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lunes, 23 de marzo de 2020

Diez jóvenes florentinos y la epidemia


Al amanecer compruebo que la nieve caída días pasados se está yendo muy deprisa en la sierra. ¿Quedará algo de ella cuando salgamos? Quizá algún nevero, allá en la zona sombría de la ceja. ¿Recuerdas, Manolo, la última vez que subimos? La  capa superficial de nieve se había helado y se rompía al pisarla con los crampones. Si no andábamos listos, nos hundíamos hasta la rodilla en los lugares en los que las escobas quedaban sepultadas, como pequeñas trampas, Mereció la pena. ¿Recuerdas el silencio de Hoyamoros solo roto por el graznido de un águila al pasar? Guardo ese silencio dentro de mí como uno de los tesoros más grandes de mi vida.

En 1348, diez jóvenes florentinos (siete mujeres que no llegaban a los veinte años y tres hombres no mayores de veinticinco) se encuentran en Santa María la Nueva de Florencia en la mañana de un martes. La ciudad está asolada por una terrible epidemia de peste. La muerte ronda por todas las partes y las autoridades no logran atajar la enfermedad con las medidas tomadas. Estos jóvenes deciden refugiarse en una villa cercana. Quizá no tanto por miedo al contagio: son jóvenes y se creen inmortales; posiblemente porque no quieren ver la enfermedad ni sufrir sus inconvenientes, que han interrumpido su vida. Para entretenerse, se organizan para contarse historias cada uno de los días que pasan en ese refugio, algunas de ellas un tanto licenciosas. Así comienza el Decamerón de Giovanni Boccaccio, que recordaba los terribles efectos de la epidema de peste de aquel año. La obra se construye a partir de la herencia narrativa persa que llega a Italia a través de la literatura árabe conocida desde la literatura castellana y difundida a todo el mundo desde la península ibérica. Boccaccio nacionaliza alguna de esas narraciones, pero no puede evitar de vez en cuando que asome la huella de su origen o de la influencia de la narrativa castellana que adoptó el modelo previamente. Boccaccio da un paso más sobre lo castellano: lo que en El conde Lucanor de don Juan Manuel era un espejo de príncipes moralizador, en el Decamerón se convierte en narrativa burguesa y urbana que busca sobre todo el ocio, aunque no pueda renunciar a la enseñanza. Qué salto tan enorme en la concepción de la literatura.

Por suerte, hoy sabemos contra qué combatimos y cómo hacerlo, a diferencia de lo que ocurrió en 1348. Los científicos han detectado el virus causante y comprueban cómo se comporta. No tardarán en dar con los medicamentos antivirales adecuados y con la vacuna, ¿pero saldrá un nuevo Boccaccio de todo esto o seguiremos nadando en la ocurrencia artística, en las modas y las escuelas desgastadas pero sectarias y en la literatura banal de estos últimos años?

domingo, 11 de enero de 2015

El silencio, en Hoya Moros.



Descorchamos el benjamín de cava y lo repartimos en dos vasos. Manolo y yo brindamos por su cumpleaños mirando hacia el círculo de Hoya Moros. A nuestra espalda, La Ceja y delante el Paso del Diablo y los Dos Hermanitos, un poco a la derecha Peña Negra, jugando con el pantano. Habíamos acampado para comer en unas peñas libres de nieve en el suave descenso hacia Hoya Moros, tras llegar allí desde El Calvitero. Cumplimos todos los ritos, sobre todo el que manda brindar por nosotros, por los presentes, para celebrar la vida cuando se disfruta. Porque todo lo otro se quedó abajo, en los primeros pasos del ascenso.

Manolo abrió varias de las rutas de escalada en aquella zona hace años, con amigos suyos, y me fue desgranando los nombres de cada una de las peñas y accidentes y las anécdotas que vivió en esos lugares. No conozco más fiel memoria que las de los montañeros auténticos, que no suelen inventarse nada ni agrandar lo vivido. Todo lo contrario, suelen quitar importancia a sus logros, como haber sido los primeros en trepar por una de aquellas peñas que nos rodeaban cuando no había materiales de escalada como los que ahora usamos. Las montañas nos dan la dimensión exacta de lo que somos porque ellas seguirán cuando de nosotros no quede memoria.

- Por allí se baja a la Dehesa de Candelario. Aquellas últimas estribaciones del fondo ya son Portugal.

Pero Manolo, que me ha enseñado casi todo lo que sé de montaña, y yo comprendemos que a la sierra no le importa un pimiento que aquello sea Portugal ni esto España. Y que estará allí cuando no quede recuerdo de los nombres de estas fronteras.

Yo venía de la niebla. Mi ciudad llevaba varios días bajo ella y el humor se me había agriado. Pero ese día vi amanecer dos veces. Abajo, al salir al encuentro con Manolo, y cuando el sol se levantó por la peña del Travieso, rápido, como si le urgiera indicarnos el camino. Ya en la segunda plataforma se me había vuelto la sonrisa al rostro.

En Hoya Moros hubo un momento en el que el viento se paró y se impuso el silencio. Quien lo ha vivido sabe de lo que hablo. Son segundos en los que la extrañeza inicial da paso a una mirada recogida hacia adentro, hacia muy adentro: a la línea del horizonte en el que se juntan los territorios donde tú no estás ni podrás estar nunca aunque lo anheles y el campo en el que tú solo has podido entrar tras tirar abajo todos tus tabiques, a veces a patadas, a veces con ese dolor tan profundo que parece que va a matarte, a veces con la suavidad de una caricia. Cuando consigues salir del ensimismamiento, comprendes exactamente que todo se ha hecho presente y que allá arriba ya solo deben preocuparte tres cosas: no olvidar nada de lo que trajiste, no ser un lastre para tu compañero y no dejar nunca desamparado a quien subió contigo.

El sol, al ponerse, cerraba un día en el que nos había brindado algunos de los secretos más fáciles de comprender  y que, precisamente por eso, a veces no vemos.










Estas cinco últimas fotos son de Manolo Casadiego
Nadie mejor que él para fotografiar una puesta de sol en esas montañas.

sábado, 6 de septiembre de 2014

No te enamores de mí. Manolillo Chinato, poeta.


- No te enamores de mí.

Manolo siempre lamentará no haber tenido la agilidad de retratar ese momento con su cámara. Chinato y yo nos recitábamos sus poemas el uno al otro, en la barra de su establecimiento en Puerto de Béjar, nuestras caras a pocos centímetros de distancia. Nos había llevado hasta allí Mayca, que me regaló su libro y pidió a Chinato me lo dedicara. Mayca siempre lo verá como un hombre a caballo, pura fuerza y elegancia, como cuando de joven se asomaba a verlo al oírlo llegar. No me extraña. Manuel -Manolillo- Chinato es esa energía que le salta por la mirada, por los gestos, por su apostura, por su forma de tratar a las personas. Un hombre directo, sin tonterías ni apaños. Como sus versos, como ese poema suyo que nos decíamos el uno al otro:

No te enamores de mí
que en mi camino hay espinas
y te me puedes herir.
Me gustan esos tus ojos,
no te enamores de mí
que prefiero soledades
a que tú sufras por mí.
Me gustan esos tus ojos,
no te enamores de mí.

Es difícil sostenerle la mirada a Chinato recitándole sus poemas y dejando que él diga sus versos a pocos centímetros de tu cara. Hay que sentir lo que se dice, cómo se dice y llevarlo dentro:

Qué asco me da todavía no ser yo mismo.
Cuántas veces tendré que escupirme aún en el espejo.

Sentirse muy libre para decir las cosas más altas con las palabras más sencillas:

A la sombra de mi sombra
me estoy haciendo un sombrero.

Amor, rebeldía, libertad y sangre (Béjar, 2003) es el libro en el que recoge una antología de sus poemas. Extrae su decir de la naturaleza que le rodea y de su forma de ver la vida a la altura del ser humano, siempre directa, siempre con contenido social y lleno de sentimientos y de sentir la libertad individual como algo imprescindible para la vida. Esa fuerza y ese sentir hizo que el grupo Extremoduro se fijara en sus versos y los llevara a sus canciones, como en el caso de su tema más conocido, Ama, ama, ama y ensancha el alma (aquí en la versión de Extremoduro, aquí recitada por Chinato). Esa relación culminaría en un memorable disco colectivo en homenaje a Chinato, Extrechinato y tú en el que se unieron componentes de Extremoduro, Platero y tú y Fito & Fitipaldis.

Dedico esta entrada a Carmen Llorente. Ella y yo sabemos por qué.



viernes, 5 de septiembre de 2014

En la Sierra de Béjar


Mayca se descalzó y refrescó sus pies en el riachuelo de montaña junto al que habíamos comido. El agua estaba fría y alegre. Unos metros más arriba, habíamos puesto a refrescar una sandía viajera que aún tardaríamos un día en comernos. Nos acompañaba desde que el día anterior la habíamos comprado en Béjar pero en Hervás había melón ya cortado en porciones y guardó sus secretos en el coche tres días, hasta que dimos cuenta de ella en las piscinas naturales de Casas del Monte gracias al sabio hacer de Encarnita.

Había pedido a Manolo que me buscara pozos de nieve de sierra para documentarlos. Hasta ese momento yo los había visto urbanos, convertidos en silos desde que se hundiera la industria para la que fueron construidos por la aparición de las primera fábricas de hielo y quería ver los que se habían situado en la sierra misma, para recoger en ellos la nieve caída en el entorno.

Cuando salimos de Puerto de Béjar por la calleja de San Antón me sobrevino el mismo pensamiento que tengo siempre al pisar la Sierra de Béjar: la hermosura y el misterio de este paisaje, tan diferente al mío. Yo soy de tierra de horizontes amplios, extensas planicies de cereal sin nada que cierre la mirada. Hay que saber mirar muy adentro para apreciar en agosto la belleza de un atardecer en Tierra de Campos. ¡Qué ancho es el horizonte allí! En mi tierra solo el corazón te retiene, porque todo está hecho para caminar hacia adelante.

En la Sierra de Béjar siempre he sido feliz. Cuenta, además, con otra ventaja. En diez minutos andando puedes estar fuera del ruido urbano. Quizá los que lo tienen tan cerca no sean conscientes de este regalo cotidiano. Andar hacia arriba por la calleja de San Antón es también andar hacia dentro de la sierra, buscando la sombra en ese día de agosto e incluso hacia el interior del tiempo. Un paisaje ancestral, apenas alterado por el ser humano en los últimos siglos. Algo diferente a lo que vimos a mediodía cerca de La Garganta, en el Corral de los lobos, en donde se percibe claramente la huella de la civilización incluso en los pinos de repoblación. De hecho, por aquella calleja de San Antón fue a buscar José Luis Cuerda en 1986 la localización para algunos planos de su película El bosque animado cuando comprobó que los lugares gallegos de la Fraga de Cecebre en los que ambientó su obra Wenceslao Fernández Flórez ya no conservaban su estado primitivo.

Comimos sobre una peña en La Dehesa de Candelario: empanada, tortilla de patata jugosa, queso. Compartido todo a navaja y regado con el vino de la bota de Manolo y un buen té moruno frío para terminar. Y luego nos fuimos a pasar las horas muertas junto al riachuelo que bajaba revoltoso por entre las piedras, pero lejos de su ruidoso caer del invierno y la primavera. No mataba la conversación aquel rumor del agua sino que la alimentaba, como en un locus amoenus. En realidad, qué poco se necesita para sentirse bien y cuánto nos complicamos persiguiendo quimeras.








 La foto de arriba es de Manuel Casadiego.


Esta última foto también es de Manuel Casadiego.

martes, 2 de septiembre de 2014

Los neveros de La Ceja


Al iniciar el descenso desde los neveros de La Ceja le pedí a Manolo que nos calláramos. Habíamos hablado durante todo el ascenso. De la vida, de literatura, de la montaña, de mujeres, de sentimientos, de experiencias que nos intercambiábamos. Como experto en montaña me cuidaba y medía mi resistencia. El ascenso había sido lento por mi culpa. Me había dejado las botas de montaña en casa. Desde la segunda plataforma solo se veía el primer trecho de la ruta pero la vista que quedaba a la espalda ya era hermosa: Peña Negra, Béjar abajo a la derecha como ciudad estrecha cosida a la ribera del Cuerpo de Hombre. La primera parada la hicimos a poco más de 2000 metros, en la fuente de El Travieso. Desde la Peña de El Travieso, a 2230 metros el mundo ya es chiquito y pierden importancia casi todas las cosas. Incluso Peña Negra, que casi me lesiona unos días antes la rodilla por mi imprudencia, parecía cada vez más una miniatura para llevar colgada al pecho. Al fondo, la Peña de Francia y entre la neblina las sierras de Portugal. La Dehesa a los pies y el camino a Candelario y Béjar y un poco más allá todo el valle del Ambroz y el pantano de Gabriel y Galán que junto al de Béjar, más próximo, espeja el cielo.

A 2320 metros, Manolo llenó su botella de agua de la fuente de la goterita. Un agua fría y sin sales que hay que beber con prudencia. Allí la vegetación comenzaba a cambiar y de vez en cuando alguna flor morada o amarilla rompía el mundo de los líquenes. En los humedales de las fuentes, un prado de hierba que el ganado de montaña sabe buscar. En el hito del Pepillo la subida se hace más ligera y al fondo se distingue ya con claridad el Calvitero. En la cuerda del Calvitero nos cruzamos con un montañero joven, con la piel curtida, que venía de pasar la noche en la sierra.

En el Calvitero, a 2405 metros, se encuentran los restos de un monumento a la Virgen del Castañar y un buzón de montaña. Manolo se entretuvo, con todo respeto, leyendo alguno de los mensajes de los montañeros. Uno de ellos de aficionados del Atlético de Madrid. Al fondo, se distinguían ya los neveros de La Ceja, nuestro destino. Pero antes, en un ligero descenso me esperaba la vista de las tres lagunas de El Trampal y Gredos al fondo, recortando el horizonte. Por allí pastaban libres las reses, pequeños grupos de vacas avileñas, cuyo pelaje y morfología nos lleva a tiempos remotos, como si guardaran un secreto de cuando el ser humano se acercó a ellas por vez primera. Hoy no íbamos al Torreón, así que el Paso del Diablo lo dejamos para otro día. Por muy apetecible que me pareciera su nombre, mi objetivo era documentar, para la novela que estoy escribiendo, aquellos neveros y el trabajo en ellos desde que se comenzara a explotar la nieve como industria. 

En los neveros de La Ceja, a 2425 metros, aún hay nieve este año. Helada y serena, dispuesta ya a ser cuna de las nevadas del próximo invierno. Después de tocarla y de que Manolo me explicara cómo uno de los párrafos de mi primer capítulo estaba equivocado por muy romántico que me pareciera a mí, nos detuvimos a almorzar. Manolo sacó de su mochila un trozo de buen hornazo y una bota de vino fresco. A la hora de servirnos un té moruno frío llegó un muchacho de Barcelona que no dijo que no a la bota pero rechazó el té. Venía de La Garganta, en donde tenía familia y disfrutaba de sus vacaciones para pasar las próximas fiestas. Manolo y él hablaron de su bajada citando uno a uno los nombres de los puntos del recorrido.

Recogimos. Uno de los deberes de todo montañero es dejar la montaña igual que como se la encontró y sin restos de su paso. Y fue en ese momento en el que le pedí a Manolo que nos calláramos. Se había parado el viento y todo estaba en silencio. De vez en cuando algún insecto pasaba cerca pero el mundo se había silenciado. El sol, entre nubes, no molestaba. Desde mi llegada a Cantagallo no había encendido la televisión ni había escuchado la radio y en el bar Los Arcos solo un par de veces eché un vistazo a las noticias de la provincia. Quince días en los que no había sabido nada del ruido exterior ni de los políticos corruptos que quieren identificar su imagen con la de un país entero, ni de aquellos que falsean los datos para que todo tenga un relumbrón de trampantojo, ni del inicio de la liga de fútbol en la que el deporte se ha convertido en un derroche de cifras. Todo mi mundo eran los vecinos de Cantagallo, la escritura, mis amigos, mis cincuenta minutos de carrera diaria por la sierra, tres recitales poéticos ofrecidos a la buena gente de esta tierra en pequeño pago por su hospitalidad. Desde La Ceja se apreciaba mejor todo aquello que yo había dejado atrás, un par de semanas antes. Vanidad humana que tanto daño hace a los que entran en su juego y crea tantas víctimas inocentes que terminan sufriendo las consecuencias.

Bajamos. En casi todo el descenso yo fui delante, deprisa, en busca de Encarnita, que nos recogería en la segunda plataforma con su coche. No con ganas de terminar el día sino de compartirlo junto a Manolo con todos aquellos que de verdad me esperaban.
















domingo, 27 de abril de 2014

Ayer, en Béjar. La sierra y primeras noticias de mi nuevo libro, Echo al fuego los restos del naufragio.


Ayer, en Béjar, más allá de Candelario, la sierra estaba hermosa y guardaba aún, entre la niebla, los últimos secretos del invierno. Se juntaban todos los marrones y todos los verdes con la explosión de amarillos y violetas de las flores. Los gamones querían brotar y el río Cuerpo de Hombre cantaba su música eterna y brava besando las peñas. Manolo y Antonio tiraban hacia arriba de mí, que me quedaba cada poco -urbanita, al fin y al cabo- asombrado en los márgenes del carril al contemplar los líquenes agarrados a las ramas de los árboles, la textura de las hojas en descomposición -humus fértil-, la mullida cama del musgo. Mientras tanto, hablábamos de la vida y de esta sociedad y surgían dudas sobre palabras y citábamos poetas. De lo que no cabía ninguna duda era del placer de la compañía y del sendero. Manolo y yo nos habíamos comido una buena parrillada de carne con unos tomates al perico para disimular, con una botella de un rioja que dicen que fue de la emperatriz de Francia Eugenia de Montijo, un arroz con leche templado, como mandan los cánones, y un orujo blanco casero que tendría 50º legales y alguno más. A los quince minutos de caminata habíamos hecho ya la digestión. Luego, café con Marina, que lleva siempre la vida en los ojos y Luis Felipe Comendador. Por la mañana, con Luis Felipe, corrigiendo las pruebas de imprenta de mi nuevo libro: Echo al fuego los restos del naufragio, un diario poético para tiempos de crisis personal y social, ilustrado con cinco magníficas fotografías de mi amigo Javier García Riobó. Estará en unos días y daré cuenta aquí de las presentaciones y de cómo conseguirlo. Los beneficios serán para una ONG, a la que pertenece también la editorial solidaria que lo publica en su colección El Brut de los Corazones Solidarios.

martes, 26 de junio de 2012

La sed primitiva


Publiqué el relato La sed primitiva. Rumor otoñal en la umbría de La fuente del lobo el 9 de diciembre del año 2007, tras un viaje a Béjar en compañía de mi amigo Javier García Riobó y en el que conocí, de su mano, a tantos amigos como ahora tengo allí. La narración se escribió casi sola al juntarse alguno de los temas recurrentes de mi escritura de entonces con el impresionante paisaje que rodea la ciudad y, en especial, el paraje conocido por ese nombre. Desde allí se ve la ciudad, en la ribera del río Cuerpo de hombre -qué hermosa recreación etimológica popular para construir toda una fantasía de evocaciones-, como encogida ante el espectáculo de la naturaleza. Cuando visité la zona era tiempo otoñal y la humedad y los colores predisponían al sobrecogimiento. Siempre he tenido un aprecio especial por este relato.

Ahora, Manuel Casadiego, uno de los amigos bejaranos y asidua referencia de La Acequia, me hace un regalo. Ha publicado de nuevo el relato mejorándolo con sus fotografías y dotándolo de toda la fuerza que requería. El resultado es tan acertado, que me abruma su cariñosa dedicación. Él conoce mucho mejor el lugar y es, también, mucho mejor fotógrafo. Además, tiene el gesto de convertir esta entrada en la que presidirá su blog durante las vacaciones. Después, como ha decidido hacer con sus entradas, será retirada y no podrá volver a ser visitada.

No sé si este lobo tiene aun algo de corazón humano. Pero si lo tiene, Manuel, conseguirás que de ese resto crezca un ser agradecido.