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domingo, 1 de marzo de 2015

El grito en el cielo de La Zaranda


El pasado día 7 de febrero asistí, en el LAVA de Valladolid, a la representación de El grito en el cielo, la última propuesta de La Zaranda, teatro inestable de Andalucía la Baja cuyos componentes han querido dedicar al recientemente fallecido Juan Sánchez, mejor dicho, Juan de la Zaranda. La compañía, que va camino de cumplir cuarenta años (se fundó en 1978), ha consolidado un propio lenguaje estético que aún guarda mucho de lo que supuso el nacimiento del Teatro Independiente en España a finales del franquismo. Es reconocible esta fidelidad no negada a sus inicios, como es también reconocible la capacidad constante de experimentación a partir de esa esencia e impulso, que no traicionan. El teatro, para La Zaranda, es un camino de creación colectiva en la que también se integra al público, que siempre sale de sus espectáculos con el murmullo de las preguntas no respondidas al ser interpelado directamente por lo que ha visto en la función, una construcción en permanente provisionalidad -de ahí que conserven la calificación de inestable para su propia compañía-, tanto en su estética como en la fragmentariedad de sus obras, en la que no solo es lícito sino necesario jugar intertextualmente con sus propuestas anteriores porque todas ellas son parte de un mismo camino en el arte. De ahí que asistir a una obra de La Zaranda es asistir también, en buena medida, a todas las anteriores o, por lo menos, a buena parte de ellas. En esta ocasión, explícitamente, porque El grito en el cielo se propone hermanada a su obra anterior, El régimen del pienso, también comentada aquí y con ella comparte la visión del absurdo del mundo, la denuncia de la estructura kafkiana del poder y la sociedad, la necesidad del despertar individual y colectivo frente a lo establecido, la propuesta de una escenografía mínima y unos movimientos torpes de los personajes en su lucha con los objetos, un cierto sentido carnavalesco en el humor incluso en los momentos más trágicos, etc. Y el excepcional uso de la música (aquí, por ejemplo, sobrecoge el Tanhaüser deWagner pero también su mezcla con los mambos de Pérez Prado).

La obra nació como propuesta de Ensayo abierto el pasado mes de agosto en residencia artística en la Bienal de Venecia y fue estrenada el 8 de noviembre en el Temporada Alta Festival de Tardor de Catalunya. Desde entonces se encuentra en gira exitosa por toda España y en este mes de marzo recalará en el Teatro Principal de Burgos. A partir del texto inicial de Eusebio Calonge y la dirección escénica de Paco de la Zaranda cuenta con Gaspar Campuzano, Enrique Bustos y Francisco Sánchez, a los que se suman en esta ocasión Celia Bermejo y Iosune Onraita. Como es habitual en esta compañía, el intenso sentido colectivo del trabajo actoral impide resaltar a unos por encima de otros porque todos ellos responden escrupulosamente a lo buscado.

El grito en el cielo tiene mucho de auto sacramental, una sensación que se agudiza en el final abierto que puede interpretarse de varias maneras pero también como encuentro con una trascendencia más allá de la muerte a partir del despertar de la voluntad y un esfuerzo colectivo de búsqueda. De la misma manera este final podría interpretarse, con los mismos argumentos, como un autoengaño de trascendencia a partir de esa misma búsqueda colectiva. Porque lo importante de El grito en el cielo no es su final, por mucho que los espectadores busquen su propio sosiego o inquietud en él, sino todo lo que nos lleva a él. De hecho, el espectador sale con más preguntas que respuestas de esta función.

El grito en el cielo se ambienta en un geriátrico. Un grupo de ancianos espera la muerte entre terapias que los infantilizan intentando conservarlos activos y fármacos que calman sus dolores físicos y los anestesian de sus preocupaciones anímicas. Cada uno de ellos reacciona de una manera ante estas terapias pero cuando comienzan a cuestionarse su mansedumbre ante las mismas se despierta un sentido individual pero también colectivo de búsqueda de su voluntad a la hora de decidir ese último trayecto de sus biografías. Saltan, entonces, a una especie de rebeldía que consiste, precisamente, en huir de lo marcado por los protocolos médicos. Esta rebeldía viene subrayada por su forma de apropiarse del poema de Lorca con el que les habían propuesto un juego de memoria y que en la obra marca todo la oscuridad dramática de este trayecto y la intencionada ambigüedad del mensaje: "(Luchando bajo el peso de la sombra),/ un manantial cantaba./ Yo me acerqué para escuchar su canto,/ (pero mi corazón no entiende nada)./ Era un brotar de estrellas invisibles (...)". A partir de ese despertar de la voluntad propia solo cabe aceptar conscientemente la muerte como destino final inevitable pero el trayecto hasta ese momento último es lo que importa, cómo llevarlo a cabo, bien anestesiados por los protocolos sociales del geriátrico bien asumiendo los pasos que encaminan a los personajes hacia ese lugar del que habla el poema lorquiano: en eso, en definitiva, consiste la más alta esencia de la vida por mucho que nuestra sociedad haya alejado de sus preocupaciones habituales la muerte. Y la forma de escapar de estos personajes por el único lugar en el que su propia muerte es segura ayuda a dotar de sentido todo lo que aparecía inicialmente como fragmentario.

martes, 18 de junio de 2013

Una extraordinaria alegoría de nuestra sociedad. El Régimen del pienso, de Eusebio Calonge


Con motivo del estreno en el teatro María Guerrero de Madrid de El Régimen del Pienso, de Eusebio Calonge, anoto aquí mis impresiones sobre este montaje que yo vi en el LAVA de Valladolid el pasado 19 de enero.

La última propuesta de la Zaranda. Teatro inestable de Andalucía la Baja (estrenada el 3 de noviembre de 2012 en el Festival Temporada Alta de Girona/Salt), hace honor a la larga trayectoria de este grupo, con más de treinta años de existencia. Nacido, como tantos otros, al calor de la ebullición teatral que se dio en España en los últimos años del franquismo y el postfranquismo, ha conservado intacto su principio ideológico por el que el arte teatral debe ayudarnos a desvelar los hilos ocultos que rigen nuestras vidas. Hay, en toda su trayectoria, una profunda indagación sobre el teatro como medio de conocimiento del ser humano y de la sociedad en la que vive. Algo que, en estos tiempos en los que el arte debe recuperar su esencia más comprometida, es más que necesario.

Todo ello se refleja en El Régimen del pienso. El argumento se centra en las consecuencias de la peste porcina desatada a consecuencia del exceso de pienso con el que se alimenta a los animales, lo que ha llevado a un aumento en la mortandad de los cerdos que alarma a la empresa. Para solucionar la crisis, se toman medidas drásticas que afectan a la plantilla de trabajadores. Es una brillante alegoría de lo ocurrido en los últimos años en nuestra sociedad, sobrealimenada y acomodada, que ha vivido con un espíritu de piara sin preguntarse las razones del sistema productivo ni cuestionar las normas mientras todo funcionara en una ilusión de vida en la que lo individual se veía anulado por una cultura basada en la estabulación de la especie para que consumiera sin plantearse las razones de una producción disparatada. Cuando la empresa señala a los que deben ser despedidos, todo se torna incomprensible a su alrededor: los que antes eran amigos y compañeros de trabajo se tornan en meros oficinistas que les dan la espalda, el sentimiento de solidaridad queda desplazado por el de corporativismo y el miedo a ser los siguientes en la lista de despedidos. Es en ese momento cuando el individuo descubre el verdadero entramado del sistema, montado para convertir en un laberinto la vida de aquel que ha sido desplazado. El cesante se convierte en un Ecce homo, víctima propiciatoria cuya inmolación ni siquiera sirve para redimir al ser humano.

Todo en el montaje subraya la propuesta de la obra: la interpretación basada en movimientos rutinarios, repetidos, exasperada y oportuamente mente lentos en ocasiones; los diálogos, repetitivos, construidos en una espiral que llevan a la caricatura las acciones para resaltar mejor lo absurdo de las situaciones y las reacciones de los seres humanos ante ellas; la decoración, esencial, basada en escasos elementos continuamente trasladados por los personajes para construir espacios que son, en realidad, el mismo laberinto en el que vivimos -puesto en evidencia por la presencia fundamental de los enseres propios de una vetusta oficina-; los colores o, mejor, su ausencia, y el juego con las luces; y un magnífico uso de la música en los momentos en los que debe estar presente.

Aunque la obra es coral, entre todos los actores sobresale el trabajo de Javier Semprún, actor de larga trayectoria que ha sabido hacer tan suyo el personaje del cesante que marcará un antes y un después en su carrera.

La propuesta de la Zaranda, entre Kafka y el teatro del absurdo, la bufonada y el carnaval, influido por Tadeusz Kantor pero también por la construcción propia de un lenguaje teatral a lo largo de estos años, es una representación que no deja indiferente al espectador, al que se le pone ante la visión de un sistema de sociedad -el nuestro- al que se le ha desnudado de todos los vestidos que ocultan sus engranajes.