He vuelto a ver Anónimo veneciano (1970). Hubo un tiempo en el que la película de Enrico Maria Salerno me arrebató y otro en el que me resultó insoportable, quizá por eso llevaba muchos años sin verla.
Una pareja (el tiempo ha revalorizado la actuación de Musante y Bolkan) se reúne tras años de separación: se odian y se aman con la misma intensidad. Él, enfermo terminal que piensa en suicidarse sin encontrar el valor suficiente, no ha podido llegar a ver cumplidos sus sueños de ser director de orquesta de talla internacional, como si ser oboe en La Fenice no fuera suficiente; ella ha logrado rehacer su vida con otro hombre con el que vive sin sobresaltos una vida alejada de la pasión que les unió y les destruyó a ambos de jóvenes. Como dicen en un momento de la película su relación no podía durar precisamente por ser tan intensa: ambos quedaron arrasados por el amor que sentían el uno por el otro, mezclado por igual con una dosis fuerte de destrucción del otro. Pero se aman: no pueden evitarlo. Ella no ha podido olvidarlo, él aun tiene su fotografía en el salón de su nueva casa. Quizá lo de menos en la película, visto desde hoy, sea el contexto social con el debate sobre la ley del divorcio en Italia, que justifica la trama de ocultación de ambos en las vidas que continuaron tras separarse. Todo esto ha quedado superado por la raíz verdadera del conflicto: el amor y el odio; los sueños que impiden retener lo logrado -es curioso cómo el deseo de algo puede destruir lo mucho que ya se ha alcanzado-; la vida y la muerte; la belleza decadente (plasmada en las imágenes de Venecia, en la música, en el violento contraste entre el tratamiento del ritmo, la luz y el color en las imágenes recordadas y las vividas en el reencuentro); la imposibilidad de la felicidad auténtica permanente. Considero que la forma de plantear estos temas eleva a la película por encima de otras de la época que desarrollan temáticas similares, como Love Story.
Pasean por Venecia durante un día entero, a la espera del ensayo de la grabación de la pieza que da título a la película y que compone gran parte de la extraordinaria banda sonora, tan íntimamente unida a la evolución de los sentimientos de los personajes, pero que se popularizó en los años setenta hasta hacerse insoportable. Una Venecia invernal, decadente, a la que solo se puede odiar o amar con la misma intensidad que sienten el uno por el otro. En ese día se acusan mutuamente, se chantajean, se seducen, se hacen daño, se gritan, se susurran, se aman, sin tiempo para la indiferencia.
He vuelto a ver Anónimo veneciano y me he hallado con una extraña sensación en la boca del estómago, perdonando sus trucos de guión o algunos defectos que ya carecen de importancia o situaciones típicas de las películas de los años sesenta, que tanto las perjudican. Curiosamente yo la creía envejecida, pero quizá sea ahora yo el que ha envejecido finalmente así y pueda comprender mejor la belleza de la verdadera pasión, que eleva y destruye. O de la muerte.
Quizá haya sido tan solo un momento de debilidad pasajero.
Quizá haya sido tan solo un momento de debilidad pasajero.