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domingo, 25 de junio de 2017

La sombra del Tenorio de José Luis Alonso de Santos por El Duende de Lerma


La sombra del Tenorio es un monólogo escrito por José Luis Alonso de Santos y estrenado por Rafael Álvarez, el Brujo, en 1994. No es una novedad, por lo tanto, pero su pervivencia en los escenarios habla del acierto de la obra. De la mano de Rafael Álvarez tuvo una exitosa vida. La crítica, desde su estreno, siempre la vinculó con el actor, como si no pudiera tener otra vida más allá que de la mano del extraordinario y personal que la pusiera sobre la escena. Es difícil tarea la de recoger un título tan popular, representado por uno de los actores españoles que ha creado una forma propia de estar sobre la escena. Yo vi la obra en la temporada de estreno y pensé esto mismo ya entonces.

Por otra parte, la obra es un reto para cualquier actor. José Luis Alonso de Santos escribió un monólogo de perfecta factura y eficacia -hay que decirlo: una obra maestra del teatro español contemporáneo en su género-, muy exigente para quien la interprete en la hora y media que dura. Cambia continua y endiabladamente de registro, de tono, de género incluso. Pasa de la comedia al drama, de la parodia al costumbrismo, del realismo a lo fantástico, del relato de anécdotas a las preguntas más graves sobre la identidad y las emociones humanas. Hay un momento, que toda compañía teatral teme, en el que se rompe la ilusión escénica para luego volver a levantar la famosa cuarta pared y en ese giro debe acompañarte el público.

La obra cuenta la historia de un viejo actor, Saturnino Morales, al que el azar llevó a interpretar, nada más ingresar en una compañía, el papel de Ciutti en la representación anual del Don Juan Tenorio de José Zorrilla, como era costumbre en toda España y gran parte de Hispanoamericana hasta hace unas décadas. Este azar condicionó toda su vida profesional. Ambientada en los años cincuenta, Saturnino Morales está a punto de morir y en su última noche confiesa, en un falso diálogo con la monja que lo cuida, que siempre quiso interpretar el papel del burlador protagonista y se propone realizar ese sueño. Las cuatro escenas de la obra juegan siempre con lo metateatral, la contravisión del mundo a partir de los que nunca ocupan en la historia el primer plano (una característica permanente de la obra de Alonso de Santos) y la propia biografía del personaje de Saturnino Morales, que atraviesa la primera mitad del siglo XX y la geografía española desde su condición de cómico de una compañía secundaria.

La compañía de aficionados El Duende de Lerma asumió hace unos años el reto de incorporar en su repertorio La sombra del Tenorio y ha contado para ello con el asesoramiento del autor y la dirección de Ernesto Pérez Calvo. No he podido ver su montaje hasta ayer, cuando se programó en un escenario más que apropiado, levantado en los jardines de la Casa Museo Zorrilla de Valladolid. Luis Orcajo tiene una gran experiencia como actor y ha trabajado el difícil personaje desde sus propias condiciones actorales, dotando a la obra de una profunda condición dramática. Aunque estén presentes los momentos cómicos, que funcionan como el primer día, Orcajo sitúa su registro actoral sobre todo en la persona de Saturnino Morales y en sus conflictos interiores y desde esa perspectiva propone la obra, reduciendo también el relato de anécdotas sobre el Don Juan. Vemos, pues, a Saturnino Morales antes que a un juego metateatral, lo que es un acierto para separar su propuesta de la del Brujo. Una distancia inteligente, justa y acertada puesto que Orcajo no debe ser la sombra de Rafael Álvarez. Me ha gustado este montaje, que supera con mucho la condición de aficionados de la compañía y permite demostrar que la obra de Alonso de Santos tiene vida mucho más allá de la genialidad del actor que la estrenara y puede ser encarnada por actores de la solvencia y respeto por el mundo del teatro de Luis Orcajo. No me extraña la cosecha de premios que ha recibido El Duende de Lerma con ella. Merecidos, sin duda.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Dos ejemplos de teatro aficionado (sobre un montaje de El Lazarillo de Tormes de Fernando Fernán Gómez y otro de El pelícano de Strindberg)


Me gusta el teatro realizado por aficionados y lo respeto. Aficionados o semiprofesionales, que no viven de esta afición y que, al contrario, suele costarles dinero, mucho tiempo robado a la familia y otros placeres. Que un grupo de personas dedique varias horas a la semana para escenificar una obra me parece siempre elogiable sea cual sea el resultado final. Significa, en primer lugar, que tienen gran amor por el teatro. Los miembros de una compañía de aficionados son, primero y antes que nada, público de teatro. Estas formaciones han existido siempre en paralelo a las profesionales. En algunos momentos de la historia muy puntuales, en un sector de ellas se refugiaron las innovaciones y las tendencias más adecuadas que contribuyeron a la reforma del teatro oficial y comercial, como ocurrió en los años finales del franquismo en España. En algunos casos, las compañías de aficionados derivaron hacia la semiprofesonalización con unos niveles de calidad más elevados. Estas compañías son heterogéneas y en ellas encontramos desde meros aficionados con mucha voluntad hasta personas muy formadas pero que no han querido aventurarse por el mundo profesional o no han tenido la oportunidad o las condiciones.

De todas las formas, el hecho de pertenecer a una agrupación de aficionados con mejor o peor formación previa no debe eximir de la crítica, sobre todo cuando se cobra una entrada, aunque mínima, a los espectadores. Aficionado o no, en formación o no, alguien que se sitúa en un escenario tras haber cobrado una entrada debe respetar al público, dar lo mejor de sí mismo y presentarse con algo adecuado a sus fuerzas y medido en cuanto a la propuesta escénica. Ser aficionado no implica no estudiar qué se pretende con un montaje escénico.

En las semanas pasadas he tenido la ocasión de  presenciar dos montajes muy diferentes en el XIX Certamen nacional de teatro ciudad de Béjar (solo mencionar el número del certamen de este año nos habla del esfuerzo por dar continuidad a una buena idea, aunque no sea de los certámenes más antiguos) en el Teatro Cervantes de esa localidad, que, por cierto, necesita una mejora urgente en su climatización.

El día 20 de febrero asistí a la representación de El Lazarillo de Tormes por la compañía El Duende de Lerma (fundada en 2010 pero con larga experiencia teatral). Arriesgarse con el texto de Fernando Fernán Gómez que representa por toda España Rafael Álvarez El Brujo es un reto de importancia que ya asumieron también para La sombra del Tenorio. Su director y protagonista, Luis Miguel Orcajo, ha actuado sabiamente con este texto conociendo tanto sus condiciones como el circuito de representaciones que está a su alcance. En su versión y en su interpretación, se ha reducido el componente ácido de la obra y los elementos metateatrales y se ha jugado todo, con acierto e inteligencia, a una representación más popular y cercana al espectador, de carácter muy amable. Aunque debería moderar algo su movimiento en escena, sabe muy bien cómo ganarse al espectador de este tipo de funciones respetando el sentido de la obra y, por lo tanto, nada hay que reprocharle sino todo lo contario. Ha resultado premiado como el mejor actor principal, el segundo premio de dirección y el premio del público.

No sucede lo mismo con el montaje de El pelícano del sueco August Strindberg al que asistí el 27 de febrero. La propuesta del Teatro Arcón de Olid (fundada en 1996) no se sostiene en escena. El acierto o no de toda compañía teatral comienza por la elección del texto y Juan Casado, su director, ha estado del todo punto desacertado, dejando a la compañía a la deriva. Se notaba, en algunos actores, que la obra se les hacía más larga que al propio público. Como en la compañía hay personas muy formadas en el mundo teatral me permito recordarles que montar a Strindberg es un reto muy superior a las fuerzas demostradas. El drama de esta obra se da en los silencios y en los sobreentendidos y la representación debe ser de aquellas en las que aunque todo el mundo se esté cayendo nada parece suceder. Trasformar El pelícano en un mal dramón decimonónico no contribuye ni a la formación de los actores ni a fomentar el gusto por el teatro en los espectadores. Es devolver a Strindberg al lugar del que escapaba.