Mostrando entradas con la etiqueta Cristóbal Colón. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cristóbal Colón. Mostrar todas las entradas

viernes, 18 de abril de 2014

García Márquez en el camino de Rubén Darío: la hispanidad como proyecto


En Literatura hispanoamericana, una de las asignaturas que imparto este semestre, tenía previsto culminar la materia con el comentario de Cien años de soledad de García Márquez. Más ahora, tras su fallecimiento.

Me gusta estructurar mis asignaturas con un hilo argumental más allá de los temarios tradicionales que ahora pueden encontrarse con facilidad en manuales, monografías y otro tipo de materiales didácticos. En este caso he querido explicar la construcción del imaginario colectivo hispanoamericano a través de la literatura, lo que me llevaba desde los Diarios de Colón a Rubén Darío. Este poeta es la cristalización definitiva y prodigiosa de la explicación de una idea de lo americano y su puesta en valor para el siglo XX. A principios de aquel siglo, Darío encabeza y da forma a la corriente de pensamiento que reúne lo indígena con lo español, las creencias tradicionales de los pueblos precolombinos con la espiritualidad católica, lo antiguo americano y el substrato grecorromano del Mediterráneo. Todo ello sin renunciar a la modernidad que recorre Europa. Este sincretismo que se define entonces como hispanidad se hace bandera frente a lo anglosajón. En él los elementos no están subordinados sino que nutren por igual la sangre de Hispania fecunda que cantó Darío. La hispanidad tal y como nació no es un concepto peninsular sino que tiene un fuerte sentimiento americanista. Rubén Darío, como su creador vitalista, cantó con entusiasmo las bases que sostenían lo hispánico. A él se debe también la reconciliación de los intelectuales americanos con lo español puesto que todo el siglo XIX había buscado la culpabilización de todos los males de la sociedad americana a la herencia española. Fue grande Rubén Darío por muchas cosas, pero sobre todo por esta mirada integradora que logró fusionar en un proyecto de lo americano cosas que hasta ese momento se habían pensado irreconciliables. Harían bien algunos intelectuales en revisitar estas ideas.

Después de Darío, nadie como García Márquez en el mismo sentido. En él es muy notoria esta construcción del imaginario colectivo americano que comenzara a fabricar Cristóbal Colón en las páginas del Diario de su primer viaje trascrito por fray Bartolomé de las Casas . Sus famosas declaraciones en las que temía que España, al ingresar en la Unión Europea en 1986, se olvidara de América evidencian que García Márquez participaba de la misma corriente encabezada por Darío.

La obra del colombiano es una construcción de esa conciencia de la historia americana en la que se integran los mismos elementos de la hispanidad pero actualizados a las corrientes de pensamiento político de mediados del siglo XX. Culmina todo ello en Cien años de soledad: Macondo es el espacio simbólico en el que toda esa historia se hace presente. Pero donde mejor se ve esta cualidad es en el uso del lenguaje español que en García Márquez se hace castizo, americano, moderno y antiguo, todo ello a la vez, para dejarnos el testimonio de un idioma para todos los hispanohablantes. Es una obra maestra por muchas razones pero sobre todo porque en su lenguaje consigue unir de verdad ese proyecto de la hispanidad que latía en Darío. Es una de las obras  literarias que más han hecho por la unidad del idioma en el último siglo. Se puede afirmar, sin ningún género de dudas, que en los textos de García Márquez -mucho más que en laos de Vargas Llosa, otro de los grandes pero con un pensamiento más occidentalizador- el idioma español deja definitivamente de ser peninsular hasta para los más recalcitrantes academicistas para hacerse eso, español, en el sentido de hispánico. García Márquez merece pasar a la historia por muchas razones -es uno de los maestros más importantes del periodismo en lengua española, trabajó como pocos la frontera entre la realidad y la ficción, construyó prodigiosas historias de amor y tiempo, etc.- pero sobre todo porque en él se hace realidad el proyecto de ese concepto de lo hispánico tanto en la materia narrativa como en el idioma.

España, que está desorientada desde hace demasiado tiempo en lo económico, en la innovación industrial, en lo cultural, ha buscado con lógica una proyección europea pero lo ha hecho casi como expiación de un sentimiento de inferioridad y nunca ha llegado a presentarse en Europa como lo que debería ser, el puente de conexión con Hispanoamérica encabezando un proyecto común. Ha habido notables esfuerzos -las Cumbres Iberoamericanas, cada vez más descafeinadas; el certero proceder de la Real Academia Española al construir nuevos modelos de diccionarios, gramática y ortografía basados en lo hispánico y ya no en lo peninsular-, pero falta la construcción de un verdadero proyecto integrador. Para ello quizá deba asumir el concepto de hispanidad que está sobre todo en la obra de Darío y de García Márquez y no en la rancia celebración que nos dejó el franquismo.

domingo, 16 de marzo de 2014

Las Crónicas de Indias como testimonio de un encuentro intercultural y revolución narrativa


En mis clases de Literatura hispanoamericana he terminado un panorama de las Crónicas de Indias e ilustraré lo dicho con la proyección de Aguirre, la cólera de Dios, la película alemana dirigida por Werner Herzog en 1972 e interpretada por Klaus Kinski. Lope de Aguirre protagonizó uno de los episodios que mejor ayudan a entender lo que pudo ocurrir en la mente de aquellos conquistadores españoles. La mayoría de ellos eran muy jóvenes cuando marchan a América, casi todos sin fortuna familiar y con escasa formación intelectual. Para comprender lo que debió pasar por sus cabezas hay que leer con detenimiento las páginas que nos dejaron escritas algunos de ellos.

 En 1560 España se encontraba en su momento de mayor expansión y vitalidad y ellos se veían a sí mismos como el brazo ejecutor de todo lo que debía ser aquel Imperio que pretendía dominar el mundo y evangelizarlo. Confiaban también en que su valentía, su sentido de la oportunidad y un poco de suerte les facilitara una colocación o una encomienda que les sirviera para ganarse la vida regaladamente. Eran personas que no tenían nada detrás de ellos y que todo lo fiaban a la acción. Excepto alguno de los nombres más insignes, la mayoría no eran más que pobres hidalgos o gente del común de una tierra que no les ofrecía más que la aventura y el sueño imperial. La historia de Lope de Aguirre, aunque extremada, no es más que la historia de aquellos jóvenes que marchan a América en el siglo XVI como conquistadores. Evidentemente, no todos llegarán a actuar como él: vengador de agravios, despiadado verdugo de aquellos que se le enfrentaron, rebelde contra el Rey de España. Hay un momento en el que Lope de Aguirre se da cuenta de que su aventura ya no puede tener marcha atrás. escribe al Rey y le insulta, declarándose oficialmente príncipe de aquellos territorios. Pero ese momento, que ocurre en una mente ya evidentemente trastornada, es una evolución lógica de toda su historia y, especialmente, de la aventura que corre junto a los marañones en los meses en los que atravesó la selva amazónica en busca de El Dorado. Una historia apasionante que ha sido llevada a la literatura y al cine en varias ocasiones.

Aunque en clase sí lo he hecho, no quiero aquí abordar el debate sobre las cuestiones éticas de aquella conquista. Entre otras cosas, porque ya fueron debatidas por los grandes pensadores de aquel momento y porque si nos cerramos en una visión excesivamente actual de lo que ocurrió no comprenderemos jamás las sensaciones que aquellos seres humanos -europeos e indígenas americanos- sintieron. Nos llevaría demasiado tiempo y espacio contextualizar la conquista y comprender que ni los españoles del siglo XVI ni las civilizaciones indígenas americanas que se encontraron pueden ser entendidas como algo homogéneo a la manera en la que se suele hacer en los debates que parten de consignas extremas. Entre otras cosas porque se debe insistir en que el número de los conquistadores españoles en el siglo XVI era escaso y siempre debieron buscar la alianza de pueblos indígenas. Se suele prestar demasiada atención al poder intimidador de los caballos y las armas de fuego de los conquistadores (que lo tuvieron pero solo en los primeros encuentros) y escasa a su capacidad para fomentar alianzas entre los pueblos indígenas frente al poder dominante de cada región. Deberíamos huir de visiones idealizadoras de los conquistadores y de los indígenas, porque ambas nos impedirán siempre comprender lo que de verdad ocurrió que, por otra parte, era inevitable. Antes o después alguien llegaría a las costas americanas a la manera en la que lo hizo Colón.

En mis clases de Literatura hispanoamericana he querido tratar las Crónicas de Indias desde varios puntos de vista. En primer lugar, como el testimonio de aquel encuentro. En segundo, como el planteamiento de lo que será la mejor literatura hispanoamericana posterior y, en especial, toda aquella que construye, en el siglo XX, el imaginario colectivo de la América española. En tercer lugar, la profundización en elementos radicalmente novedosos para la narración del siglo XVI. Este último punto me interesa especialmente. En la América española estuvo prohibida la difusión, redacción e impresión de novelas. Se consideraba este género especialmente pernicioso. A pesar de eso, sabemos de la circulación clandestina de las novelas más conocidas en la Península. Pero la escritura buscó el hueco natural para la narración: la crónica. En todas ellas hay un espíritu novelesco y las más apasionantes para el lector actual son verdaderas novelas, como Naufragios, de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que hoy sería considerada dentro de las mejores del género de novela de no ficción tan de moda en estos años: la historia de una penosa expedición y la primera descripción del territorio americano que va desde Florida hasta México. Cabeza de Vaca recorrió a pie todo aquel territorio durante unos años en los que salvó su vida de milagro y terminó convirtiéndose en un sanador que curaba a los enfermos invocando a Dios. En el texto de Cabeza de Vaca está ya todo lo necesario para la revolución narrativa que trajo El Lazarillo.

En los extractos que conocemos del primer Diario de Cristóbal Colón y el resto de los textos que escribió para contar a los Reyes lo que había visto y hecho ya se encuentra, en gran medida, la historia literaria posterior. Colón usa magistralmente la tensión narrativa, el relato interesado de los hechos, la construcción del indígena como el buen salvaje, la descripción de una naturaleza maravillosa y sorprendente. Y cae, como lo harán varios conquistadores posteriores, en el mesianismo: no tarda en creerse un hombre designado por Dios para aquella tarea. Su relación con los Reyes y con el resto de sus hombres se problematiza, su personalidad se hace compleja. Es apasionante leer las páginas en las que nos relata todo lo que ha vivido en América porque en ellas  está ya el apunte y la consolidación de cuestiones básicas que perdurarán en toda la literatura hispanoamericana posterior. No se comprende bien Cien años de soledad sin leer a Colón, por ejemplo.

Aquellas crónicas, del tipo que fueran (oficiales o particulares, de grandes nombres o de gente secundaria, redactadas por peninsulares, criollos o por mestizos nacidos ya en América como ese prodigio del castellano que es el Inca Garcilaso de la Vega) nos reflejan un mundo en nacimiento a partir del encuentro entre culturas y de la acción de seres individuales que se sorprenden al verse como protagonistas de la historia. En pocas ocasiones la escritura nos ha trasmitido algo igual y no debería pasarnos desapercibido. En las páginas de aquellas crónicas encontramos lo mejor y lo peor de la conquista, la grandeza del alma humana y también los más oscuros pozos en los que puede caer el ser humano puesto en situaciones tan extraordinariamente grandes como las que les tocó vivir y protagonizar a sus autores.

martes, 18 de febrero de 2014

La literatura hispanoamericana


He vuelto a encontrarme con la literatura hispanoamericana. No digo como lector, sino como profesor universitario. En los años ochenta, en mis primeros encargos docentes en la Universidad de Valladolid en la que trabajaba, impartí durante tres cursos esta materia, con toda la impericia de los primeros pasos como profesor, pero también con toda la osadía y las ganas de aprender. En aquel tiempo al que entraba nuevo le encargaban esta asignatura, casi como un lastre del que se descarga el anterior, pero a mí me apasionó aquel territorio académico que ya me había atrapado desde que a los quince años leí a mis primeros autores del boom. Ahora, por el nuevo reparto docente he regresado, en la Universidad de Burgos, a la literatura hispanoamericana. Las condiciones no son las mismas: de una licenciatura a un grado, de una asignatura anual a un semestre. Era imposible abordar toda la literatura hispanoamericana entonces y lo es más ahora. Pensé dos opciones: un monográfico en el que abordara un tema, un autor, una obra; un panorama con línea argumental acompañado de una selección de textos que lo ilustraran. Ambas son válidas pero he optado por esta segunda. Enfocaré mi semestre a partir de la construcción de un imaginario colectivo en la literatura hispanoamericana: la conciencia de lo americano como algo diferente a la literatura española pero enraizado con ella. Una cultura que desde el inicio asume en su componente nuclear lo precolombino y lo hispánico. Es curioso cómo gran parte de esto lo hallamos ya en los textos del siglo XVI que relatan en encuentro: de Colón al Inca Garcilaso de la Vega hay un trayecto que nos lleva por ese camino. A la altura de Sor Juana Inés de la Cruz ya se ha desarrollado y cuando penetramos en El Periquillo Sarniento todo impulsa hacia los logros del siglo XIX. Pero será Rubén Darío el que dé forma perfecta a este imaginario colectivo. Aparte de su condición de poeta necesario para explicar el camino hacia la modernidad literaria en lengua española, en él se hallan definitivamente las claves de ese imaginario. El siglo XX no ha hecho otra cosa que glosarlo y lo que va del siglo XXI le ha terminado dando la razón. Espero un semestre en el que recordar las sensaciones de la maravillosa experiencia que deparan las crónicas de Indias, la intensamente estética del barroco americano, los avances  dificultosos hacia la modernidad que protagonizan los autores del siglo XIX y la deslumbrante realidad de toda la literatura hispanoamericana del siglo XX. Daré cuenta aquí de vez en cuando.