sus Palabras liminares a Prosas profanas y otros poemas (1901):

Yo no tengo literatura «mía» [...] para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea

Y, sobre todo, que no nos vendan como nuevo lo que lleva tanto tiempo creado. Entre otras cosas, para eso sirve estudiar la historia de las manifestaciones artísticas, como les digo a mis alumnos muchas veces: para que no nos den gato por liebre ni los artistas redichos ni sus patrocinadores y los circuitos culturales.

Como las dos primeras exposiciones las vi con mi amigo Javier García Riobó, hicimos, por el camino, alguna foto. Dejo aquí constancia de una que debería publicar él en breve, para hablar de configuración creativa.

miércoles, 30 de abril de 2008

La generosidad (Miguel Vivanco).

Todos los blogs de temática burgalesa que llevan unos meses de circulación han recibido la generosa aportación de Miguel Vivanco en sus comentarios. A mí, además, me ha querido hacer un regalo que, supongo, por mis compromisos de estos días, no he podido recibir en mano. Así que, en uno de los sobres plastificados y reciclables de correo interno de mi Universidad, me he encontrado ayer, martes, el folleto de la exposición colectiva Paisajes Políglotas, que estos días se organiza en el burgalés Consulado del Mar y en la que participa. Como ya se ha informado de esta exposición en Blogochentaburgos y Burgostecarios, sólo me queda animar a todos los que pasen por esta ciudad hasta el 7 de mayo, que acudan a verla.

Yo tengo que agradecerle otro gesto generoso: en el mismo sobre encontraba una nota de su puño y letra en la que afirmaba: "El día del libro es cualquier día", en lo que tiene toda la razón. Y, para demostrarlo, la acompañaba de dos regalos que hablan de su agudeza: dos volúmenes cuya elección es soprendente y acertada. Se trata de Tertulia de Madrid, del mexicano Alfonso Reyes, en edición de la Espasa-Calpe Argentina (Buenos Aires, 1949). Y Lecturas españolas, de Azorín, en edición de Thomas Nelson and Sons (Edimburgo, s.a.).

Digo sorprendente porque ya no se leen, lamentablemente, estas obras. En la primera, Reyes colecciona trabajos suyos sobre Azorín, Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Galdós y Rubén Darío. Son artículos vividos, en los que se suma la experiencia personal con la finura en el análisis de la obra y estilo de estos autores. No es la filología que se hace ahora, pero quizá la que debamos hacer en el futuro.

En la segunda, que Azorín dedica a Larra, el escritor reúne artículos que reflexionan sobre el concepto de España (y de Castilla), el problema de España, como se decía, desde el siglo XVI hasta finales del XIX, porque estaba ya embarcado en la construcción de su concepto noventayochista de la historia cultural de su época. En este libro está el mejor Azorín. El final de su Epílogo en Castilla, fechado en Nebreda en marzo de 1912, le define (y nos define):

No saldrá España de su marasmo secular mientras no haya millares y millares de hombres ávidos de conocer y comprender.

Siento que el alicantino acertara.
Vivanco ha demostrado finura y olfato en el regalo. Me gustaría corresponderle. Vaya, desde aquí, hasta que pueda, mi abrazo.

viernes, 25 de enero de 2008

Retrato del paseante sobre fondo azul en tres movimientos gráficos y texto.

El paseante, sobre fondo azul, piensa en Rubén Darío porque no se ve en otros azules aunque la edad le hace renquear a veces y se sorprende a sí mismo mezclando colores o mirándolos de otro modo. Quizá su vista ya no es lo que fue o los colores ya no responden al espectro en unos tiempos en los que hasta las leyes físicas parecen mudables. Si el rojo le lleva a la pasión y la sangre, el azul de Darío le conduce al misterio severo de la literatura. Pero Darío ponía puntos suspensivos al azul... y para extrañarlo más lo escribía azur, a la francesa. En realidad, el paseante prefiere aquel añil de su infancia, que tendía de azul a violeta y que su madre usaba en los tiempos en los que todo se hacía en casa. Es curiosa la fuerza de los recuerdos de las percepciones sensoriales. Los puntos suspensivos son la clave. Vaya, con ellos, la disolución en azul ligero.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Pausa carnal para unos días densos.

Cantaba Rubén Darío a la carne de la mujer como el alimento que da sentido a todo, en palabras sacrílegas -profanas- de tan misteriosamente sagradas:

¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla
-dijo Hugo-, ambrosía más bien, ¡oh maravilla!,
la vida se soporta,
tan doliente y tan corta,
solamente por eso:
¡roce, mordisco o beso
en ese pan divino
para el cual nuestra sangre es nuestro vino!

Desde Bécquer hemos aprendido que el poeta habla de poética cuando menciona el amor y el deseo, pero qué bien suenan, leídas en la acepción más física, estas palabras de Darío: roce, mordisco o beso. Hay mucho más en la relación amorosa, pero cómo se condensa la pasión en la sensación del labio que ansía acariciar la piel amada, que la muerde o la besa. La piel y la carne, por ejemplo, del cuello.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Ínclitas razas ubérrimas

¡América!
Qué fácil es revestirse de un traje cosido con conceptos vaciados como la cáscara de una nuez. Cualquier palabra, todos los sintagmas, han sido mil veces usados y significan más que sus definiciones meticulosas en un diccionario. ¡América, hispanidad, patria, madre patria, pueblos hermanos! Día de la raza se llamaba al 12 de octubre.
Todas las historias de todos los pueblos parten de la narración subjetiva de los desastres y de los éxitos que los han hecho ser en el presente. Igual que nos conquistaron, conquistamos. Igual que se justificaron, nos justificamos. Aquellos a quienes conquistamos, conquistaron.
¿Qué significa la Hispanidad en el siglo XXI? Nadie es propietario del marchamo de una lengua ni de una cultura. Y nadie debería fijar la definición de un concepto cultural según las ideas de un tiempo pasado o de sólo un sector de los afectados por él. O el pasado ejerce en nosotros una fuerza viva o sólo es materia de estudio. ¿Qué significa la Hispanidad en el siglo XXI? ¿Nos es útil aun?
Cuando se fijaron las raíces del concepto, España acababa de perder las últimas posesiones de ultramar en una absurda guerra contra la potencia de los nuevos tiempos, los EE.UU. Tan absurda que no convencía ni a los intelectuales a los que luego se les maldenominaría como Generación del 98. Las repúblicas americanas comenzaban a notar el peso de su poderoso vecino del Norte y muchos de sus pensadores y artistas volvieron la mirada hacia España y lo hispánico. Se modeló, con tópicos pero también con voluntad de esperanza y reconciliación un concepto que cantó, mejor que nadie, Rubén Darío en la (¡qué título más esclarecedor!) Salutación del optimista:

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,
espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!
Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos
lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos;
mágicas ondas de vida van renaciendo de pronto;
retrocede el olvido, retrocede engañada la muerte;
se anuncia un reino nuevo, feliz sibila sueña
y en la caja pandórica de que tantas desgracias surgieron
encontramos de súbito, talismática, pura, riente,
cual pudiera decirla en su verso Virgilio divino,
la divina reina de luz, ¡la celeste Esperanza!

Pálidas indolencias, desconfianzas fatales que a tumba
o a perpetuo presidio, condenasteis al noble entusiasmo,
ya veréis el salir del sol en un triunfo de liras,
mientras dos continentes, abonados de huesos gloriosos,
del Hércules antiguo la gran sombra soberbia evocando,
digan al orbe: la alta virtud resucita,
que a la hispana progenie hizo dueña de los siglos.


Se construía sobre el pasado, a partir de un sincretismo, una inspiración hacia el futuro que diera personalidad a los nuevos tiempos y un motivo de esperanza. Rubén Darío fue tejiendo con versos lo que era un pensamiento nuevo y abierto compartido por muchos a uno y otro lado del océano y lo definió contra el antónimo anglosajón en el poema en el que denunciaba la política norteamericana, tan ajena a lo que él amaba, en la oda A Roosevelt:

¡Es con voz de Biblia, o verso de Walt Whitman,
que habría que llegar hasta ti, Cazador!
¡Primitivo y moderno, sencillo y complicado,
con un algo de Washington y cuatro de Nemrod!
Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.


Ambos poemas pertenecen a Cantos de vida y esperanza (1905), ¡de vida y esperanza! En los versos de Darío había mucho de pensamiento ingenuo e inadaptado a los nuevos tiempos, pero recogía un proyecto de Hispanidad que hemos malbaratado perdidos como estamos en tópicos, festejos vacíos y apropiaciones ideológicas y partidistas de lo que nos constituye a todos. De lo que podría darnos entidad en un mundo que es bueno que sea plural y globalizado pero para cuya fusión debe procederse con lo mejor de cada uno.
¿Qué somos? ¿Qué aportamos?

martes, 28 de noviembre de 2006

Pegaso

"La vida es pura y bella", afirma el arriesgado jinete de Rubén Darío en su poema Pegaso de Cantos de Vida y Esperanza (1905). En este poemario, Rubén une la exaltación del Arte con la de la Hispanidad. Ambas las teje del mismo modo, a despecho de los creyentes en una generación del 98 enfrentada con el modernismo. Aunque no es el tipo de poesía que yo prefiero, cómo rehace su poema Venus. Donde había frustración y tristeza, donde había deseo pasivo, ahora estalla la energía:
domador del corcel de cascos de diamante,
voy en un gran volar, con la aurora por guía,
adelante en el vasto azur, siempre adelante!
Misión y condena del artista: la acción continua en busca de un imposible. Pero la energía de la búsqueda basta, aunque el deseo se frustre.

miércoles, 15 de noviembre de 2006

De prólogos y marcos

En El rey burgués. Cuento alegre, Rubén Darío pone un marco al cuento que suele no tenerse en cuenta al comentarlo. El autor lo adelgaza tanto que parece restarle importancia y los lectores poco avisados caen en el engaño. Esta lectura parcial conduce a una interpretación que convierte el texto en un cuento de navidad similar al de la cerillera. Qué poco y qué mal se leen los marcos narrativos o los prólogos. En mis clases todavía he de insistir en que Don Quijote, por ejemplo, no comienza en el primer capítulo sino en el Prólogo de Cervantes: «Desocupado lector: sin juramento (...)». Todos hemos cometido ese pecado: saltamos los prólogos que los autores ponen a su propia obra y lo que pensamos preliminares sin darnos cuenta de que amputamos los textos. Leamos bien a Darío y más ahora que parece no estar de moda: «¡Amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Un cuento alegre... así como para distraer las brumosas y grises melancolías, helo aquí: [...] ¡Oh, mi amigo! El cielo está opaco, el aire frío, el día triste. Flotan brumosas y grises melancolías... Pero ¡cuánto calienta el alma una frase, un apretón de manos a tiempo! ¡Hasta la vista!». Darío busca un receptor ideal, ése que no se salta nunca esas frases y les presta suficiente atención.