
Un hombre de 42 años decide romper con todo: trabajo, familia, amigos. No quiere que le quieran. Lo hace con la verdad cruda: no soporta a los clientes de su agencia de publicidad ni a un oficio que le obliga a mentir sobre las calidades de los productos; se aburre con su vida de acomodado burgués y la monotonía prevista de cada uno de sus días; no aguanta ya la hipocresía social de la amistad. Después, toma su automóvil y se dirige a un destino que le lleva hacia su padre, que les abandonó a él y a su madre treinta años atrás.
Qué planteamiento más oportuno para una película fracasada, Dejad de quereme, de Jean Becker. La interpretación de los actores es muy buena; la fotografía excelente; la estructura tripartita (ruptura con la vida; viaje de huida o regreso; estancia con el padre), bien marcada y dinámica, cada parte con su propio ritmo; el diálogo excelente; de los 85 minutos del metraje, 70 pasan sin sentirse aunque no se nos esté contando nada especial puesto que la película se basa en la construcción del personaje principal y los que deja o se encuentra.
Me decepcionó la necesidad que sintieron el director y el guionista de explicitar la causa de la ruptura y del viaje y me dejó frío la escena final, en la que se pretende una visión contenida de la emoción, innecesaria del todo punto.
He conocido personas que no quieren que las quieran. Cada una con sus razones. Algunas porque son incapaces de mantener una relación emocional con nadie y ni siquiera deben plantear que dejen de quererles porque es muy difícil hacerlo; otras por mera pose de apartados o malditos -ésta se da mucho entre artistas-; varias porque se han fatigado de su vida y de su personaje y descubren que no son nada. Las historias más dramáticas son las que no tienen una excusa tan evidente como en la película. Se levantan un día -el final de una cadena de otros días- y ya no pueden más consigo mismos. No odian, sólo quieren marcharse. Para eso, hay que dejar siempre las puertas abiertas.