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martes, 24 de marzo de 2020

Dele Dios mal galardón


Creo que al primero que oí de hablar del síndrome por déficit de naturaleza fue al biólogo Raúl de Tapia, al que tanto admiro (entre otras muchas cosas, colabora en el programa El bosque habitado de Radio 3 con el pseudónimo de Raúl Alcanduerca). Consiste en un déficit de naturaleza por falta de contacto habitual con ella y las graves consecuencias de este alejamiento en la sociedad moderna fueron expuestas por Richard Louv en su libro El último niño en el bosque.  Hoy, que estamos casi todos confinados y alejados por necesidad, percibo más aún su gravedad. Sé que esto es temporal y que pronto volveré a pisar los prados y los senderos del monte como venía haciéndolo, pero no puedo evitar sentirme confuso, como deben sentirse los presos. Hay un romance primitivo que lo cantaba en tiempos en los que las prisiones eran mucho más duras que las nuestras:
           Que por mayo era por mayo,
        cuando hace la calor,
        cuando los trigos encañan
        y están los campos en flor;
        cuando canta la calandria
        y responde el ruiseñor;
        cuando los enamorados
        van a servir al amor;
        sino yo, triste, cuitado,
        que vivo en esta prisión,
        que ni sé cuándo es de día,
        ni cuándo las noches son,
        sino por una avecilla
        que me cantaba al albor.
        Matómela un ballestero;
        dele Dios mal galardón.

Todo el dolor se explica en la pérdida de esa avecilla, la única que sostenía el hilo de la verdadera vida.

Desde la ventana, aún oigo el trinar de algunos pájaros y, poco a poco, con el calor, será mayor el canto. Ayer, una cigüeña pasó rozando el ventanal del salón, camino de su nido, en la torre de San Gil, una iglesia de la que se conservan solo el ábside y la torre y que tengo a un minuto de casa, tan cerca y tan lejos. Antes del confinamiento, la torre soportaba dos nidos con vida dentro. ¿Estarán los polluelos en los nidos cuando salgamos a la calle? ¿Se escuchará desde el balcón el crotoreo rítmico, alegre, limpio? ¿Estará ya la candela en los castaños?

viernes, 23 de junio de 2017

Como si el pardal mismo no existiera


Discurso pronunciado como padrino en la ceremonia de graduación de la V promoción del  Grado en español: Lengua y literatura, de la Universidad de Burgos (22 de junio de 2017)


Sr. Vicerrector de Cultura, Deporte y Relaciones Institucionales, Sr. Decano de la Facultad de Humanidades y Comunicación, Sr. Coordinador del Grado de español, Sra. Directora del área de Literatura española, queridos alumnos graduados, compañeros, amigos y familiares:


Recuerdo el árbol del amor en el pasado mes de septiembre, agostado tras el verano. Cuando fuimos a visitarlo al inicio del presente curso, en una de nuestras clases, dudé si ya estaba muerto o si aún quedaba la esperanza de que floreciera de nuevo, como el viejo olmo de Antonio Machado. Como él, lo anoté en mi cartera y os pedí que lo recordarais.

Su apariencia era la de un árbol enfermo, en la parte final de su vida. Nos acabábamos de trasladar a las nuevas dependencias de la Facultad y aquellos días lentos con un sol todavía intenso invitaban a dar clase fuera del aula y yo no podía resistirme a vuestras ansias de luz. ¿Os acordáis del humilde árbol del amor, detrás de la antigua capilla, en el jardín trasero de este espacio que fue en su día Hospital Militar y que por fortuna podemos disfrutar nosotros ahora? Floreció en abril, al inicio de la primavera. Sus flores, de un intenso rosa, brotan antes que las hojas y marcan un fuerte contraste con el marrón oscuro y envejecido de los frutos, las legumbres que permanecen en el árbol desde la temporada anterior. La explosión sorprendente del color sabe al renuevo de la luz, a una juventud que exige ser mirada reivindicándose frente al tiempo de invierno. Lo nuevo junto a lo viejo, el color del fruto ya oxidado por el frío y la lluvia y la sonrisa fresca de los racimos de flor. Todo un símbolo de la Universidad. Pero los árboles no saben de metáforas: la naturaleza cumple sus ciclos con feraz perseverancia.

Los expertos hablan del Trastorno por déficit de naturaleza, un término definido por el periodista y escritor norteamericano Richard Louv en su libro El último niño en el bosque, publicado en 2005, en el que denunciaba uno de los males de nuestra sociedad, que tiene varios retos de primer orden que resolver. Entre ellos este, uno de los más graves. Mucho antes, en su Discurso de ingreso en la Real Academia, titulado El sentido del progreso desde mi obra, Miguel Delibes clamaba “contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada”. Aquel discurso se pronunció en 1975 y desde entonces las cosas no han mejorado.

Nos hemos arrancado de la naturaleza y vivimos en un entorno cada vez más artificial. En España, en nuestra comunidad, el mundo rural se ha despoblado. Las cifras nos hablan de niveles demográficos propios de una zona desértica. Ya ni siquiera se vuelve al pueblo en verano como antes porque aquellos pueblos han sucumbido al abandono, a la desidia y no ofrecen las comodidades que exigimos. Una de las novedades editoriales de mayor éxito del año pasado fue La España vacía, del escritor Sergio del Molino. Aunque no estemos de acuerdo con algunos puntos de su análisis, el término que acuña brillantemente en el título nos define con exactitud el país. En efecto, hemos vaciado España abandonando el mundo rural al no saberlo apoyar en infraestructuras y servicios adecuados, convirtiéndolo solo en lugar de esparcimiento para seres urbanos que piensan que una excursión de fin de semana por el campo es lo mismo que pasear por un parque temático. Parece imposible un progreso que sea respetuoso con nuestros pueblos y que evite la desertificación de nuestras zonas de interior promoviendo su desarrollo y conservando la naturaleza de su entorno.

No sabemos cómo se llaman los árboles que nos encontramos ni las aves que vemos ni las flores silvestres que llevan todas las sorpresas de color mucho antes de que definieran los matices los sistemas universales de identificación y clasificación de los colores. No he visto rosas, morados, azules, amarillos o blancos mejores que en mis paseos por el campo.

No es solo que ignoremos los nombres. Como estudiantes de filología sabemos lo grave que es no saber nombrar algo, decir, por ejemplo, pardal y no saber que hablamos de un gorrión común. Es como si el pardal mismo no existiera. O ver un gordolobo en el yerbal que encontramos al salir de clase y no saber que se llama así al verbasco, esa planta con roseta basal de tacto de terciopelo a la que cada dos años le crece un largo tallo que se llena de un racimo de flores amarillas, como me enseñó a apreciarlo el naturalista Raúl Alcanduerca en una dehesa salmantina, entre zarzales llenos de moras, pozas de agua y encinas centenarias.

No es solo que ignoremos los nombres de la Naturaleza, es que tenemos con ella una relación problemática que viene de viejos conceptos ya superados como el conflicto entre civilización y barbarie o la expansión de un progreso basado casi siempre en la voracidad de los imperios y de las naciones y en las presiones financieras, que no suelen pararse a comprobar las consecuencias que tendrá para las generaciones posteriores la agresión a la naturaleza, de la que nos solemos creer dueños en nuestra soberbia. La literatura universal está llena de ejemplos que intentan justificar la destrucción de los entornos naturales para la consolidación de una forma de vida centrada en el desarrollo industrial y tecnológico, en la expansión de un modo de vida urbano y consumista.

En las ciudades nació la democracia y la libertad del ser humano como individuo, pero solo cuando estas eran refugio y sabían convivir con el entorno natural. En las últimas décadas hemos urbanizado los bosques, las playas, las sierras y por ello nos hemos creído legitimados para destruir otros bosques, otras playas, otras sierras. No miremos lejos: hace pocos años, en España, un gobierno declaró urbanizable todo el territorio, se cambió la ley de costas para que el cemento llegara a pocos metros del mar y todavía hay que explicar que una depuradora de aguas residuales no es un gasto sino una inversión necesaria para evitar la contaminación de los ríos. Aún encontramos voces que no ven problemas en continuar esta destrucción, que no creen alarmantes los síntomas del cambio climático definidos ya en un consenso científico, con el que se bromea fácilmente. Fuera del respeto a la naturaleza y con el tipo de vida que hemos aceptado, nuestras ciudades no serán más el refugio del ser humano frente a las arbitrariedades del poder sino exclusivas colmenas tecnológicas en el medio de un territorio cada vez menos natural, con todas las consecuencias que esto conlleva.

Desde hace unos años, Fermín Herrero, Premio de las Letras de Castilla y León 2014, ha girado su obra poética para asentarla en su pueblo soriano, Ausejo de la Sierra. Sus mejores poemarios nacen allí: Tempero, La gratitud, Sin ir más lejos. Singularmente, La gratitud, una obra maestra de la poesía contemporánea española. Cuando se abren sus páginas, los versos saben a tierra y cierzo. No solo porque hable de una geografía reconocible, de la naturaleza soriana marcada por las estaciones del año, sino sobre todo porque utiliza las palabras apropiadas para hacerlo, las que las gentes usan para nombrar su entorno:

El sol, el acebal, el ventarrón, la bardera
de nubes, los barbechos abajo, los rebollares
de la dehesa, chaparrales, el sotillo junto
al río, las cañadas, los tesos, barranqueras
y roturos, risqueras, herbazales y el tolmo
de la cuesta, sobre el jaral currucas
y tordillos, un aguilucho y un torzuelo arriba
y a mis pies uñagatas y mielgas, entre
aliagas, tobas y romero.

En Fermín Herrero hay todo un pensamiento sobre la naturaleza y la insignificancia verdadera del ser humano, cosa que se echa en falta en la mayoría de los escritores jóvenes españoles, a los que parecen haberles amputado el paisaje natural. Se aleja Fermín Herrero de la soberbia porque es la única forma de salvar el desapego que hemos marcado con nuestro entorno:

Ignoro por completo la naturaleza
de la savia, su pálpito, su sustancia. Cómo
he podido conjeturar tanto de los árboles
sin haberme jamás avecinado a sus entrañas
y aun sin sentir el pulso, la pujanza
o el letargo. Cómo he podido conmoverme
sin averiguar si en el fondo había algo
o sólo en la corteza lo ilusorio, un espejismo
donde regodear mi pensamiento, la torpeza
y el mismo chopo. El mismo chopo. Que es álamo.

Así, hasta integrarse en la naturaleza como un ser que observa de verdad, que observa para comprender de la única forma posible:

Ha caído una helada sorda, con niebla. Entro
en los barbechos. Soy. Los pardales están
contando su manera de vivir la luz. Poder
respirar, mi fortuna, ver cuajar mi aliento. Las manos
enganchadas de frío mientras busco en el invierno
la lucidez. Buscarla y no encontrarla. La dicha
de estar despierto y pleno porque la tierra
no se olvida. Un gorrión en el campo. Así
de sencillo, de neutro, ser. Los álamos junto
a la reguera, cómo han crecido desde entonces.

Hasta el cardo florece, dice en otro verso memorable. Y más allá, nos explica el mejor triunfo del ser humano:

Sé que la fuente está ahí, en el lugar
donde los berros se arraciman, porque procede
de la pureza su vigor. Que no se esconde de noche
ni en lo profundo, que si estuviese limpia se vería
manar el agua hacia la superficie, moviendo
en espiral el limo. Sé que podría quitar
los berros fácilmente y al aclararse el fango
mi vista gozaría a borbotones, al cumplirse
el deseo de posesión. Y de dominio. Sé también
que el cambio, destruye. Que lo que puedes
rechazar, eres.

Saber quedarse solo con lo justo, dice el poeta, que avisa contra la euforia humana:

De qué
le sirve si al salir de casa estuvo a punto
de pisar tres gurriatos caídos del tejado, todavía
en chichotas, latiendo, despanzurrados contra
el suelo. Y oye el canto de la perdiz. Y se pregunta.

Sabemos que la respuesta a esta pregunta es un trabajo más lento, pero llega más lejos, más profundo:

No me verá el plantón de encinas que están
poniendo en la ladera de la loma, pero será
su sombra tan discreta como acogedora, estoy
seguro, y tal vez llegue el día en que guarezca
a mi hijo, o al hijo de mi hijo. Se plantan para
ser amparo, no importa cuándo sino cómo, no importa
el qué, sino hacia dónde. Así mis padres
sembraron cada año, así mis abuelo, y antes
y después. Nadie es más que nadie. Frente al viento
perseverar: la rama. No hay ni aquí ni allá, pasamos.

Ahora comprendemos la razón de ser del árbol del amor. No de cualquiera sino del nuestro, el que se encuentra en el jardín, humilde y casi escondido. Perseverar. Renacer –rosa y marrón, joven y viejo- cada año. Seremos medidos por nuestro respeto hacia este ciclo que nos debería mejorar cada año, una conciencia ética que debería importarnos más que cualquier otro conocimiento, ostentación o medro. 

Habéis estudiado filología, uno de los campos sustanciales de las humanidades y os habéis acercado a la literatura como manifestación artística de las inquietudes del ser humano, a la lengua como vehículo de lo que llevamos dentro y de la comunicación entre los seres humanos. Dentro de unos minutos seréis llamados para imponeros las becas en esta ceremonia de graduación. No tenéis fácil misión a partir de ahora: perseverar, sembrar para que los que vengan detrás siembren frente a los que destruyen las cosechas, perfeccionar la sociedad comprendiendo que el planeta es parte de vosotros mismos, designar las cosas con sus nombres, buscar las palabras que nos ayuden a comprendernos y explicar cómo otros han usado esas palabras denunciando los casos en los que con ellas han querido comunicarnos para apartarnos de la naturaleza del ser humano, dejar que el árbol del amor –qué maravilloso nombre para un árbol- pueda florecer cuando le corresponde, sumando lo mejor de lo antiguo y lo mejor de lo nuevo. Vosotros sois lo mejor de lo nuevo, hacednos mejores a los antiguos.

Gracias.