Ana Jiménez López (1926-2013), profesora de la Escuela de artes y oficios de Valladolid, fue la autora del conjunto escultórico que lleva por nombre Bimbis, aunque todo el mundo lo conoce como La bola del mundo. Fue un encargo del Ayuntamiento de Valladolid y se inauguró en la Plaza de España de esa ciudad en 1996. Con esta y alguna pieza más (como Candía, la niña que se columpia en un jardín del barrio de la Rondilla), la escultora vio realizado su empeño de sacar su obra a la calle. Se diferencia mucho de la escultura urbana que ha llenado las calles de España, la mayoría sin valor artístico real y que solo tienen un mero interés decorativo a veces cuestionable. De hecho, esta pieza, junto a la marquesina de la plaza, se ha convertido en un sello personal del espacio que ya sería difícil concibir de otra manera.
Bimbis consta de tres niños que juegan y un globo terráqueo que gira mientras se levantan varios chorros de agua. Su estilo recuerda a la figuración que surgió tras el paso por las vanguardias, cuando se formó el estilo más personal de Ana Jiménez. Los tres niños juegan como niños, con la inocencia de la infancia. Aunque el simbolismo ya fue explicado por su autora, a mí me gusta esa recuperación de la inocencia como fuerza que podría empujar el mundo. De hecho, siendo niños, jugamos a inventarnos el mundo y cuando este, tozudo y hosco, se empeña en mostrarnos su peor cara caemos en la perplejidad de la tristeza de la que solo puede sacarnos de nuevo el juego o el sueño. Muchos niños inventan mundos cuando no son felices en el real. Soñamos el mundo antes de que el mundo nos destruya todos los sueños.
Me gusta cuando paso por esta plaza y, en los momentos en los que los operarios trabajan en la limpieza o en las horas en las que el mecanismo de rotación no funciona, el mundo se para. Todo tiene un aire de cuento infantil, pura magia, como si hubiera sufrido un encantamiento por la aparición en la escena de un hada madrina o un mago cándido que no quisiera que las cosas envejecieran. Se ha detenido el tiempo y con él los niños permanecen en el juego y en la infancia. A veces pedimos que el mundo se pare porque va demasiado deprisa, porque nos hace daño o no lo comprendemos o porque vemos inexorablemente llegar el final de nuestro tiempo. La ironía amarga es que el mundo jamás se para ni nos espera. Pero la esperanza es que, de algún modo, tenemos forma de detenerlo, de parar ese tiempo inexorable, la rotación que marca cada uno de los días de nuestra existencia. Seguirá saliendo el sol todas las mañanas y poniéndose por las noches pero, con algunas decisiones personales, podríamos conseguir ser dueños de ese tiempo, de nuestro mundo. Bastaría, a veces, con renunciar a mucho de lo que nos hacer girar con el mismo vértigo que la tierra. O podemos ensoñar la infancia. Una parte de nosotros sabe cómo hacerlo si somos capaces de escucharla.