Mostrando entradas con la etiqueta Charles Dickens. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Charles Dickens. Mostrar todas las entradas

lunes, 26 de diciembre de 2016

Paparruchas


Almendros en flor. Las compañías eléctricas apuestan por celebrar la primavera en diciembre para ir en hora con el cambio climático.

Yo ya no soy de los que se entusiasman con las fiestas de estos días ni de los que las abominan. He tenido tiempos de ambas cosas. Del entusiasmo infantil y del gesto gruñón, de sumergirme en la felicidad de todos y de acusarlos de hipócritas y falsos. He pactado con mis propias faltas de consecuencia y calmado al Ebenezer Scrooge que todos llevamos dentro. No he necesitado que se me aparezcan los fantasmas. Dickens escribió su Cuento de Navidad precisamente por eso, para mostrarnos un ejemplo con el que no ser ni ingenuos ni gruñones. Y, sobre todo, para que nadie quiera dar lecciones a los demás sobre cómo vivir estos días. Ser feliz no significa que no tengas conciencia social y mostrar tu peor cara ante el mundo en estos días tampoco la garantiza. Hay un exceso de postura entre los que decretan la felicidad, también entre los que la niegan y con los que se la niegan. Pactar con uno mismo, con las fieras que cada uno lleva dentro para no resultar devorado o devorar al otro, es lo difícil. El mejor regalo de Navidad.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La Navidad es un género literario


La Navidad es un género literario que no admite posturas intermedias. O lo odias o lo amas, pero no podrá dejarte indiferente. Hoy no se lleva la Navidad triste pero si se repasan los cuentos tradicionales y los mejores textos literarios sobre la Navidad destacan en seguida aquellos que contienen la tristeza como materia moral para enfrentar al lector con su propia hipocresía. Incluso la primera narración navideña, toda la historia del nacimiento de Cristo contenida en los evangelios canónicos y en los apócrifos, tiene ese contenido: el nacimiento en un pesebre, la degollación de los inocentes y la huida a Egipto; es decir, la pobreza humilde pero digna, la injusta ira del poderoso atemorizado por el hijo de un carpintero y el sentimiento del desterrado. La felicidad que no depende del otro, el miedo del gobernante y no del gobernado, la huida como forma de resistencia.

La pequeña cerillera, de H. C. Andersen quizá sea el más triste de todos los cuentos tristes: una niña que para calentarse en una noche de fin de año enciende los fósforos que pueden darle de comer. Hoy, que no está de moda el cuento triste, nadie parece querer enfrentarse a ese momento en el que la niña, descalza y acurrucada en una calle llena de nieve, enciende, una a una, las cerillas. No hay más salida para ella que la que le da Andersen: la muerte y la esperanza en una vida eterna más justa porque en esta parece que no es posible la justicia para los marginados de la sociedad. Ni siquiera Charles Dickens llegó a tanto en su Canción de Navidad, puesto que permite al viejo y avaro Scrooge cambiar de vida. 

La tristeza, en estos días, se condensa también en el temor a que la felicidad se rompa en cualquier momento y se convierta en amago de tragedia, como en La gran familia, cuando Chencho se pierde. No hay mayor soledad que la del que está solo cuando hace frío y el resto del mundo se divierte. En esos casos el frío se palpa y quizá por eso no nos gusta sentirlo si no sabemos que todo terminará bien, que Cristo es el Hijo de Dios, que la cerillera vivirá en un cielo sin frío ni hambre junto a su abuela, que Scrooge aprenderá a sonreír y amar, que Chencho será encontrado. Quizá sea así, que necesitamos que alguien nos cuente en Navidad el cuento más triste del mundo pero solo si termina bien porque ya está la vida para darnos otros finales.

Me gustaría contaros un cuento alegre de invierno que no oculte la realidad ni la disfrace de tonos pasteles, en el que la felicidad no nazca de la compasión del poderoso ni de su limosna, ni de las cifras de la tarjeta de crédito, una felicidad que sea la mejor forma de resistir a la injusticia y a las medidas que aumentan la desigualdad, una felicidad que sea la espoleta de la resistencia y el cambio y no la dormidera que nos ciega. Porque de tristeza tenemos ya la saca de los regalos llena, de una tristeza impuesta, gris y pegajosa, que nos han echado encima para que caminemos de forma lenta y no veamos ni oigamos ni gritemos ni riamos. Pero ese cuento debe comenzar siempre con la sensación del frío que hace en las casas o en las calles cuando uno está solo y debe quemar, uno a uno, los fósforos para calentarse.