La Biblioteca Nacional de España cumple trescientos años. En un país como este en el que nos hemos dedicado a destruir el patrimonio y a cambiar lo que sobrevivía cada década, que una institución cultural de este tipo cumpla trescientos años es ya, de por sí, un logro.
Mi relación con la Biblioteca Nacional comenzó cuando inicié la investigación que llevó a mi Tesina de Licenciatura. Aun recuerdo la impresión que me provocó entrar por primera vez en el edificio y, especialmente, en la Sala Central. Todavía hoy, ya tan familiarizado con la Biblioteca, siento algo especial cuando accedo a su interior que solo puedo relacionar con la sensación de refugio y paz. Sé que no es lo mismo trabajar en ella y que los lectores o los investigadores que me rodean no son seres beatíficos, pero a uno se le ocurre soñar que el edificio puede trasformarnos a todos los que estamos allá dentro.
Desde mi primera visita, en los años ochenta, la Biblioteca se ha trasformado notablemente. Ha tenido problemas de crecimiento y algunas decisiones que se demostraron equivocadas, así como algunos directores para olvidar. El edificio se ha resentido con el paso del tiempo y casi siempre lo he visto en obras de remodelación, algunas que pusieron a prueba la paciencia tanto de los trabajadores como de los visitantes. La institución debería tener mayor relevancia que la que tiene y lanzarse con mayor tesón al mundo digital -en esto ha hecho notables esfuerzos en los últimos años, pero todavía tiene que recorrer mucho camino para superar el retraso que sufre con respecto a otras instituciones similares-, pero ahora también recibirá el impacto de los recortes presupuestarios generalizados en estos tiempos de crisis.
A pesar de todo, celebremos estos trescientos años de conservación y divulgación de un patrimonio tan importante para un país, que lo define para bien o para mal.