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miércoles, 9 de marzo de 2016

Dos ejemplos de teatro aficionado (sobre un montaje de El Lazarillo de Tormes de Fernando Fernán Gómez y otro de El pelícano de Strindberg)


Me gusta el teatro realizado por aficionados y lo respeto. Aficionados o semiprofesionales, que no viven de esta afición y que, al contrario, suele costarles dinero, mucho tiempo robado a la familia y otros placeres. Que un grupo de personas dedique varias horas a la semana para escenificar una obra me parece siempre elogiable sea cual sea el resultado final. Significa, en primer lugar, que tienen gran amor por el teatro. Los miembros de una compañía de aficionados son, primero y antes que nada, público de teatro. Estas formaciones han existido siempre en paralelo a las profesionales. En algunos momentos de la historia muy puntuales, en un sector de ellas se refugiaron las innovaciones y las tendencias más adecuadas que contribuyeron a la reforma del teatro oficial y comercial, como ocurrió en los años finales del franquismo en España. En algunos casos, las compañías de aficionados derivaron hacia la semiprofesonalización con unos niveles de calidad más elevados. Estas compañías son heterogéneas y en ellas encontramos desde meros aficionados con mucha voluntad hasta personas muy formadas pero que no han querido aventurarse por el mundo profesional o no han tenido la oportunidad o las condiciones.

De todas las formas, el hecho de pertenecer a una agrupación de aficionados con mejor o peor formación previa no debe eximir de la crítica, sobre todo cuando se cobra una entrada, aunque mínima, a los espectadores. Aficionado o no, en formación o no, alguien que se sitúa en un escenario tras haber cobrado una entrada debe respetar al público, dar lo mejor de sí mismo y presentarse con algo adecuado a sus fuerzas y medido en cuanto a la propuesta escénica. Ser aficionado no implica no estudiar qué se pretende con un montaje escénico.

En las semanas pasadas he tenido la ocasión de  presenciar dos montajes muy diferentes en el XIX Certamen nacional de teatro ciudad de Béjar (solo mencionar el número del certamen de este año nos habla del esfuerzo por dar continuidad a una buena idea, aunque no sea de los certámenes más antiguos) en el Teatro Cervantes de esa localidad, que, por cierto, necesita una mejora urgente en su climatización.

El día 20 de febrero asistí a la representación de El Lazarillo de Tormes por la compañía El Duende de Lerma (fundada en 2010 pero con larga experiencia teatral). Arriesgarse con el texto de Fernando Fernán Gómez que representa por toda España Rafael Álvarez El Brujo es un reto de importancia que ya asumieron también para La sombra del Tenorio. Su director y protagonista, Luis Miguel Orcajo, ha actuado sabiamente con este texto conociendo tanto sus condiciones como el circuito de representaciones que está a su alcance. En su versión y en su interpretación, se ha reducido el componente ácido de la obra y los elementos metateatrales y se ha jugado todo, con acierto e inteligencia, a una representación más popular y cercana al espectador, de carácter muy amable. Aunque debería moderar algo su movimiento en escena, sabe muy bien cómo ganarse al espectador de este tipo de funciones respetando el sentido de la obra y, por lo tanto, nada hay que reprocharle sino todo lo contario. Ha resultado premiado como el mejor actor principal, el segundo premio de dirección y el premio del público.

No sucede lo mismo con el montaje de El pelícano del sueco August Strindberg al que asistí el 27 de febrero. La propuesta del Teatro Arcón de Olid (fundada en 1996) no se sostiene en escena. El acierto o no de toda compañía teatral comienza por la elección del texto y Juan Casado, su director, ha estado del todo punto desacertado, dejando a la compañía a la deriva. Se notaba, en algunos actores, que la obra se les hacía más larga que al propio público. Como en la compañía hay personas muy formadas en el mundo teatral me permito recordarles que montar a Strindberg es un reto muy superior a las fuerzas demostradas. El drama de esta obra se da en los silencios y en los sobreentendidos y la representación debe ser de aquellas en las que aunque todo el mundo se esté cayendo nada parece suceder. Trasformar El pelícano en un mal dramón decimonónico no contribuye ni a la formación de los actores ni a fomentar el gusto por el teatro en los espectadores. Es devolver a Strindberg al lugar del que escapaba.

domingo, 30 de marzo de 2014

La locura del fútbol. Los 5.200 obreros muertos en las obras del Mundial de fútbol de Qatar y El sistema Pelegrín de Wenceslao Fernández Flórez e Ignacio F. Iquino.


1.200 trabajadores han muerto a consecuencia de accidentes laborales o las penosas condiciones en las que viven en las obras de las infraestructuras para el Mundial de Fútbol que se celebrará en Qatar en 2022. Se calcula que, de no cambiar completamente la situación, de aquí a la inauguración habrán fallecido otros 4.000. La mayoría son inmigrantes contratados con sueldos y seguros médicos no homologables en cualquier país occidental e injustificables si se compara con las cifras que se suelen mover en torno a un Mundial de fútbol, tanto en los contratos de los jugadores que en él participan como en el dinero invertido en infraestructuras, derechos televisivos y de imagen y publicidad. Sorprendentemente, la noticia no ha abierto los informativos de máxima audiencia del mundo ni se encuentra en las primeras páginas de los periódicos más prestigiosos, sino que ha sido relegada a las secciones de deporte.

Seguro que habrá alguna parodia anterior de todo lo que se mueve en torno al mundo del fútbol, pero no la conozco, como tampoco conozco otra más acertada. Wenceslao Fernández Flórez era uno de lo escritores españoles más conocidos en su época. Aunque ahora casi nadie lea sus obras, estas mantienen un aire de actualidad porque supo sacar partido de cosas que son arquetipos del comportamiento humano. En 1949, en la cima de su carrera, publicó El sistema Pelegrín. Novela de un profesor de cultura física. Él mismo escribió el guion para su adaptación al cine: El sistema Pelegrín, dirigida por Ignacio F. Iquino (director irregular y prolífico, que supo sobrevivir a modas y situaciones de todo tipo), se estrenó en 1952. Eran tiempos de penuria económica en plena postguerra, por lo que directores como Iquino debían inventarse el cine con unos presupuestos bajísimos. A cambio, descubrieron los exteriores más cotidianos como lugar de rodaje y solucionaron los problemas técnicos de forma un tanto ingenua pero eficaz. Aquellas películas no son ni podían ser obras maestras sino productos propios para el entretenimiento. Protagonizada por Fernando Fernán Gómez -que compone su personaje a partir de un tono de farsa pero dotándolo de la ternura necesaria para que el espectador se encariñe con él- y por la actriz portuguesa Isabel de Castro, más un cuadro de esos secundarios que podían salvar cualquier película de aquellos tiempos, El sistema Pelegrín no es una gran película pero se deja ver si el espectador sabe ponerse en la situación necesaria. Es divertida y tiene momentos realmente graciosos y hasta con cierto toque crítico, como el diálogo sobre la socialización de los goles (se propone, para evitar discusiones de los padres sobre quién debe marcarlos, que se sumen todos los conseguidos y al final se repartan entre los mejores alumnos pero se descarta la idea por marxista), el comportamiento de los padres, la corrupción en torno a los fichajes, etc.


La novela y la película cuentan la historia de Héctor Pelegrín, un fracasado vendedor de seguros metido a profesor de educación física en el Gran Colegio Ferrán para poder sobrevivir. Reinventándose a sí mismo consigue dinamizar al centro escolar hasta crear un equipo de fútbol que competirá contra el de la Academia Enciclopédica. La rivalidad entre ambos centros escolares se traslada al pueblo en el que se encuentran. Pronto toda la población se divide entre los partidarios de uno y los partidarios de otro. Ambos equipos comienzan una carrera desenfrenada de fichajes hasta el punto de que en el Gran Colegio la mayoría de los jugadores ya no serán alumnos del centro y en el de la Academia Enciclopédica sucederá otro tanto. El pueblo, que vivía en la más absoluta armonía antes se convierte en lugar de enfrentamiento: los clientes dejan de ir a una barbería porque en ella alaban al rival; un tabernero se niega a vender vino a los del equipo contrario; los novios rompen por ser cada uno de un equipo. Los padres de uno de los chavales fichados por el Gran Colegio sueñan con aprovecharse de las condiciones futbolísticas de su hijo. El partido que enfrenta a ambos equipos será arbitrado por Héctor Pelegrín con una camiseta bordada con sus iniciales (H.P., lo que es un divertido toque de humor en la camiseta de un árbitro), con lo que se asegura la victoria de su propio equipo. Al final, todo acaba en un solución de caballeros que se escenifica con un toque de farsa paródica.

Wenceslao Fernández Flórez practicó una escritura amable y un humor sutil y lleno de ternura. A pesar de eso, en varias de sus obras no dudó en tocar -siempre desde la farsa, la fábula y el humor- la penosa condición del ser humano inclinado al egoísmo y la violencia y proponiendo finales utópicos de reconciliación basada en la educación y el cariño. Curiosamente, ostenta -y por algo será- la medalla del ser el autor español más veces llevado al cine (recordemos la obra maestra de José Luis Cuerda El bosque animado). En El sistema Pelegrín, a partir de la denuncia amable y la farsa cómica, no dejó de denunciar la irracionalidad que mueve el mundo del fútbol. Lo escribió en fecha tan temprana como 1949, anticipándose y mucho a este silencio criminal que se extiende sobre los 1.200 muertos reales y 4.000 previstos del Mundial de Qatar. Que no se nos olviden cuando disfrutemos en el año 2022 de los goles, no precisamente socializados, de las estrellas del fútbol de ese momento. Cada uno de ellos habrá costado demasiada sangre.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Un recuerdo personal de Fernando Fernán Gómez.

Conocí a Fernán Gómez entre bambalinas. Él estaba de gira con su compañía representando El alcalde de Zalamea, de Calderón de la Barca. Se encargaba, como primer actor y director, del papel de Crespo -de hecho se autoparodia en El viaje a ninguna parte-. Debía ser, por mis cuentas, en el invierno de 1981. Aunque recibió el Premio Mayte por aquella obra, recuerdo la propuesta demasiado plana, sólo correcta. Y al reparto muy desigual sobre el escenario y la ejecución sin unidad, a la manera de las compañías antiguas.
En su deambular por provincias, las compañías de entonces contrataban figurantes para determinadas cosas: hacer bulto en las escenas corales, entregar objetos a los actores en escena, o recogerlos. Por aquella época yo tenía acceso directo al viejo Auditorio de la Feria de Muestras de Valladolid, en la que fue a recalar la compañía de Fernán Gómez. Y me vi vestido de campesino, recogiendo la mesa en la que acababan de departir los protagonistas o nutriendo el grupo de hombres del pueblo en la escena final.
Fernán Gómez aparecía en el teatro unos pocos minutos antes de la representación, no hablaba prácticamente con nadie y cuando estaba caracterizado se paseaba haciendo ejercicios de voz. Al salir a escena se trasformaba y dominaba la atención del público. Me sorprendió, porque me lo esperaba de otra manera. Apenas tenía relación con el resto de la compañía y se limitaba a ser el mejor sobre la escena.
Luego supe que descreía ya del teatro, lo que le llevó, años después, a abandonarlo y la decisión también la tomó con otra representación de la misma obra. No soportaba la repetición diaria ni las luchas internas y envidias de toda compañía. Tampoco le llamaba la presencia del público tan cercana. Se hizo huraño y profundizó en esa imagen pública que hoy tenemos de él. Prefería el cine y comenzaba su labor literaria.
Fernando Fernán Gómez ha sido uno de los mejores actores españoles de siempre. Yo le prefiero en el cine porque no tengo buenos recuerdos de las veces que lo vi actuar sobre la escena y porque en el cine he admirado, como todos, sus actuaciones soberbias en cuyas miradas, gestos y tonos había un tratado del buen actor. Fue un gran director, que se prodigó poco pero casi todo lo que hizo en este sentido fueron obras maestras. Fue, también, un gran escritor. Sin peros.
Conté mi experiencia en una reseña publicada en una revista, no sé si en Batahola o Barataria. De aquellos días yo me quedo con el olor de la sastrería de la compañía y, con perdón, con las piernas de alguna de aquellas actrices. Pero eso debería contarlo en otro sitio, no en La Acequia.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El cómico, de viaje por siempre a ninguna parte.

Ha muerto Fernando Fernán Gómez, actor, director, escritor. Figura imprescindible. Ante el recuerdo de su voz, de su gesto, de su mirada, toda palabra se quedaría escasa.
Que la tierra le sea leve.