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martes, 25 de mayo de 2021

Extraña devoción. De reliquias y relicarios

 

La costumbre de acumular reliquias y usarlas con superstición o interés económico y de posicionamiento social, acompaña a los seres humanos desde sus orígenes. Ocurre todavía: objetos que pertenecieron a personajes famosos, prendas o cabello de los seres queridos, el pañuelo perfumado de un antiguo amor o una botella con agua del Jordán. Los fans arrancan los botones o mechones a sus cantantes favoritos, los seguidores de un futbolista pagan lo que sea por una camiseta con el número con el que juega habitualmente, hay quien conserva en una urna una bola de tenis que llegó a las gradas después de que fuera golpeada por la raqueta de Nadal. A su alrededor, surge un inevitable comercio y un tráfico de objetos falsos. Si en lo más banal de nuestras vidas sucede, en los espacios de las creencias todas las culturas veneran restos humanos y objetos que se relacionan con personajes venerables o con acontecimientos históricos, ciertos o no, desde la momia de Lenin hasta la tumba del Apóstol Santiago, la Campana de la Libertad de Filadelfia o un diente de Buda, como si esas reliquias reforzaran un mensaje espiritual o ideológico.

La exposición Extraña devoción. De reliquias y relicarios que puede verse en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid hasta el próximo 22 de agosto, nos muestra la tradición de las reliquias en la religión católica (recomiendo descargar el dossier de prensa aquí). Se abre con un conocido grabado de Goya del que se toma el título y la perspectiva inicial, una puerta que sitúa desde el inicio al espectador en la propuesta en una mirada crítica o, cuanto menos, perpleja, a partir de la cual meditar. Reúne piezas de varias colecciones y tiene como objeto reflexionar sobre la importancia de este fenómeno de las reliquias para la sociedad y el arte del barroco, pero poniéndolo en relación también con nuestro mundo. Tras la reforma protestante y la posterior contrarreforma tridentina, poseer una reliquia cobró un nuevo sentido, puesto que, además de la veneración a los santos de los que procedían las reliquias, suponía toda una afirmación religiosa frente a la contestación luterana, incluyendo en el catálogo aquellas que fueron ultrajadas por quienes las rechazaban, aunque no tuvieran más origen que ese, el ultraje.

Dentro del catolicismo hubo voces importantes que tomaron posición contraria a esta manifestación del fervor religioso. El más importante de todos, Erasmo de Rotterdam. El erasmismo fue muy crítico, pero también dentro de corrientes más ortodoxas y nada conflictivas con el papado, se sometía a crítica y burla la proliferación de las reliquias y se advertía sobre el tráfico de falsificaciones, promoviendo una religión más íntima y espiritual. Normalmente prestamos más atención al extremo fervoroso que a las muchas voces razonables que se opusieron a su extensión. Ya en el siglo XVIII alguien como Benito Jerónimo Feijoo dedicó un buen puñado de páginas contra la superstición que escondían, pero tuvo que contar con la protección real para evitarse problemas.

Poseer una reliquia era manifestación de importancia y si esta tenía certificación de verdadera (que también se podía falsificar), más aún. Sobre la sinceridad de la fe se superponía el poder, el prestigio, la posición social y hasta la ganancia económica que suponía para su propietario, fuera este un individuo, una familia o una institución religiosa. Los grandes nobles procuraban acumularlas, los conventos y las iglesias las exhibían y catalogaban con tablas de reliquias en las que se listaban. Se medía mucho el impacto buscado en la exhibición de la reliquia: se mostraba, pero no del todo y no siempre, para que no perdiera parte de su condición secreta y se conservaba para ello en objetos que revelaban su pretendida importancia. Estuches de oro y plata, esculturas de madera policromada obra de los mejores artistas del momento, muebles de las mejores maderas confeccionados por artesanos de prestigio... Decenas de miles de ejemplos de todo tipo de huesos, sangre, cabellos, ropas, objetos que tocaron las reliquias originales o que proceden de los lugares en los que se conservan, imitaciones que se vendían como hoy los recuerdos de los lugares santos, cuadros que solo por representarlos adquirían parte de la condición sagrada, etc. No importaba que el mismo exceso supusiera la principal causa de su descrédito o que en muchos de los listados expuestos el santo o santa figurara como desconocido o que se resolviera que una reliquia en concreto se demostrara falsa. La fe es ciega por definición y no se somete a la razón.

La exposición, como es habitual en este Museo, está bien montada y resulta atractiva. Hay piezas notables y otras elegidas por su condición didáctica, para dar cuenta de la variedad de la cuestión. Sin embargo, le falta algo, una necesaria mirada decididamente moderna a estos objetos, como si los comisarios no se hubieran atrevido a ir un poco más allá de lo esperable, de lo que cualquiera hubiera hecho de disponer de estas mismas piezas. Falta una contextualización mayor dentro del mundo del arte, falta una mayor profundización en la visión crítica que ya se dio dentro de la misma iglesia católica en aquellos tiempos (está meramente apuntada), falta poner de mayor relevancia  con ejemplos concretos el interés de prestigio social que suponía o la importancia económica del tráfico de reliquias y relicarios sin importar que fueran descaradamente falsas las primeras, falta la verdadera espiritualidad que podía promover el contacto con una reliquia. Sin esto, Extraña devoción es una exposición interesante, pero previsible y no sorprendente, sin la altura sobresaliente e inolvidable que han tenido anteriores exposiciones en este Museo.

En un museo, estos relicarios adquieren una nueva condición, la de objetos artísticos. Despojados de su condición sagrada, los contemplamos como ejemplos de un mundo que nos parece lejano, aunque basta con salir a la calle tras la visita a la exposición para darnos cuenta de cuánto es similar al nuestro.

martes, 13 de septiembre de 2016

Últimos fuegos góticos. Escultura alemana del Bode Museum de Berlín en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid


Una de las más interesantes exposiciones que he visto en los últimos meses es esta, Últimos fuegos góticos. Escultura alemana del Bode Museum de Berlín (Palacio de Villena del Museo Nacional de Escultura de Valladolid hasta el 6 de noviembre). Como casi todas las exposiciones temporales de los últimos años en esta notable institución, no se trata solo de exponer un conjunto de obras más o menos armoniosas en estilo o temática, sino de investigar y proponer una lectura nueva de piezas que quizá se conozcan previamente. Y el mayor logro es hacerlo de forma didáctica y entretenida en un espacio que se ambienta, ilumina e ilustra con paneles de forma ejemplar. Pocos reproches se pueden poner a la idea y a la ejecución. Ojalá cundiera el ejemplo.

Esta exposición nos lleva a un tiempo central en la escultura gótica alemana, hacia 1500. La delicadeza de las tallas, sus gestos y calidad técnica emocionan a quien las contempla. Al espectador mediterráneo lo primero que le sorprende es eso, la delicadeza en la talla proporcionada por la textura  y el color de la madera del tilo y un distanciamiento de la crudeza en la expresión del dolor que tan presente está en la escultura española de los mismos tiempos. Pero la exposición no se queda ahí, sino que nos lleva hasta el final de este tipo de escultura mayoritariamente religiosa, hacia el momento en el que, a partir de 1520, la reforma luterana comenzó su crítica y ataque al arte que retrataba a la divinidad o la extensa nómina de santos y mártires. Cuando uno contempla estas tallas tan carnales comprende -un tanto irónico- que al celo y ceño de los reformistas les pudiera preocupar la deriva de este arte, no solo su significado religioso o espiritual. De hecho, las prohibiciones y persecuciones que se desataron contra las tallas religiosas están detrás del crecimiento del arte burgués. Los artistas vieron cambiar los encargos, que ahora procedían de las familias pudientes y no de conventos o iglesias. Estos buscaban retratos de los miembros de sus familias o un tipo de arte decorativo con temática clásica pero formas que recordaban mucho a las tallas religiosas precedentes. Hay un momento en el que podemos confundir la figuración de una santa con la de una joven burguesa hermosa y sensual.  Y eso es lo que más me ha interesado de esta exposición. Esa conversión de los artistas ante los nuevos mecenas de los que recibían los encargos, su adaptación a los nuevos tiempos y lo que impulsaron estos. Y gracias a ello la aparición de un arte alejado de lo espiritual, más humano y apropiado para esa época que se abría, que en el mundo católico tardaría mucho en aparecer y que tuvo en él mucha menos extensión y profundidad.

Si puede, no se pierda esta exposición. Disfrutará, aprenderá y se emocionará con la sensibilidad de estos artistas. Le recomiendo que se descargue el dossier de prensa de la exposición para apreciar en imágenes lo que nos propone.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro


Merece la pena acercarse a esta exposición (Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro, en el Palacio de Villena del Museo Nacional de Escultura de Valladolid hasta el 12 de octubre, aconsejo descargarse el dossier de la exposición en este enlace). Por varias razones: todo lo expuesto son piezas de enorme valor artístico (Rubens, Ribera, Velázquez, Durero, etc.), la exposición está montada inmejorablemente y muy bien explicada y, por último, contribuye a la mejor comprensión de la temática porque no pretende solo exponer sino también investigar y suscitar nuevas preguntas (cosa que es una de las constantes más relevantes de las últimas exposiciones de este Museo).

La melancolía fue definida en la antigüedad grecolatina y diagnosticada como enfermedad y -a la vez- característica de los seres humanos más geniales, creativos y con capacidad de liderazgo. En el Renacimiento y en el Barroco se abordó en los tratados médicos y fue llevada constantemente a todas las artes. En la literatura, Calixto, Hamlet o don Quijote son ejemplos de personajes aquejados de melancolía. En las artes plásticas generó una iconografía propia, fácilmente reconocible. Santa Teresa -melancólica ella misma- insistía en que debía tratarse duramente la tendencia a la melancolía en cuanto se detectara en las monjas de sus conventos. Quizá por eso tuvo una actividad febril durante muchos años de su vida, porque reconocía en ella misma los síntomas.

No solo se veía como algo individual. Ya en el Siglo de Oro se generalizó la idea de que España era un país melancólico y que de ahí le venían tanto sus grandezas -las grandes hazañas históricas y su escaso sentido práctico- como sus debilidades -cierta tendencia al abandono-. De esa misma raíz podía salir tanto la picaresca como la mística. De hecho, una de las perspectivas más acertadas de esta exposición es explicar buena parte del arte religioso del Siglo de Oro a partir del concepto de la melancolía, incluso el tratamiento de Cristo como un individuo con todas las características del ser melancólico.

Como tantas cosas del Siglo de Oro español, la reflexión obsesiva sobre los efectos de la melancolía culmina en la visión del cráneo descarnado como el último refugio del ser humano, la gran interrogación sobre su vida y la aceptación de que la cuna y la sepultura están íntimamente ligadas para dimensionarlo todo. Sale uno de esta exposición por una parte sobrecogido por la dedicación obsesiva del arte de aquellos tiempos a este tema y por otra con las ideas más claras sobre cómo una nación entera puede encerrarse tanto en sus males sin que nadie hiciera lo posible para remediarlos. No creo que esto fuera la intención de la comisaria de la exposición, pero es una de las derivadas más interesantes.



sábado, 2 de noviembre de 2013

Instante blanco de Bernardí Roig. Intervención en el Museo Nacional de Escultura


La distorsión creada por las obras de Bernardí Roig en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid (Instante blanco, hasta el 12 de enero) coloca al visitante en una inevitable sorpresa de la que saldrá, si sabe aprovecharla, con una grieta que le ayudará a comprender mejor varios conceptos del arte de todos los tiempos pero, especialmente, el contemporáneo. Es de alabar la valentía de la dirección de este Museo al ofrecernos esta sopresa. En una colección que lleva tantos años formalizada se introduce un elemento perturbador que nos provoca una nueva y necesaria mirada. Evidentemente, este juego solo puede ser temporal y no recomiendo visitar por primera vez el Museo ahora. Una apuesta de este tipo solo pueden comprenderla mejor -o rechazarla- los asiduos de la colección con la que se dialoga.

Las esculturas de Bernardí Roig que componen esta intervención suya en el Museo son blancas a partir de una cita del Fausto de Goethe: el tiempo se ha detenido en un momento, la luz se ha coagulado en blanco. Y ese momento es el que nos ofrece en toda su intensidad. Sólo una de ellas tiene unos motivos que recuerdan el traje de un arlequín -lo que refuerza su carácter de juego con el entorno-. Tanto el aspecto de estas obras como su blancura y su posición en el espacio de las salas del Museo establecen un diálogo continuo no sólo con el resto de las piezas expuestas sino, sobre todo, con el propio espectador. Ha querido resaltar el artista la contemporaneidad de la colección del Museo y lo consigue puesto que con su intervención la aleja radicalmente de la museística tradicional. El que entre estos días en el Museo buscando un arte de hace siglos quedará desconcertado. Puede incluso que rechace lo que ve o que le parezca meramente anecdótico si se cierra a su propia circunstancia en el Museo y no quiere comprender que todo espacio expositivo cuenta una historia interesada, un argumento que nos limita y que conviene ser revisado cada cierto tiempo para ofrecer nuevas realidades.

La intervención no solo se encuentra en las Salas del Colegio de San Gregorio sino que se extienden a dos espacios poco conocidos del Museo y que deberían ponerse en valor: el jardín y la cercana Casa del Sol. En esta se encuentra una desconocida pero valiosa colección de copias de obras clásicas realizada a finales del siglo XIX. Allí las tres piezas expuestas de Bernardí Roig proponen un matiz nuevo al contrastar lo clásico y lo moderno, la copia y el original.

Otra cosa de alabar es la excelente información ofrecida en la página del Museo en Internet, que contiene todo lo necesario para comprender la exposición y que recomiendo consultar con detenimiento en este enlace.

martes, 21 de mayo de 2013

Diálogos de lo sagrado



Hay una predisposición en la historia del ser humano, en todas sus culturas, a relacionarse con lo sobrenatural. Hubo un momento, en el mito, en el que esta relación se trasformó en diálogo. Evidentemente, este diálogo no se establece en igualdad de condiciones: el ser humano se siente inferior frente a una fuerza que lo sobrepasa, que puede disponer de su vida o de su muerte (por capricho, por castigo, por premio). A veces, ni siquiera es un diálogo, sino un monólogo. En muchas religiones, el silencio del dios es una de sus características. Por eso aparecen elementos mediadores que intentan aliviarlo: demiurgos, semidioses, santos. En el cristianismo, a partir de la afirmación de la adoración mariana como una de las bases de la fe católica, este papel correspondió a la Virgen María, que ampara a los creyentes e intercede por ellos. El hecho de que el ser humano pase de ser mero objeto de las fuerzas de los dioses a establecer un diálogo con ellas a partir de ofrendas, oraciones o, como sucede en el cristianismo moderno, la interpelación directa a la divinidad, es un avance en la afirmación de su identidad, de la conciencia de ser. El ser humano cree que puede hacer que su dios le haga caso, bien a través de las ofrendas de otras vidas humanas, sacrificios de animales, oraciones, amuletos o comportamientos morales. Ese paso hizo crecer a la Humanidad aunque aún le subordinara a un poder sobrenatural: medirse con la divinidad y retratarla con imágenes alegóricas que la objetivaban para hacerla más cercana permitían, aunque parezca paradójico, crecer la dignidad del ser humano hasta que fue capaz de encontrarla en sí mismo sin necesidad de recurrir a elementos externos, cosa que ocurrió especialmente a partir del siglo XVIII. Este diálogo todavía es necesario para una gran parte de la población mundial, especialmente en tiempos en los que el ser humano está siendo sometido a convulsiones que parecen querer rebajar la dignidad del individuo y parecen socavados todos los elementos constitutivos de la modernidad.

En gran medida, este es el núcleo central de la exposición Diálogos de lo sagrado (Palacio de Villena del Museo de Escultura, Valladolid, hasta el 30 de junio) que contiene, a su vez, otra particularidad. La exposición se ha montado con piezas de varios museos de la ciudad. Esta proximidad -en la misma sala y visitando directamente los museos que se encuentran a pocos minutos unos de otros: Museo Nacional de Escultura, Museo Oriental, Fundación Jiménez-Arellano de la Universidad de Valladolid y Casa de la Indida- permite que veamos piezas procedentes de varias culturas y comparemos cómo en ellas se ha establecido este diálogo, sus similitudes y sus diferencias. Es interesante cotejarlas y sorprendente cómo en cada cultura se buscan soluciones iguales pero también diferentes a la misma necesidad de preguntas. Y también constatar la simbiosis que en ocasiones se produce entre ellas.

La muestra tiene lagunas evidentes pero disculpables que proceden de su mismo diseño. No es ambiciosa y busca las piezas en los museos de la ciudad -todos ellos de indudable interés-, lo que limita la dimensión de lo exhibido y comparado aquí a los fondos con los que cuentan. Pero todo lo que se muestra se hace con indudable gusto, lo que permite un recorrido agradable en el que se une el interés artístico y la meditación sobre el fondo temático. Es un perfecto ejemplo de lo que puede hacerse en tiempos de crisis como los actuales: buscar en lo cercano la cooperación para ofrecer una nueva lectura de piezas ya visitadas o promover el deseo de visitar los museos que aquí colaboran. A veces no hay que ir demasiado lejos ni gastarse el dinero que se derrochaba en los tiempos de abundancia para hacer algo tan digno como esto.. Se acompaña de un video de indudable interés.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Lo sagrado hecho real


Tras pasar por la National Gallery de Londres y la National Gallery of Art de Washington, se muestra en Valladolid Lo sagrado hecho real, exposición en la que no sólo dialogan entre sí las piezas exhibidas sino que también lo hacen con su vecino Museo Nacional Colegio de San Gregorio, del que hablábamos ayer. De hecho, se encuentra en uno de los edificios del Museo, el Palacio de los Villena y varias de las piezas proceden de su colección permanente.

Salí asombrado: la propuesta de la exposición es brillante, la realización también. Un conjunto impresionante de obras maestras de Francisco Pacheco, Juan de Mesa, Francisco de Zurbarán, Alonso Cano, Diego Velázquez, Pedro de Mena, Gregorio Fernández, José de Ribera, etc. Una exposición que parte de una investigación profunda sobre el arte español de los siglos XVI y XVII y un elegante sentido de la divulgación.

La exposición aborda cómo los pintores y escultores españoles de los Siglos de Oro trabajaron la temática religiosa desde el más impresionante y crudo realismo para aproximarla a toda la población y conseguir emocionarla y sobrecogerla. Sin duda, había un meditado interés por la catequesis y propaganda de la religión católica tal y como se difundía desde las corrientes más ortodoxas de la iglesia, pero esta intención no hubiera tenido éxito sin la magistral realización técnica de los artistas, que elevaron el arte religioso español del momento a una altura inigualable y sorprendentemente actual, aunque ahora nuestra visión de la religión sea muy diferente a la que en su día impulsó estas obras: basta con ver los cuadros expuestos de Zurbarán o las piezas de Gregorio Fernández para apreciar la proximidad y la lejanía.

La tesis de partida de la exposición es muy sugerente: la importancia de la escultura en madera policromada y la organización del trabajo gremial en los talleres que las fabricaban, propició la aparición del profesional que se dedicaba a pintarlas y del que muchas veces no sabemos su nombre aunque de su trabajo resultara, en gran medida, el éxito del aspecto final de la talla. Algunos de los más importantes pintores del momento comenzaron su trabajo en este oficio. Este aprendizaje, el estímulo de las tallas y su impacto en el gusto de la época, supuso que la pintura española dialogara con este tipo de escultura y buscara un efecto tridimensional a partir del trabajo del cuerpo de los protagonistas y su relación con la luz y algunos elementos arquitectónicos, todo ello muy similar a lo que hallamos en las piezas esculpidas por los grandes artistas del momento y los lugares en los que se exhibían. La comunidad de temas y motivos es otro elemento notable.

Esta exposición ha conseguido dotar de una nueva mirada los aspectos básicos del arte del siglo XVII en el que, para lograr los efectos buscados en el espectador, se mezclan por igual los extremos más crueles con los más sutiles, el mayor dolor y la atracción por el cuerpo con una carga indudablemente erótica que hace que estas piezas atraigan nuestra mirada a pesar de la crueldad de muchos temas representados sin ahorrar detalles (heridas sangrantes, posiciones de dolor pero también un delicado tratamiento de los pliegues, de la piel, etc.): una lección de cómo los autores tenían una alta conciencia de la recepción del arte.

La disposición de las piezas y el medido número que se expone para que no abrume, (una visita rápida no dura más de media hora pero recomiendo detenerse en cada obra con calma) su correcto argumento, la extraordinariamente adecuada iluminación y ambiente logrado, todo hace de esta exposición una visita obligada.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Museo Nacional Colegio de San Gregorio


Debía una visita a este Museo desde su reapertura en 2009 tras varios años cerrado por la rehabilitación del edificio. Pero me daba miedo: el antiguo Museo Nacional de Escultura, hoy Museo Nacional Colegio de San Gregorio, significaba muchas cosas para mí. En primer lugar, una referencia en el urbanismo vallisoletano, puesto que se encuentra en una de las pocas zonas conservadas de lo que fue el casco histórico de la ciudad, tan castigado por la desidida y la especulación urbanística y que sólo ha comenzado a lavar su aspecto desde hace un par de décadas con la peatonalización de muchas calles, la rehabilitación de edificios históricos y su recuperación para la vida ciudadana. Todo ello ha contribuido a una transformación radical de la ciudad y de las sensaciones que reciben sus visitantes.

Me daba miedo: durante años tuve una relación extraña con el edificio y la colección de obras que albergaba. Por una parte, la calidad de todo el conjunto siempre me atraía y ni siquiera las visitas rutinarias por cuestiones de trabajo (durante años mostré el Museo como guía a estudiantes extranjeros) o amistad (era un lugar obligado para enseñar a todos los amigos que pasaban por la ciiudad) disminuían mi interés y asombro. Pero hubo un tiempo que polemicé vivamente con la ideología que subyace en todo el Museo y ese debate conmigo mismo me impedía disfrutarlo plenamente.

Por una parte, el edificio -una obra maestra de la arquitectura española de finales del siglo XV y por sí solo merecedor de una visita- fue sede de los estudios teológicos españoles más importantes del siglo XVI, dirigida por los dominicos, a quien pertenecía toda la manzana, incluida la monumental iglesia de San Pablo.

En él se dio el famoso debate sobre la licitud de la colonización de América por los españoles, la llamada Junta de Valladolid. Durante mucho tiempo se contó cómo terminó venciendo un sentido de la caridad y se continuó la colonización para salvar las almas de los indígenas, a los que había que cristianizar. Una visión muy edulcorada de la historia, sin duda.

A pesar de todo, es indiscutible la calidad y altura teórica del debate tanto en los aspectos teológicos como en la defensa de las tesis que constituyeron las leyes internacionales y los principios de los derechos del ser humano (auque todavía no los del ciudadano, por supuesto), muy superior y muy anterior al que se dio en otras naciones. Algunas de las tesis mantenidas por los clérigos españoles del XVI subyacen en el movimiento antiesclavista británico de finales del siglo XVIII, herencia no siempre reconocida, o en las leyes que rigen los derechos más avanzados en las relaciones entre naciones.

Es curioso el desconocimiento que tenemos hoy del pensamiento español del siglo XVI: como si la Contrarreforma hubiera barrido la excelencia y modernidad que se dio en la Península antes de ella.

El edificio es un estandarte del impulso imperial: desde su concepción hasta el escudo central de su fachada, presidido por el simbolismo del granado. El Imperio nacía y se construía como el primero con sentido moderno del mundo y este escudo y toda la fachada lo demuestran.

Por otro lado, la colección de obras que alberga, que muestra mejor que ninguna otra el sentido de la religión católica en la España de los siglos XVI y XVII y todo su componente espiritual, didáctico, social, propagandístico y dramático con un fin claro de catequesis. Durante siglos, los españoles formaron su carácter y concepción de la religión y la posición que en ella ocupaba el reino de España mirando estas esculturas, relieves y pinturas casi a diario. Regían toda su vida de una forma excluyente. En aquellos siglos, los artistas españoles eran contratados casi de forma exclusiva para realizar obras de carácter religioso.

Pero por mucho que pudiera rechazar el carácter ideológico de estas obras, siempre quedaba la calidad asombrosa de las piezas mostradas en el Museo, en especial las realizadas en madera policromada -es el mejor Museo del mundo en este arte-. Todas ellas, pero en especial las piezas de Juan de Juni o de Gregorio Fernández, tan perfectas técnicamente que asombran siempre.

La historia del Museo es también interesante. Nació tras la Desamortización, con el fruto de los bienes que pasaron al patrimonio nacional. Su primera sede fue otro gran edificio de Valladolid: el Colegio de Santa Cruz. Fue la II República la que le dio carácter de Museo Nacional en 1933 y lo instaló en su sede actual. Del origen inicial de la colección se entiende que la visita al Museo deba completarse con el recorrido por la iglesia de San Benito, a la que pertenecía la extraordinaria sillería del coro y el retablo que hoy se contemplan en el Museo.

Si se le suma a todo ello la contemplación de las obras de Gregorio Fernández conservadas en la iglesia de la Vera Cruz y la Virgen de Juan de Juni de la iglesia de las Angustias más el Ecce Homo de Gregorio Fernández conservado en el Museo Diocesano, el visitante habrá disfrutado de la mejor lección de arte barroco español que se pueda imaginar en un solo día y recorriendo unos pocos cientos de metros.

He vuelto al Museo hace unos días. De mis temores queda la racionalización de lo que significa este arte, pero predomina el asombro ante el espectáculo de la calidad técnica de unas piezas inmejorables que no hubieran sido posibles sin el componente espiritual, ideológico y político que las hizo posibles.

Me ha gustado mucho la rehabilitación del edificio. Me gusta también la forma de exponer la colección permanente: más moderna, más clara, más natural. Quizá alguna pieza -el Cristo yacente de Gregorio Fernández- ha perdido el dramatismo impresionante que tenía en su antigua ubicación, pero se entiende mejor en su lugar actual y deja ver con más sosiego su calidad técnica al reducir la impresión sobrecogedora que se recibía antes.