Define la felicidad el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en su primera acepción, como el estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. No deben estar muy de acuerdo los académicos actuales con esta definición y proponen, para la vigésima tercera edición: Estado de grata satisfacción espiritual y física. Más interesante es la modificación de la tercera acepción, de suerte feliz a ausencia de inconvenientes o tropiezos, ambas entradas con el mismo ejemplo: Viajar con felicidad.
A veces buceo en las ediciones históricas del Diccionario buscando estos cambios en las definiciones. De ellas se desprende el estado de una sociedad y los cánones ideológicos así como las creencias espirituales o los valores científicos. En contra de los que solemos pensar, el Diccionario no es un cementerio de palabras y el DRAE ha cambiado tanto como la sociedad, a pesar de la penuria económica que, en algunas épocas, ha sufrido la institución.
Pero volvamos a la felicidad. En la edición actual del Diccionario se manifiesta un concepto de la felicidad que depende de la posesión de algo que entendemos como positivo. En el avance de la próxima edición, se desvincula ese estado de ánimo -ahora visto como grata satisfacción que puede provenir de lo espiritual y de lo físico- de la posesión. Uno podrá estar feliz sin poseer nada. Sé que juego con las palabras. Los que redactaron la definición que ha llegado hasta nosotros no entendían ese bien como un objeto meramente externo: el bien que provoca nuestra felicidad puede estar dentro de nosotros mismos. Tampoco es una posesión material a la manera que se entiende en el capitalismo: yo no poseo un amanecer (por ahora, hasta que nuestros políticos sepan cómo cobrar impuestos por cada uno de ellos) pero un amanecer puede provocar en mí la felicidad. La verdadera clave de la modificación del significado de la palabra es que yo podré estar feliz sin el sentido de posesión.
En ambos casos el DRAE no tiene por qué alertar de un peligro. La felicidad se nos ha vendido -sobre todo en estos tiempos pasados- como un trampantojo. La felicidad ya no era solo una legítima aspiración sino una obligación. Conozco muchos enfemos de esa felicidad: personas que soltaban amarras con todo aquello que les impidiera ser felices y con todos aquellos que no les facilitaran ese estado de ánimo, ahora grata satisfacción, con la frialdad aséptica que preside los quirófanos. Conozco egoístas de la felicidad que la construían a partir de ser sordos, ciegos y mudos para el resto y de ejercer su felicidad sobre la infelicidad de otros o a partir de adormecer la conciencia. Suele ocurrir que aquellos que han construido la felicidad de este modo no comprenden que se les pague con la misma moneda cuando la vida -implacable siempre- derriba los muros de papel de esa felicidad.
La felicidad, entendida de esta manera, puede ser cruel con los demás. Los psicólogos y los psiquitras han diagnóstico varios tipos de patologías relacionadas con la felicidad. Hay quien es feliz inflingiendo daño a otros o a sí mismos. La mayoría de estas patologías, sin embargo, no son dañinas para los demás: proceden de enfermedades, algunas de ellas relacionadas con la genética; a veces el cerebro, sin más, se desconecta ante el sufrimiento o la degradación física o una situación que la mente no puede tolerar por la razón que sea. Bebo Valdés, el extraordinario músico cubano muerto ayer en Estocolmo, sufría Alzheimer. Cuando Fernando Trueba, que tanto hizo por rescatarlo del injusto olvido en el que estuvo durante años, lo visitaba, ya avanzada su enfermedad, en la casa que tenía en Benalmádena (Málaga), el músico era feliz poniéndose ante el piano y su felicidad llenaba la habitación entera. Dicen que la música es el último resto que le queda a la memoria de quienes fuimos y el mejor conductor de los estados de felicidad, sobre todo de aquellos asociados a la infancia, cuando la inconsciencia y la falta de madurez nos permite ser felices en las situaciones más atroces. Lo malo es prolongar este estado de inmadurez más allá de lo lógico, aunque el mal de nuestra sociedad occidental es construir la vida como un estado permanente de adolescencia y juventud que no nos permite encarar adecuadamente las experiencias biográficas. Quizá sea eso lo que nos haya convertido en seres tan manejables.
Cuando la felicidad se basa en la posesión o en la grata satisfacción alejada de todo sentido solidario, sin la capacidad de empatizar con el mundo que nos rodea y bloqueando toda corriente de sentimiento, cuando se muestra socialmente de forma indecorosa ante quienes sufren, cuando nace de nuestro egoísmo o de nuestra inconsciencia, es un tipo de felicidad que deberíamos rechazar. Permítete ser feliz, se nos ha dicho: y nos lo aplicamos sea cual sea nuestra situación o la de los demás. Qué mejor forma de control social que el autocontrol de unos ciudadanos que se creen felices. Siempre que pienso en esto me viene a la cabeza las secuencias de Metrópolis en la que se nos muestra a unos seres felices, jóvenes, atléticos y cultos que ignoran lo que hay en el subsuelo de sus ciudades o prefieren vivir en el desconocimiento de lo que sustenta su bienestar. No es cine: pocos años después muchos alemanes eran felices a pocos metros de los campos de concentración, como siglos antes lo fueron muchos castellanos ocupando los espacios arrebatados a los judíos expulsados del Reino de Castilla.
A pesar de eso, la pseudopsicología de los libros de autoayuda y de muchos charlatanes de feria, así como la publicidad que nos vende la necesidad de poseer algo, nos han construido la felicidad como un estado necesario e impúdico. La felicidad no era ya un derecho sino un deber y por eso el individuo debía afanarse en poseer cada vez más felicidad sin darse cuenta de que aquello no era más que un opiáceo que se nos administraba a costa de no ver las desigualdades del mundo que la permitían y lo insostenible de los fundamentos en los que se basaba. De ahí gran parte de la tristeza actual del mundo en crisis y la raíz de muchas depresiones y una de las razones de nuestra parálisis como sociedad: no aspiramos a la justicia social sino a la felicidad individual, que son cosas bien distintas. La felicidad es la zanahoria que nos ponían para que siguiéramos tirando del carro. Y éramos tan felices que no comprendíamos que el resto no lo fuera, puesto que tanta venta de felicidad procedía de un proselitismo que afeaba la conducta de aquellos que no corrían tras de la zanahoria. Como ahora, que los mismos que nos vendieron la felicidad de la posesión quieren vendernos la felicidad del conformismo.