De niños todos hemos sentido envidia de un juguete o de una chuchería y sabemos la tristeza que nos causaba. Todos hemos visto niños que han perdido el control de sus actos porque se comen de envidia. La familia y la sociedad nos da recursos para reducirla o eliminarla y nuestra misma psicología suele encauzar la envida hacia la competitividad o el conformismo, pero todos terminamos comprando las mismas cosas que tiene nuestro vecino.
Dicen que en España tiene terreno abonado. No lo sé. No conozco ninguna encuesta internacional que lo recoja ni olimpiadas de envidiosos con escudos e himnos nacionales, aunque aquí siempre andamos mirando al otro con ánimo cotilla y al que se sale de lo común se le critica sobre todo porque tiene o hace cosas que los demás no comparten. Antonio Machado hablaba de tierra de caínes, concepto que fabricó en su obra maestra Campos de Castilla (1912). Y por ella y la avaricia explica el asesinato del padre en La Tierra de Alvargonzález. Aunque ya sabemos que Caín puede ser explicado de otra manera, como hizo Herman Hesse en Demian (1919), obra aun conmocionada por la Primera Guerra Mundial y que fue durante mucho tiempo la guía de lectura de los jóvenes que se sentían diferentes. Así que Caín pudo tener sus razones. Los envidiosos suelen explicarse siempre su envidia y a veces inventan teorías sociales -nunca asumimos nuestra responsabilidad- que los justifican o implican a otros.
Pero la envidia extrema, sea cual sea el objeto que la promueve, es un vértigo que destroza a quien lo lleva por dentro. Pobres envidiosos, qué mala vida llevan.