Hoy, en clase, he hablado de El hombre que mató a Liberty Valance, la película de John Ford, al explicar el Cantar de Mio Cid. Es curiosa la forma en la que uno enlaza sus argumentos: quise construir la imagen del héroe castellano como la del hombre hecho a sí mismo y de Castilla como territorio de frontera. Mis alumnos eran norteamericanos: nadie mejor para comprenderme que ellos. Eso me llevó al western como género cinematográfico. Luego quise hablar de la leyenda y la historia y de cómo muchos pueblos se niegan a conocer la historia y prefieren las leyendas y de cómo a otros ni siquiera se les da la opción porque se les hurta la verdad para construirles unos referentes culturales que sirvan de modelo de comportamiento obligatorio. O te aproximas a ese modelo o tienes que irte del pueblo porque te harán la vida imposible, sobre todo porque pocos pueden cargar con el peso de una leyenda cuando conocen la verdad histórica. Entre otras cosas porque toda leyenda es una mentira sencilla que habla a las emociones y la verdad histórica suele ser enrevesada y se dirige al intelecto. Hay que hacer un mayor esfuerzo para comprender una verdad que una mentira. Por eso mismo, todas las naciones se construyen sobre mentiras, que suelen ser fabricadas por aquellos que detentan el poder. En la Edad Media las difundían a través de la literatura o el púlpito o los grabados en piedra. Hoy, a través de los medios de comunicación. Y puestos a seguir el curso de mi argumentación para averiguar hasta dónde me llevaba me preguntaba a cuántos de nosotros nos importa saber quién mató a Liberty Valance y por qué lo hizo. Y si al resto les importa que a nosotros nos interese saber la respuesta.
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martes, 13 de noviembre de 2012
martes, 10 de junio de 2008
La lucha del derrotado
John Ford llenó sus películas de estos seres derrotados que, en una circunstancia concreta, actuaban en contra de su propia biografía porque habían encontrado la causa adecuada a la que entregarse o, simplemente, porque uno mismo no puede andar siempre con los zapatos llenos de polvo. Se convertían en héroes, pero sin interés de que su nombre se grabara en bronce: su voluntad era dar la lucha de la misma forma por la que habían llegado antes al abandono. En algunos casos, en la agonía, se limitaban a trasladar un mensaje simple de amor o pedían remitir las noticias de su muerte a la familia. En lo cercano encontraban la justificación de su vida. Es algo que siempre me ha llamado la atención de estos personajes: se sacrifican de forma cotidiana. Me atraen, sobre todo, aquellos cuyo papel no exige una muerte patriótica a beneficio de la propaganda, sino los que lo hacen por lo que tienen más próximo: a veces, por alguien a quien acaban de conocer hace unas horas.
En Ford, estos personajes son vistos en dos tipos de paisaje: grandes espacios abiertos en los que el ser humano no es más que una diminuta sombra; pequeñas habitaciones en los que se ven en contrapicados, llenando la imagen de techo y provocando la angustia de la mirada del espectador porque se percibe la opresión del momento. En ambos casos, el individuo no es nada y lo es todo: es lo que él decida, pero la Historia seguirá, al margen de su paso adelante.
La lucha que nos corresponde, como individuos, debe darse desde dentro, conociendo, de antemano, nuestra derrota. No cambiaremos nada, más que a nosotros mismos. He aquí la victoria de nuestro fracaso.
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