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miércoles, 5 de diciembre de 2018

Silbo en silvas del terror


El 28 de julio de 1936, Ildefonso Manuel Gil es encarcelado en el Seminario de Teruel por republicano. Permanecerá prisionero hasta el mes de marzo de 1937. Durante ese tiempo, sufrió la dureza de la prisión y el asesinato de muchos de sus compañeros en las sacas diarias, junto al lógico temor de ser incluido en una de ellas. Se libró, pero después de su excarcelación fue depurado de su puesto por las autoridades franquistas y tuvo que ganarse la vida durante años en el estrecho margen que le permitía el nuevo régimen. Hasta la apertura gradual de los años cincuenta, no pudo consolidar un puesto de trabajo y, en cuanto le fue posible, marchó a los Estados Unidos en los años sesenta como profesor universitario para escapar de la continua vigilancia a la que era sometido por su pasado.

En su obra literaria revive en varias ocasiones su experiencia como preso en el Seminario de Teruel. Partidario de llevar a la escritura la conciencia de la dignidad humana, de la unión de vida y literatura y de la autenticidad del poema, eleva también la necesidad del compromiso en una época en la que esto podía suponer graves riesgos personales.

Como decía en mi entrada de ayer, en su segundo poemario tras la guerra civil, El corazón en los labios (Valladolid, Halcón, 1947), figura uno de los poemas claves en el testimonio de la primera postguerra, Silbo en silvas del terror, dedicado al poeta canario afincado en Valladolid Fernando González (catedrático de lengua y literatura depurado y apartado de su cátedra, era director de la revista Halcón). De hecho, el poema constituye la sección última del libro y lo cierra perfectamente, como piedra angular del mismo título.

Por razones evidentes, en el poema se alude a lo vivido en Teruel sin entrar en detalles concretos: hubiera sido imposible publicarlo de otra manera, pero en él se dan los suficientes datos para que el lector comprenda la razón de la escritura:

Pronto serán diez años. Todavía
hay un eco reciente,
un sentir el momento de agonía
en sacudida hiriente
de los nervios tensados duramente.
Aun se acongoja el alma con el ruido
candente del cerrojo
por alevosa mano descorrido.
Aun se cierran los ojos 
para hurtar a la muerte sus antojos.

El terror vivido se presenta físicamente en el poema (venas, garganta, llanto, manos), hasta culminar en una imagen que procede la poesía clásica, lo que permite alejar la sensación de dolor sin ocultarla, elevando la intensidad del tiempo:

Como una garza herida
que va sembrando el aire de su duelo,
y su único consuelo
es retardar un punto su caída,
buscábamos la suerte
de retrasar un día nuestra muerte.

Un día era un inmenso
camino abierto a pura lejanía,
un vivir tan intenso
que con la eternidad se confundía.

La elección de la silva como estrofa también permite oscilar al autor entre la presencia constante de la muerte en el recuerdo y el distanciamiento provocado por la construcción literaria:

El alma se curvaba
sobre su débil tallo de amapola,
en tanto que sonaba
con un rumor de ola
el paso de la muerte que avanzaba.

En ese momento, el poema gira del recuerdo al testimonio gracias a la introducción de la voz del poeta, que da fe:

Puedo decir y digo
el horror de una voz que va nombrando
a la muerte sus frutos.
Llevo ya tanto tiempo recordando
el adiós tembloroso del amigo,
que ya no estoy conmigo,
pues me pierdo en la noche de mis lutos.

Y de esa memoria nace la construcción de una poética que acompañará a Ildefonso Manuel Gil en el resto de su caminar literario:

Vigilias del espanto, atormentadas
vivencias sin olvido,
estáis en mi memoria tan guardadas
que apenas ha salido
de mi verso una voz que no haya sido
por vuestro silbo agudo modulada.

¿Cómo podemos olvidar a autores como Ildefonso Manuel Gil que, en tiempos como aquellos, supusieron el necesario puente que impidiera la ruptura de la memoria, de la conciencia y del testimonio, que contribuyeron también a conectar con la cultura anterior a la guerra? Si algunos leyeran más y escribieran y hablaran menos o con más humildad...

martes, 4 de diciembre de 2018

Un poema de amor o cómo hoy me reencuentro con Ildefonso Manuel Gil

 

Hoy, un impulso me ha llevado a la estantería en donde conservo, como un secreto placer, los libros de Halcón, la colección de poesía del Valladolid de la postguerra que compré en la venerable librería Relieve, con sacrificio económico, en mi época de estudiante universitario. Halcón nació como revista en la tertulia que sostenían Luis López Anglada y Manuel Alonso Alcalde en el desaparecido Café Bar y Restaurante Cantábrico (calle Santiago, esquina Plaza Mayor), a los que se sumó pronto Arcadio Pardo por iniciativa de Narciso Alonso Cortés, catedrático de lengua y literatura del Instituto Zorrilla en el que estudiaba. Cuatro nombres que asombran vistos dese hoy, a los que se incorporaron otro catedrático de literatura, Fernando González, purgado por el régimen de Franco por ser republicano, y Miguel Delibes, que se limitó a poner a disposición de la revista lanzada por sus amigos el recién obtenido carnet de prensa, precepto legal para que se pudiera publicar. Los trece números de la revista vieron la luz desde 1945 hasta 1949. Antonio Merino fue el autor del extraordinario dibujo del halcón que figuraba al frente de cada número. Este halcón se encontraba también en la portada de la colección de libros de poesía, que se publicó desde 1946 hasta 1950. Fueron un total de dieciocho títulos, todos ellos memorables, de autores como Rafael Montesinos, Luis López Anglada, Rafael Morales, Arcadio Pardo, Gabriel Celaya, Manuel Alonso Alcalde, Victoriano Crémer, etc. Solo la desidia que impera en las cuestiones culturales de este país puede haber hecho que muchos de ellos hayan caído en el olvido en las últimas décadas y que sean absolutos desconocidos para tantos poetas jóvenes actuales (tan viejos ya) que deberían sentirlos como afines en tantos sentidos. Muchos deberían hablar y escribir menos -o hacerlo con más humildad- y leer más: se sorprenderían de lo que es compromiso en tiempos difíciles y encontrarían en aquellos versos cosas cuyo hallazgo se adjudican por ignorancia. Incluso por las mismas calles que conocieron los promotores de Halcón. Cuánta soberbia hay en la ignorancia.

La mano me llevó hacia el número 9 de la colección, El corazón en los labios (1947), del zaragozano Ildefonso Manuel Gil (1912-2003), también represaliado por la dictadura franquista. Tuvo que marchar al exilio en 1960 y no regresó definitivamente hasta 1983. El libro se estructura en seis partes: Homenaje a los románticos (este largo poema ya había sido publicado en la revista Literatura, que dirigiera el propio poeta y al reproducirlo en el libro vuelve a dedicarlo, significativamente, "al gran poeta ausente", Juan Ramón Jiménez), Cinco poemas de amor (dedicados a su esposa, Pilar Carasol), Juegos (sobre la necesidad del juego en el ser humano y la retórica como juego poético), Presencia (a su madre muerta), La soledad esperanzada (dedicado a su amigo, Ricardo Gullón) y Silbo en silvas del terror (esta última compuesta por un solo poema, dedicado al poeta Fernando González, en el que recuerda la experiencia trágica de la prisión en el Seminario de Teruel y la muerte de los compañeros, del que hablaré otro día puesto que es uno de los poemas más valientes publicados en la primera postguerra: buscábamos la suerte / de retrasar un día nuestra muerte). 

La mano es sabia, claro, y me llevó hasta un poema de amor de los cinco que dedica a su esposa. ¿Cuánto hacía que no leía este poema?  ¿Veinte años? Qué sorpresa encontrarlo hoy, tan recién hecho. Qué hermosura más sencilla la de la pareja de amantes paseando en el pinar:

Caminaré a tu lado por la verde
vereda del deseo, entre los pinos
recién mojados por la suave lluvia
que cuelga de la tarde sus tapices
sutilmente tejidos de alegría.

   El monte nos dará sus claridades
bajo cuya verdad las cosas tienen
el gozo de sentirse entre sus límites
exactos y seguros.
                              Hondo aliento
de la vieja ternura de la sangre,
latiendo sobre un mundo sólo de ella,
que es todo para ella, razón última
de su existir sereno y luminoso.

Para después sorprender la armonía entre el ser humano y el paisaje:

   En el paisaje que la lluvia afina
hay un candor humano, una pureza
desprendida del hombre, abandonada,
sin que ellos lo supieran, por algunos
que durmieron su sueño sobre el césped
dejándose caer hacia la tierra,
cansados de sí mismos, traspasados
de un amor repentino por las cosas,
por el mundo de afuera, tan preciso.

Y la reacción de los amantes ante tanta belleza sencilla (Nuestros dedos / quieren coger un pájaro / una nube, responder al latido de una piedra, / descifrar el mensaje de la brisa.), para comprender que es imposible atraparla pero queda la llamada del deseo, el impulso para nuevas cosas:

Pájaro, piedra, nube, césped, brisa,
todo eso vive aparte de nosotros,
pero nos llama a abrirnos al deseo
con la misma pureza que la tierra
abre su entraña al beso de la lluvia.

El amor como salvación, como unión con la naturaleza del mundo abierto en herida trágica. Me quedaré un rato más entre las páginas de este libro, que hay que leer entero para comprender bien su ritmo y cada poema. Que venga la noche, mientras tanto.