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martes, 12 de junio de 2012

Yerma, de Federico García Lorca, dirigida por Miguel Narros


El sábado 19 de mayo vi en el Teatro Zorrilla de Valladolid el montaje que Miguel Narros propone de Yerma, poema trágíco en tres actos y seis cuadros de Federico García Lorca estrenado en el madrileño teatro Español en 1934 por la actiz Margarita Xirgú. Desde entonces he dado muchas vueltas a cómo afrontar esta reseña. En el montaje de la obra Narros ofrece algo contrario a lo que promete en sus Notas del director. A pesar de que afirma volver al Lorca más puro -cosa que suelen asegurar muchos directores como si quisieran borrar de un plumazo toda la tradición que ha llegado hasta ellos, viéndose a sí mismos como los restauradores de la idea original del autor-, yo no vi a Lorca más que alguna vez en esta propuesta. En las ruedas de prensa, la protagonista, Silvia Marsó ha sido más sincera y ha confesado la verdadera intención de Narros o, al menos, lo que ella ha entendido de las explicaciones del director: hacer del drama de la protagonista algo más cercano al espectador. O sea, montar una tragedia sin tragedia, es decir, un Lorca sin Lorca. En el momento en que a Yerma se le quita la tragedia -que la hace atemporal y universal-, y se la aproxima a la realidad del espectador, la obra se cae hoy en día: nadie puede comprender el drama de la infertilidad de esta mujer en el mundo actual si  no se conserva el sentido del mito que inspira toda tragedia. De ahí los principales cambios que Narros introduce en Yerma: explicitar demasiado el conflicto haciéndolo tan evidente que se simplifica. Así, Juan, el marido, tan rico en matices en la obra lorquiana -pero de esos matices que son de todo menos evidentes- se convierte en un desaforado maltratador en algunas escenas en las que sus reacciones son demasiado bruscas, las cuñadas se convierten poco menos que en guiñoles y algunas de las lavanderas son tratadas como si fueran personajes graciosos del teatro barroco o del mundo del sainete. Efectivamente: se hace la obra más cercana, pero se mata el misterio de la tragedia. Primera consecuencia: el público se ríe en momentos trágicos porque se les pone en primer plano a estos personajes que han sido tratados con una comicidad evidente y cómplice. Segunda consecuencia: el ritmo poético se ve truncado porque el lirismo necesita delicadeza, no simplificación. Tercera consecuencia: nadie entiende que Yerma no se escapara con el ganadero, cosa que a nadie se le ocurre cuando en vez de a Narros se ve a Lorca.

Hay otra consecuencia más. Los actores están fuera de tono. Quizá porque alguno de ellos no sirva para la tragedia, pero la responsabilidad de la elección del reparto es de Narros, no suya. Silvia Marsó (Yerma) y Marcial Álvarez (Juan, su marido), pasan de un lirismo que no lo parece a gritos en los momentos dramáticos en los que arriesgan su garganta. La tragedia no consiste en eso: no hace falta gritar en ella. Más contenido y en su papel está Iván Hermes (Víctor). Los demás se limitan a cumplir con lo que les ha dicho el director y en eso están toda la función.

Es una lástima que no pueda verse una tragedia como tragedia. Quizá Narros piense que el público no está preparado o que no hay hoy actores en España capaces de hacer una Yerma trágica. Lo dudo. Quizá es, simplemente, que quería dejar su sello en un montaje que tiene pretensiones de convertirse en clásico pero al que le falta mucho para conseguirlo.

Donde sí es todo acierto es en la escenografía, que merece pasar como un ejemplo de bien hacer. Posiblemente una de las mejores que yo haya visto sobre una obra de Lorca. Esto y la música de Enrique Morente es lo más destacable de este montaje.

Un apunte más. La obra, que se había estrenado poco antes en Murcia, estaba mal rodada cuando yo la vi en Valladolid y se percibían fallos evidentes en el ritmo y, en algún momento, se hacía pesada por lo larga dadas las caídas de interés. Va siendo un hábito criticable que las compañías rueden las producciones por provincias antes de llegar a Madrid. Responde a una vieja tradición: antiguamente se elegían ciudades con tradición teatral para probar los montajes. Ahora, esta tradición se ha convertido en una forma de hacer ensayos generales pagados por un público al que asiste el mismo derecho que el de los locales madrileños. Puestos a elegir, a uno le parece mejor la otra tradición: que se ensayen bien las obras, se monten en Madrid y luego salgan a hacer bolos por povincias con la obra ya bien rodada.