Otra vez Peña Amaya como cálido reto. Subir a una montaña exige esfuerzo y conocimiento de uno mismo, cosas no tan frecuentes. Los pulmones se hinchan, las piernas pesan y a veces un latido en las sienes nos empuja al abandono. Pero Peña Amaya no es una ascensión exigente: es un esfuerzo, sobre todo, simbólico. Una vez arriba, respiramos hondo: nos encontramos rodeados de Historia, no de la que viene tan maltratada en nuestros libros, sino de la que nos dictan las piedras. Pero merece la pena porque aquí arriba, una vez cumplido el esfuerzo, sacas unas latas de cerveza de la mochila y las compartes con el amigo que ha llegado primero porque comenzó antes la ascensión y está más en forma. Antes de bajar juntos, hay que mirar el paisaje, para retenerlo. Y para contarlo.
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miércoles, 12 de septiembre de 2007
lunes, 30 de julio de 2007
Espadaña con nido de cigüeña en fondo de montaña.
El río Brullés me trajo al Odra, que también nace en Peña Amaya y que desemboca, más allá, en mi ensoñado Pisuerga. La carretera termina en Mahallos, a un quilómetro de Sordillos. Es raro ver terminar una carretera en una zona que no es de montaña, pero en estos pequeños pueblos castellanos sucede. ¿Por qué venir donde la carretera acaba? ¿Qué buscan los ojos al final del camino?
Por la comarca, la cosecha va muy avanzada y en muchas zonas ni siquiera se ven ya las pacas esparcidas por el campo. Montones de grano de trigo y cebada reposan en naves y eras. Del cereal no se quejan los agricultores, así que supongo que ha ido bien, a pesar de la plaga de topillos. El camino ondea en suaves desniveles y, en los valles de los pe
queños regatos, nos espera la grata sorpresa de los árboles alineados a lo largo del estrecho cauce. En sus proximidades se pueden plantar frutales y las ramas de los manzanos, ciruelos, perales, acerolos, nogales, se inclinan con una abundate carga. Me acuerdo, casi sin querer, de mi peral sabio, que ya tiene sus primeros frutos aun verdes pero que anuncian la carne jugosa de la maduración cercana.
Siempre me han sorprendido estos milagros verdes en mitad del amarillento estío de Castilla. En todos estos pueblos te cuentan historias relacionadas con este agua inesperada, sus fuentes, los regatos, los caños. O del miedo a que se sequen, como ocurrió a veces. Cuando no se roturaba el campo hasta la extenuación, las choperas y los encinares eran más extensos y el bosque se enseñoreaba de gran parte de estas tierras. Y, a su amparo, el lobo. El origen de algunas fuentes va más allá de la Historia y te remonta a tiempos míticos, y la vertiente dada por la inclinación del terreno me hace mirar de nuevo hacia la Peña, de la que viene un viento que alivia el calor que al fin se ha decidido a instalarse estos días en este extraño verano.
Desde aquí tengo como horizonte, de nuevo, ese peñasco del que te cuentan leyendas que uno no sabe si colocar en tiempos del César, de la mal llamada Reconquista o casi ayer, en esa dura postguerra franquista. Un poco a la izquierda, la silueta brumosa de los principales picos de la montaña palentina tan ilusoriamente cercana: el Espigüete, el Curavacas... Más cerca, sobresale la espadaña de la Iglesia de San Pedro, de Sordillos. Estas espadañas coronadas de nidos de cigüeñas, brotan de pronto en el horizonte y anuncian, al cansado viajero a pie de otros tiempos, que ya llega a casa. Al final del día, sin embargo, me alejo en autómóvil de este emblema airoso, como han hecho, tantas veces, los que han nacido por estos pueblos hasta casi dejarlos desiertos de mirada y aliento.
viernes, 27 de julio de 2007
El emperador César Augusto en el Puente de Trisla.
En este lugar, en el que entran a cuchillo los vientos desde la Peña Amaya, es fácil imaginar la historia. Aquí se asentaron las legiones romanas que luchaban contra los cántabros. César Augusto, en persona, quiso saber cómo eran aquellos que se negaban a Roma. Hoy no queda casi nada del puente original. Lo que vemos es reconstrucción medieval, pero aun se adivinan las trazas romanas y, entre las hierbas, la calzada. Camino de Villasidro (Villa Exedra, la frontera romana en aquellos tiempos) dejamos atrás la imponente iglesia-catedral de Sasamón. Lo penoso es que este puente, que ha sobrevivido a tantos siglos, cada mes tiene menos piedras...
Es fácil imaginar por estas tierras al emperador, sentado en la ribera del Brullés, cerca de la vía que vertebraba su poder y permitía moverse a las tropas con rapidez. Con el cierzo en el rostro, se quedaría mirando la imponente mole de la Peña y se preguntaría quiénes eran aquellos hombres que preferían vivir allá arriba cuando él traía la civilización y el orden. A su espalda, la ciudad romana, Segisama, asentada sobre una loma y una de las más florecientes en aquella época en la zona, se ajetreaba en su vivir cotidiano, tan unido a las fuerzas militares.
Y Augusto seguía parado allí, frente a la Peña, hasta que se encogió de hombros porque, decididamente, un romano como él no podía comprender a aquellos bárbaros que defendían una vida tan poco adecuada para los nuevos tiempos. Los conquistaría, se dijo, y así llegarían a comprender las bondades del Imperio.
Hoy busco los rastros del César. En su lucha por la uniformidad, ¿había algo de espacio para la diferencia? La romanización no fue tan simple como nos explicaron de niños. El viento me hace preguntarme, tan lejos de Augusto, dónde están los límites: globalización, uniformidad, diversidad, integración, convivencia... ¿Los imperios de hoy no son como Roma? Y en esto, ¿qué papel nos queda a los bárbaros? Debo volver por estas tierras para seguir pensando.
lunes, 9 de julio de 2007
Peña Amaya o la frontera de los vientos.
[parte de la Peña Amaya]
Durante unos días, he decidido perderme en busca del origen de los vientos que acuchillan estas tierras, en las que el verano parece ya haberse cansado o no haber venido. En la vega del Brullés, tan llena de historia, el viento venía a cuchillo y al levantar la mirada en la dirección de la que soplaba siempre me topaba con ese muro sólido de la Peña Amaya. Allí se acumulaban las nubes, a punto de desbordarse y rodar hacia la ruta romana de Sasamón. La existencia de los fuertes campamentos romanos cercanos se debe, precisamente, a los pueblos cántabros resistentes en estas alturas. Es fácil imaginar la dureza de estos hombres contemplando los restos de sus emplazamientos. Los legionarios romanos la mirarían desde la calzada que aun se ve cerca de Sasamón, temiéndola y deseándola, mientras a su lado el campesino de entonces, como el de ahora, controlaba la dirección de las tormentas.
La Peña es imponente y no necesita una gran preparación física para recorrerla, excepto en invierno. Otra cosa es comprender su magia. En ella mueren las montañas y la meseta triunfa en horizonte. Dice Navarro Villoslada, el creador literario de gran parte del imaginario colectivo vasco en el siglo XIX que Amaya, en vacuence, significa fin. Lo dice al comienzo de esa novela histórica de nervioso fuste y calado ideológico que nos ayudaría a comprender tantas cosas titulada Amaya o los vascos en el siglo VIII. Aunque, ya digo, debe tomarse como parte de una construcción cultural que los datos históricos contradicen. Vaya usted a saber la etimología. Hoy no me interesa este tema, sino el paisaje.
[paisaje desde la Peña]
Y Amaya es alfa y omega. Es el fin de la cordillera, allí muere la montaña y una forma de vida. Es el inicio de la meseta castellana y sus llanadas, allí nace el horizonte y otra vida. Es vigía y enigma. Ni subiendo a su punto más alto se puede estar seguro de dominarla.
Tengo que apuntar por aquí, en alguna parte, que debo volver a esta Peña para pensar estos límites, y comprenderlos para poder encontrar mejor los caminos y puertos que me hagan ir de un lado a otro y hallar el cauce de estos vientos que lo azotan todo.
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