Hay en Montánchez uno de los cementerios más hermosos de España, al pie del castillo. También hay buen jamón y otras cosas de sustancia, pero de eso no hablo hoy. Llegar al pueblo desde la antigua carretera nacional, desviándose en el Cruce de las Herrerías nos sitúa ante un paisaje que no esperamos, como si alguien se hubiera inventado, de pronto, un decorado. Pero no, allí está incluso para los que no se esperan tanta sorpresa.
Los cementerios no son hermosos para sus muertos, sino para los vivos. Visitar un cementerio no es nunca visitar a los muertos cuyos cadáveres reposan en él sino a sus vivos. Hay quien nunca pisará un cementerio pero también hay un curioso turismo funerario. Decía Unamuno que para conocer a una ciudad hay que subirse a la torre más alta y pasearse entre las tumbas del cementerio. En Montánchez ambas cosas están cerca. Desde el castillo se domina toda la planicie. Allí se refugió de los almorávides uno de los últimos príncipes de la dinastía aftasí, que reinara en la taifa de Badajoz. No me extraña. El conjunto es imponente.
Este territorio tiene una historia interesante, que debería conocerse mejor. En general, toda Extremadura, que cuanto más se conoce más se ama. ¿Qué pensaría el príncipe aftasí en la torre de ese castillo? ¿En sus antepasados bereberes? Aliado con el reino cristiano de León, al que pagaba las parias correspondientes para que lo protegiera del resto de los reinos musulmanes y no lo invadiera, el príncipe miraba, tal vez solo, la puesta de sol en el horizonte lejano. Púrpura al final de la tarde.