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lunes, 30 de marzo de 2020

Los paseantes en casa

 

Se ha despertado el día invernizo. Al amanecer caía agua nieve, unas chispas apenas, mecidas por el viento frío con el que nos ha venido la jornada. No ha parado, pero tampoco ha llegado a cuajar. Desde la galería del salón todo parecía diciembre. Quizá con el confinamiento no es que confundamos los días de la semana sino los meses, tal vez los años. ¿No era yo aquel joven que recogía su pupitre y volvía a casa comiendo las flores de las acacias del camino?

¿Cómo era yo hace tan solo quince días? ¿Qué proyectos tenía? Cuando oía que un nuevo virus había saltado de especie en China, en qué cosas andaba que tan importantes me parecían. ¿Cuántas cosas de esas habrán caducado ya cuando se termine el confinamiento? Todo estará prescrito, menos la gente. La risa de los niños corriendo por los parques, tus ojos verdes bajo el sol del verano.

Hoy hemos comenzado a caminar por la casa. Hasta ahora nos limitábamos a una tabla de gimnasia por la mañana, pero eran demasiadas horas sentados trabajando, leyendo, viendo películas. Esta condición de paseantes en casa es extraña. Al principio, da un poco de pudor. He recordado los animales en las pequeñas jaulas de los zoos antiguos, a los presos en estrechos calabozos. También he pesando en los tiempos en los que acompañaba en el hospital a mi padre o a mi madre y salíamos a pasear por el pasillo, con la barra del gotero. Una vuelta más, les decía yo. Recuerdo las declaraciones de un secuestrado por la organización terrorista ETA en las que contaba cómo podía dar paseos por su prisión hasta con los ojos cerrados: sus músculos habían interiorizado los pasos entre las paredes y podía caminar sin tropezar con nada, girar a tiempo mientras pensaba en el mundo que había dejado afuera y cuya privación procuraba que no le doliera para poder soportar el secuestro. Nuestra situación no es tan dramática, estamos confinados para salvar vidas y evitar que los hospitales se vean desbordados por los casos urgentes. He visto un cálculo estadístico: solo con quedarnos en casa hemos salvado 6000 vidas hasta ahora.

Llegan noticias de aquellos que van superando la enfermedad. Por una parte, cada vez son más frecuentes, pero supongo que también habrá una especie de pacto en los medios de comunicación para dar noticias positivas ante tanta imagen del sufrimiento.

He visto la fotografía de alguien en una camilla. No dice que esté infectado por el virus, puede ser cualquier otra cosa, pero tampoco corrige a quienes lo apoyan y lo dan por supuesto. Lo primero que he pensado es en su condición de fingidor. En todos los casos de desgracias colectivas, siempre hay quien presume de haber estado allí: entre los supervivientes de los atentados de las torres gemelas de Nueva York o de los campos de exterminio nazis. Seguro que soy injusto, seguro que sí y todo es producto de mi experiencia con esta persona y con las mentiras anteriores que le he escuchado. Deseo su pronta y total recuperación, pero me ha recordado el cuento de Pedro y el lobo. Los fingidores han dado mucho juego en la literatura. Carlos Contreras Elvira, un dramaturgo burgalés, aborda estas historias en su última obra, Manual de estilo para currículums inventados, que ha pasado injustamente desapercibida. En 2014, Javier Cercas publicó El impostor, sobre la inquietante historia de E.M.B., quien dijo haber estado internado en el campo de Flossenbürg. Sin mala intención, según él, puesto que solo quería ser más eficaz en la denuncia del nazismo. Llegó a ser presidente de alguna sociedad en España. En el mundillo literario se ha usado mucho esto de la impostura, aupándose a su minuto de fama diciéndose amigo de fulano o mengano para ir construyéndose una imagen pública. Descendientes de los pícaros literarios, que lo primero que hacían al llegar a cualquier sitio era comprarse ropa nueva y fingir amistades para generar intereses mutuos. Nihil novum sub sole.

Cada vez escucho menos noticias. Me quedo con la información y procuro no hacer caso de lo que dicen aquellos políticos que parecen haberse quedado en lo que ocurría en el mundo hasta hace quince días, intentando aplicar los discursos de antes a lo que ahora ocurre. Me sucede lo mismo con las consignas que corren por las redes sociales, tan fáciles de detectar como los bulos, pero qué éxito tienen. No sé si esto pasará factura después a quienes actúan así, pero me parecen ya declaraciones avejentadas, personajes públicos a los que la epidemia vírica y la próxima crisis social y económica que se nos viene encima deberían dejar para siempre arrumbados en los rincones de la historia contemporánea. Eso deseo.