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viernes, 3 de septiembre de 2010

Museo Nacional Colegio de San Gregorio


Debía una visita a este Museo desde su reapertura en 2009 tras varios años cerrado por la rehabilitación del edificio. Pero me daba miedo: el antiguo Museo Nacional de Escultura, hoy Museo Nacional Colegio de San Gregorio, significaba muchas cosas para mí. En primer lugar, una referencia en el urbanismo vallisoletano, puesto que se encuentra en una de las pocas zonas conservadas de lo que fue el casco histórico de la ciudad, tan castigado por la desidida y la especulación urbanística y que sólo ha comenzado a lavar su aspecto desde hace un par de décadas con la peatonalización de muchas calles, la rehabilitación de edificios históricos y su recuperación para la vida ciudadana. Todo ello ha contribuido a una transformación radical de la ciudad y de las sensaciones que reciben sus visitantes.

Me daba miedo: durante años tuve una relación extraña con el edificio y la colección de obras que albergaba. Por una parte, la calidad de todo el conjunto siempre me atraía y ni siquiera las visitas rutinarias por cuestiones de trabajo (durante años mostré el Museo como guía a estudiantes extranjeros) o amistad (era un lugar obligado para enseñar a todos los amigos que pasaban por la ciiudad) disminuían mi interés y asombro. Pero hubo un tiempo que polemicé vivamente con la ideología que subyace en todo el Museo y ese debate conmigo mismo me impedía disfrutarlo plenamente.

Por una parte, el edificio -una obra maestra de la arquitectura española de finales del siglo XV y por sí solo merecedor de una visita- fue sede de los estudios teológicos españoles más importantes del siglo XVI, dirigida por los dominicos, a quien pertenecía toda la manzana, incluida la monumental iglesia de San Pablo.

En él se dio el famoso debate sobre la licitud de la colonización de América por los españoles, la llamada Junta de Valladolid. Durante mucho tiempo se contó cómo terminó venciendo un sentido de la caridad y se continuó la colonización para salvar las almas de los indígenas, a los que había que cristianizar. Una visión muy edulcorada de la historia, sin duda.

A pesar de todo, es indiscutible la calidad y altura teórica del debate tanto en los aspectos teológicos como en la defensa de las tesis que constituyeron las leyes internacionales y los principios de los derechos del ser humano (auque todavía no los del ciudadano, por supuesto), muy superior y muy anterior al que se dio en otras naciones. Algunas de las tesis mantenidas por los clérigos españoles del XVI subyacen en el movimiento antiesclavista británico de finales del siglo XVIII, herencia no siempre reconocida, o en las leyes que rigen los derechos más avanzados en las relaciones entre naciones.

Es curioso el desconocimiento que tenemos hoy del pensamiento español del siglo XVI: como si la Contrarreforma hubiera barrido la excelencia y modernidad que se dio en la Península antes de ella.

El edificio es un estandarte del impulso imperial: desde su concepción hasta el escudo central de su fachada, presidido por el simbolismo del granado. El Imperio nacía y se construía como el primero con sentido moderno del mundo y este escudo y toda la fachada lo demuestran.

Por otro lado, la colección de obras que alberga, que muestra mejor que ninguna otra el sentido de la religión católica en la España de los siglos XVI y XVII y todo su componente espiritual, didáctico, social, propagandístico y dramático con un fin claro de catequesis. Durante siglos, los españoles formaron su carácter y concepción de la religión y la posición que en ella ocupaba el reino de España mirando estas esculturas, relieves y pinturas casi a diario. Regían toda su vida de una forma excluyente. En aquellos siglos, los artistas españoles eran contratados casi de forma exclusiva para realizar obras de carácter religioso.

Pero por mucho que pudiera rechazar el carácter ideológico de estas obras, siempre quedaba la calidad asombrosa de las piezas mostradas en el Museo, en especial las realizadas en madera policromada -es el mejor Museo del mundo en este arte-. Todas ellas, pero en especial las piezas de Juan de Juni o de Gregorio Fernández, tan perfectas técnicamente que asombran siempre.

La historia del Museo es también interesante. Nació tras la Desamortización, con el fruto de los bienes que pasaron al patrimonio nacional. Su primera sede fue otro gran edificio de Valladolid: el Colegio de Santa Cruz. Fue la II República la que le dio carácter de Museo Nacional en 1933 y lo instaló en su sede actual. Del origen inicial de la colección se entiende que la visita al Museo deba completarse con el recorrido por la iglesia de San Benito, a la que pertenecía la extraordinaria sillería del coro y el retablo que hoy se contemplan en el Museo.

Si se le suma a todo ello la contemplación de las obras de Gregorio Fernández conservadas en la iglesia de la Vera Cruz y la Virgen de Juan de Juni de la iglesia de las Angustias más el Ecce Homo de Gregorio Fernández conservado en el Museo Diocesano, el visitante habrá disfrutado de la mejor lección de arte barroco español que se pueda imaginar en un solo día y recorriendo unos pocos cientos de metros.

He vuelto al Museo hace unos días. De mis temores queda la racionalización de lo que significa este arte, pero predomina el asombro ante el espectáculo de la calidad técnica de unas piezas inmejorables que no hubieran sido posibles sin el componente espiritual, ideológico y político que las hizo posibles.

Me ha gustado mucho la rehabilitación del edificio. Me gusta también la forma de exponer la colección permanente: más moderna, más clara, más natural. Quizá alguna pieza -el Cristo yacente de Gregorio Fernández- ha perdido el dramatismo impresionante que tenía en su antigua ubicación, pero se entiende mejor en su lugar actual y deja ver con más sosiego su calidad técnica al reducir la impresión sobrecogedora que se recibía antes.