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martes, 3 de diciembre de 2019

La violencia frente a la palabra. Mientras dure la guerra de Alejandro Amenábar


Mientras dure la guerra no es una película sobre la guerra civil española de 1936 a 1939, ni un alegato fácil contra el fascismo, como se le reclama. El director Alejandro Amenábar se pega a la personalidad del escritor, filósofo y rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, y lo sigue en su evolución desde un compromiso inicial con los militares sublevados  hasta su rasgo decidido y valiente de oposición que lo conduce a ser confinado en su propio domicilio, en donde moriría a los pocos meses del intento frustrado de golpe de estado del 18 de julio de 1936. Todo ello se muestra en el argumento de la película, sin esconderlo.

A la altura de 1936, Unamuno se mostraba decepcionado con la deriva de la II República, su inestabilidad y los hechos violentos que se desencadenaron en las calles. Esto le lleva a ser uno de los intelectuales que buscan una salida a la situación que recondujera al orden con un gobierno enérgico. No fue el único, por supuesto, pero sí uno de los más significados por la trascendencia de su personalidad, no solo en España. En las semanas que siguieron al golpe de estado tuvo las pruebas de que aquellos sublevados no venían a instaurar el orden que él quería, sino la violencia más atroz. Pudo no escuchar cosas más lejanas, pero lo que vio en Salamanca -capital militar de los golpistas durante la guerra civil- y lo que ocurriera a personas que conocía y estimaba, represaliados y asesinados, le hizo entender que esa nueva España que propugnaban los sublevados no era la que él quería ni la que el país necesitaba. A diferencia de muchos otros, tuvo la valentía de manifestarlo públicamente siendo consciente del riesgo que corría. A pesar de los matices incorporados en la investigación de los hechos ocurridos el 12 de octubre de 1936 en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, su actitud está suficientemente demostrada y también los están las consecuencias que tuvo para su persona, que contribuyeron a su deterioro físico y anímico y fallecimiento.

Amenábar nos muestra un Unamuno similar a como debió ser en aquellos meses, según lo que se nos ha trasmitido por sus mejores biógrafos: bronco, voluntarioso, familiar y leal a sus amigos. También contradictorio, porque Unamuno practicaba la contradicción como forma de pensar, de escribir, de ser y de estar. Era su metodología, pero también su forma de entender la vida. La caracterización del actor Karra Errejalde es tan buena y rica en matices, que será difícil poner en el futuro otro rostro al rector de Salamanca. Junto a Unamuno nos muestra a sus amigos, con los que mantenía continuas discusiones: el pastor protestante Atilano Coco y el profesor universitario Salvador Vila (ambos asesinados por los sublevados) y a su familia, tejida de mujeres que lo protegían. Frente a él, los militares, sobre todo Francisco Franco (magnífico Santi Prego, que evita caer en la caricatura) , Millán-Astray (qué excelente caracterización de Eduard Fernández), Mola, Cabanelles, etc. Y Carmen Polo, la mujer de Franco, devota hasta el fanatismo y fría. Todos ellos aportan sutiles matices a lo que acontece, singularmente entre los militares, que ven crecer la figura de Franco sin que puedan hacer nada para evitarlo.

La película sigue a Unamuno de forma aparentemente objetiva, para mostrarnos todo lo que ocurre y la manera en la que cambia su actitud ante lo que ve. Pero es solo una apariencia. Se ha tratado mucho sobre alguna de las infidelidades históricas del guion de Mientras dure la guerra, pero hay que recordar siempre que estamos ante una obra de arte y no un tratado de historia. Son precisamente esos cambios los que nos ponen en la pista del mensaje de Amenábar: no hace aparecer a los hijos de Unamuno que estaban en Salamanca; introduce al filósofo en el automóvil de Carmen Polo cuando sabemos que fue caminando a su casa; cambia de tiempo y espacio el uso intencionado de la bandera borbónica frente a la republicana que hace Franco; convierte a Millán-Astray en el muñidor exclusivo de que Franco ocupara el mando gracias a un discurso lleno de testosterona e imperialismo de cartón piedra, etc. Son estos pequeños cambios históricos los que nos conducen al objetivo final de la película. 

Amenábar no prioriza el enfrentamiento entre los dos bandos en conflicto, es algo que en esta película no le interesa, sino que enfrenta la construcción de un héroe militar a la antigua, basado en la utilización de la leyenda y en la falsificación nacionalista (Franco), a otro héroe de la contradicción y de lo cívico a través del pensamiento (Unamuno). El primero usa la mentira y utiliza todos los recursos, incluida la violencia, para fabricarse una biografía legendaria tan burda como eficaz; el segundo solo utiliza la palabra y el debate de ideas. En un primer momento siempre triunfará la violencia, pero a la larga se impondrá la palabra: vencer no es convencer.

Violencia frente a debate de ideas; la fuerza frente a la palabra y el pensamiento. Esto es Mientras dure la guerra. Por eso mismo la guerra no se terminó con la victoria franquista en la guerra civil, sino con el consenso de la Constitución de 1978 y aún colea en un país en el que casi siempre se prefiere vencer a dialogar. Amenábar, por supuesto, también quiere intervenir en nuestro presente. Esto es lo que hace que a muchos no les haya gustado esta buena e interesante película tanto en el plano técnico como en lo ideológico, porque no han visto la derrota del oponente sin más en ella.

domingo, 6 de abril de 2014

La necesidad de reírse: Ocho apellidos vascos de Emilio Martínez Lázaro.


He ido a ver Ocho apellidos vascos de Emilio Martínez Lázaro por la insistencia de mi hija y de varios amigos porque normalmente no voy a ver este tipo de cine. También he ido porque se ha convertido en una de las películas más vistas de la historia del cine español. Su recaudación, desde el estreno, es sorprendente. Y ha generado una sugerente polémica: muchos de los que vaticinaron que no tendría éxito se han tenido que comer sus palabras. Por otra parte, desde los extremos ideológicos se ve esta película con incomodidad: los muy conservadores consideran que hace bromas sobre temas que ellos consideran que no deben hacerse y los muy radicales de la izquierda independentista se sienten maltratados. Los partidarios de análisis sesudos sobre los conflictos sociales graves, acusan a la película de superficial. Y así hasta el infinito. Pero el público acude cada día a llenar los cines en donde se exhibe.

Vaya por delante que he pasado una hora y media divertida, que me he reído con ganas en muchos momentos de la película incluso con cosas que normalmente no me hacen gracia porque son previsibles, como se han reído todos los espectadores de la sala de cine, tan llena de público como todas en las que se proyecta desde su estreno hasta el punto de que para algunas sesiones se agotan las entradas. Esto solo, más la extraordinaria actuación de dos secundarios de lujo, Carmen Machi y un excepcional Karra Elejalde -todo lo que hace este actor merece la pena desde hace muchos años-, empuja a ir al cine a ver esta película.

Ocho apellidos vascos juega en el terreno de la comedia amable costumbrista que se ríe de los tópicos regionales sin mayores profundidades. Un tipo de cine que últimamente se practica en Europa con cierta frecuencia y casi siempre con los mismos resultados de éxito comercial. En este caso con un matiz interesante sociológicamente: reírse del tópico vasco-andaluz supone que quizá ya hayamos superado la época sangrienta del terrorismo etarra. En esto ya se había anticipado Vaya semanita que, desde el año 2003, ofrece un lugar de encuentro a través del humor. En gran medida, esta película es deudora del programa televisivo. Si estamos en condiciones de reírnos de esto es que los españoles hemos conseguido un punto de inflexión.

No falta ningún tópico al uso en esta película sobre vascos y andaluces, pero tampoco su confrontación con un mundo nuevo en el que ya no deben funcionar. Y este mundo nuevo se construye gracias al conocimiento del otro. Uno de los más graves problemas sociales -y, en general, de cualquier relación humana- es el desconocimiento del otro. Suele ocurrir cuando una persona, un colectivo, una región, una nación entera, se niega a ponerse en el lugar del otro para después encastillarse en la propia posición. Se piensa siempre que lo de uno es mejor, que solo unos tienen la razón y que el otro es el enemigo sistemático. Cuando este pensamiento triunfa los primeros en caer son los que están en el medio, a los que se les acusa desde uno y otro bando de traidores. Con habilidad, los guionistas (un eficaz trabajo el suyo) construyen una historia en la que todo esto se va desmontando para que aparezcan los sentimientos más amables del ser humano: pero solo cuando se puede mirar al otro a los ojos y hablar con él sin barreras ni prejuicios. Es más fácil levantar murallas que tirarlas pero siempre se pueden dar pasos.

Ocho apellidos vascos, en realidad, no es una película sobre los tópicos sino una historia de amor sencilla entre un joven andaluz y una joven vasca que se conocen por casualidad en un viaje que le han organizado a ella las amigas, muy sencilla, mil veces contada pero que, cuando se hace con la honestidad que aquí, siempre funciona. Una comedia amable en la que todo está programado para que el espectador salga del cine con una sonrisa en la boca, recordando los golpes de humor más tópicos y de brocha gorda -los chistes sobre vascos son los de siempre, una actualización de los que yo escuché de niño- pero con la sensación, casi necesidad histórica, de que podemos reírnos de cosas que hasta hace muy poco nos causaban un daño feroz. Y, además, la historia de amor que se nos cuenta nos hubiera gustado protagonizarla a cualquiera de nosotros.

Nada sorprende, nada es nuevo en esta película; excepto la composición de Karra Elejalde nada es excepcional ni sorprendente ni quedará para la historia del cine, casi se pueden anticipar todos los chistes que se van sucediendo. Tampoco se pretende: una película sin pretensiones que solo nos empuja a pasar un buen rato en un tiempo en el que necesitamos pasarlo bien y soñar que el amor puede triunfar y que todos podemos dejar a un lado la trinchera para compartir un vino en una barra de bar. Y lo consigue.

Por cierto: mi hija la había visto días antes que yo. Fui a verla con mi madre. Los tres lo pasamos muy bien.

sábado, 2 de junio de 2012

El momento del compromiso. Miel de naranjas, de Imanol Uribe


Miel de naranjas, la nueva película de Imanol Uribe es un eficaz thriller ambientado en la postguerra española que se deja ver sin sorprender en ningún momento. Una película con mucho oficio a la que le falta garra, que aborda muchos aspectos ya tratados por la literatura y el cine sin profundizar en ninguno de ellos, que navega entre varios géneros sin conseguir unirlos, que puede gustar pero no entusiasma, que entretiene solo a condición de que no se le pida demasiado.

Quizá en Uribe haya pesado en exceso la fácil argumentación que alude al cansancio del público para ver argumentos ambientados en la guerra civil española y sus consecuencias en los primeros años del régimen franquista, como si aquellos acontecimientos ya no dieran para más y eso justificara el camino emprendido desde entonces por algunos artistas para presentar estos argumentos como si fueran ajenos. En realidad, es todo lo contrario de lo que se repite casi como consigna: aun caben muchas obras más sobre esos años, siempre y cuando se aborden de frente. Por hablar solo de algunos éxitos recientes, con perspectivas completamente diferentes, películas como El laberinto del fauno o Balada triste de trompeta, series de televisión como Amar en tiempos revueltos, novelas como El tiempo entre costuras (de la que hay evidentes resonancias en la trama de Miel de naranjas) o la serie de narraciones que Almudena Grandes dedica a esos tiempos y que también influyen en el guion de la película (El corazón helado, Inés y la alegría o El lector de Julio Verne), lo demuestran. De entre estos títulos, Miel de naranjas se encuentra más en la senda de Amar en tiempos revueltos y las novelas de Almudena Grandes y María Dueñas. Sus seguidores y lectores gustarán, sin duda, de la película de Uribe y a ellos se la recomiendo especialmente: cuidada ambientación -lo mejor de la película-, tramas con la suficiente intriga para mantener la atención, visión esperanzadora en mitad de los momentos más duros, sobresaltos cuidadosamente situados en el guion para renovar la fábula cuando comienza a decaer, empatía con los protagonistas y sus problemas puesto que podríamos ser cualquiera de nosotros, presentación de los conflictos políticos sin el lastre de evidentes tesis ideológicas, etc.

Quizá, como también vimos aquí con una de las últimas novelas de Eduardo Mendoza, Riña de gatos, ambientada en los meses previos a la Guerra civil, sea tiempo ya de tratar lo ocurrido en España durante los años treinta a cincuenta como si fueran historias en las que los españoles ya no estamos implicados. De hecho, hay una gran parte de la población que no ha nacido durante el régimen de Franco y, para aquellos que tienen menos de cuarenta años, el dictador no pasa de ser un nombre en los últimos temas de los libros de historia. Por eso, cada vez aparecen más obras en las que los argumentos ambientados en aquellos años se abordan con los convencionalismos de los géneros de amor o de espías sin la tensión ideológica con la que se hacía hasta hace un par de décadas. El mismo Uribe tiene, en los inicios de su filmogracía, buenos ejemplos de lo que digo. Pero esta opción no debe eximir de la profundidad de la mirada.

Miel de naranjas comienza como una película costumbrista en la que apreciamos la injusticia y arbitrariedad del régimen franquista, localizada simbólicamente en un tribunal militar en el que presta el servicio militar el protagonista, un joven con un origen familiar de izquierdas pero sin una alta conciencia política. Él solo quiere llevar una vida normal como maestro tras licenciarse. Después, la película gira hacia una historia de amor, la que tiene lugar entre este joven y su novia, sobrina del juez militar. Finalmente, en un nuevo giro del guion, se torna película de espías cuando el joven decide comprometerse ante el injusto fusilamiento de un conocido. A partir de ahí, se desarrolla la trama principal de la historia. Visto así, la primera parte de la película es la preparación de la intriga de espionaje y quizá resulte demasiado larga, pero gustará a aquellos que busquen o necesiten la ambientación y la historia de amor, todo ello resuelto de forma eficaz pero sin apasionamiento. Parte de esta falta de profundidad se debe al tratamiento de los espacios interiores, que predominan: decorados bien planteados como localización pero sin un tratamiento que los dote de más significado que el evidente. También a la plana presentación de la historia de amor, en la que tan solo se apuntan situaciones que deberían haberse explotado más como el conflicto entre la sobrina y el tío o la relación pasional de los jóvenes en un mundo tan gris y controlado moralmente.

Los actores desempeñan correctamente sus papeles, es decir, sin excesivos alardes, puesto que los personajes se plantean como meros instrumentos de la intriga: Blanca Suárez, que crece como actriz en los pocos momentos en los que la cámara se le acerca; Iban Gárate, que ejecuta a la perfección el carácter de un protagonista sin carácter -lo que le obliga a una actuación sin demasiado lucimiento y deberemos esperar a otros proyectos suyos para saber lo que lleva dentro como actor-. Otra cosa son dos secundarios: Ángela Molina, en el papel de la madre del protagonista, que cubre a la perfección su papel; y, especialmente, Karra Elejalde, que anula al resto cada vez que aparece en pantalla. Lo mismo puede decirse de la iluminación y la banda sonora: contribuyen a lo evidente y facilitan la comprensión, pero no llegan a tener un auténtico significado que levanten la película más allá de lo que es: una historia de espías desarrollada en la España de los años cincuenta como podría haber tenido lugar en la Alemania de Hitler o en la Unión Soviética. Una opción interesante que evidencia un cambio en las emociones de los españoles a la hora de recordar aquellos tiempos pero que le resta fuerza si, a cambio, no se intensifica la intriga, las pasiones o el conflicto de los personajes. Aquel por el que opta definitivamente Uribe es el de la toma de conciencia y el compromiso ante las injusticias, pero lo trata desde fuera, desde el argumento (lo que lo hace cómodo de seguir pero demasiado plano) y no desde dentro del personaje. Lo dicho, entretiene, pero no entusiasma.