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martes, 26 de agosto de 2025

Sin futuro

 


Una de las características más destacadas de la época actual es la destrucción del futuro. Del futuro como concepto esperanzador, digo. Me refiero a un concepto de futuro que no te paraliza ni te conforma con el presente, que no te llevaba a aceptar sin más tus circunstancias y, por lo tanto, alejado de la promesa religiosa de otra vida mejor a cambio de aceptar el presente como una prueba que envían los dioses. No aludo a ese futuro inmediato lleno de satisfacciones materiales (cada vez más inmediato), que es el sueño o la realidad actual de casi todos.

Somos una cultura sin la noción de futuro. En nuestra época todo es presente, presente líquido. Como ocurre en internet, en donde todo sucede ahora, lo que altera la sensación de historia: no es que la historia haya terminado, es que no existe. Viejos tópicos como dejar a nuestros hijos un mundo mejor o pensar que nuestras acciones tendrán efecto en los que nos sucedan en unas cuantas generaciones han perdido influencia en el imaginario colectivo. No nos importa ya qué efectos tendrá en el clima de dentro de un siglo lo que hacemos o las consecuencias de que se pierdan los valores de la democracia, la justicia social o los derechos internacionales. Hemos destruido la credibilidad de las pocas instituciones que trabajan en favor de todos estos valores y su extensión en el mundo. Frente a ello, el presentismo egoísta, en su feroz rostro del consumismo, es la nueva religión.

Somos una sociedad sin futuro. De ahí que el mundo se nos presente como una distopía terrible, que tememos, pero preparamos porque la damos por cierta, incapaces de generar utopías por mucho que sepamos cuáles son los caminos correctos que debemos transitar como sociedad. Como individuos, quizá sea tiempo de cultivar el propio huerto, como proponía Voltaire para los tiempos convulsos. Ahora bien, ya no hay forma de proteger ese huerto de las inclemencias globales. Es la diferencia entre 1759 y 2025. Qué difícil ver una salida hacia el optimismo.

sábado, 23 de agosto de 2025

Lo que va de siglo

 


Lo que va de siglo (un cuarto ya) ha despejado todas las incógnitas. Perseveramos en la ignominia. Después del fin de la historia ha resultado que ya no creemos en el futuro, el presente nos encanalla y fabricamos el pasado a medida. Qué poca esperanza y, sin embargo, qué necesaria.


lunes, 9 de enero de 2023

En la hora de la cosecha, surge la ira

 


Alimentada convenientemente, la ficción de la realidad produce monstruos terribles y en los corazones nace la ira.

Deimos y Fobos eran gemelos, hijos de Ares, dios de la guerra, y Afrodita, diosa del amor. Deimos llevaba dentro de sí el dolor y la ira y los provocaba a su alrededor. Fobos, el pánico y el horror. Por separado eran fáciles de dominar, pero juntos, cuando acompañaban a su padre, eran invencibles. La ira y el pánico causaban estragos por su capacidad de destrucción. Allá por donde pasaban todo quedaba devastado: amistades, familias, amor, ciudades, culturas enteras. Incluso cuando penetraban a la vez en un mismo ser, la persona quedaba aniquilada porque la ira y el pánico destruyen completamente a quien los tiene dentro de sí. Esto lo saben bien los sembradores de miedo. Con una buena cosecha de terror, antes o después llega la ira. Llevamos casi un cuarto de siglo dejando que en nuestros campos se siembre temor. En vez de cereales o patatas, hay vastos campos de terror. En vez de girasoles o frutales, miedo. En la hora de la cosecha, surge la ira.

Unos cientos de ultraderechistas han tomado al asalto el Congreso de Brasil y otras sedes institucionales como hace dos años hiciera otro grupo de igual ideología con el Capitolio de los Estados Unidos. Coinciden en gran parte de su pensamiento y en el motivo último: negar la legitimidad de los nuevos presidentes electos, pidiendo que se invaliden las últimas elecciones por fraudulentas. Da igual que se expongan los datos y los controles que garantizan el resultado, puesto que no están dispuestos a aceptar nada más que su opinión sobre los acontecimientos. Son personas intoxicadas por la propaganda y el cuestionamiento general del sistema. Este inicio del siglo XXI manifiesta la destrucción de las bases de consenso de las democracias liberales asentadas tras la II Guerra Mundial como el siglo XX comenzó con la destrucción de los sistemas políticos generados tras las revoluciones del siglo XIX. Hay muchas diferencias entre ambas situaciones, especialmente que aún no se ha provocado una alteración de la magnitud que se produjo tras la Revolución rusa o la aparición de los fascismos europeos (de todo ello se va cumpliendo un siglo), que tienen raíces muy distintas, por supuesto, pero responden al descrédito e ineficacia de los sistemas que regían por entonces. Esta es la clave que une ambos períodos históricos: un sistema en decadencia que no da respuestas a la demanda de sectores de la población que hasta ese momento no se cuestionaban su vigencia y que, con las sucesivas crisis económicas y morales, sienten la alteración de un tipo de vida que creían estable. Su ideología se alimenta precisamente de esta ficción, de ese sueño de un pasado estable que, en realidad, no existió nunca. Desde hace décadas se percibían todas las señales de lo que ocurre ahora puesto que no es más que una consecuencia de los últimos procesos de globalización. Una globalización inevitable en la que las estructuras nacionales se han resentido y estallado hasta el punto de que los gobiernos estatales no son ya lo que eran hasta hace veinte o treinta años. Vivimos en una ficción de países anclada en sueños nacionales que no responden, en absoluto, a la realidad, pero cuya nostalgia sirve para alimentar el descontento de estos grupos de ciudadanos. No se puede razonar con ellos porque su visión está sesgada por esa nostalgia y por el resentimiento de que otros -los inmigrantes, los comunistas, las feministas, los ecologistas, los trans, los funcionarios, los científicos- solo procuran la destrucción de un sistema de vida en el que ellos creen haber vivido mejor.

Curiosamente, en estos sectores descontentos hay muchos que antes no estaban de acuerdo con el sistema que ahora reivindican. En España, por ejemplo, esgrimen la condición sagrada de la Constitución de 1978 grupos ideológicos que en su día estuvieron en su contra. En los Estados Unidos, en Brasil, en España, en Hungría, en Polonia, viven una mentira que no se creían antes, pero aunque se la creyeran y fuera un pasado verdadero, ya no sirve para la realidad actual. Una realidad dominada por la globalización y por el inmenso poder de grandes corporaciones multinacionales que nos han convertido en clientes por encima de nuestra condición de ciudadanos. En la historia, nunca ha servido de nada anclarse a verdades ideológicas grabadas en bronce.

Dicen que a los gemelos Deimos y Fobos solo podía diferenciarlos su hermana, Harmonía, que esta era la única capaz de distinguirlos y amortiguar sus efectos, procurando la concordia.

Hubo un tiempo en el que se proclamaron los derechos universales del ser humano, los derechos civiles y políticos, aquellas razones que hacen a los seres humanos iguales independientemente de su lugar de nacimiento, sexo, condición, idioma, religión. Reconocer que los mismos derechos que queremos para nosotros deben tenerlos todos los habitantes del planeta. Quizá sea el momento de regresar a esa senda y tejer la nueva realidad con los verdaderos mimbres de la concordia.

martes, 5 de julio de 2022

A pie de obra

 

Las grandes ideologías y creencias que han causado tanto sufrimiento en el pasado son tozudas y regresan. Se visten a la moda, han aprendido a cambiar el significado de las palabras y las actitudes que las derrotaron en el pasado y las doblegan para desnaturalizarlas, se apropian de los conceptos y aparecen en la plaza pública como si fueran otras. Siempre están ahí, dispuestas, preparadas ante momentos de incertidumbre y desconcierto, esas épocas en las que la mente colectiva necesita refugio fácil porque teme.

Pertenezco a una época que construyó una salida diferente. Ante el mundo crispado que había salido de un siglo de excesos nacionalistas, neocolonialismo criminal, un despiadado capitalismo y el error histórico que manchó las manos de sangre con el comunismo como reacción a todo ello. Se habían pervertido todas las palabras. Las grandes potencias esclavizaron el mundo y lo pusieron a su servicio justificando los crímenes en aras de un progreso que no consistía más que en el enriquecimiento de los menos frente al resto. Las naciones de ciudadanos que habían sido necesarias para salir del oprobio del Antiguo Régimen, se convirtieron en nidos de nacionalismos supremacistas. Surgieron los fascismos, el nazismo, el estalinismo, el mal como razón de estado. Se pervirtió también la lucha por los derechos de los desfavorecidos. Llegaron las guerras y el mundo se dividió en dos bloques cuya existencia dependía del contrario porque estas ideas y creencias necesitan la confrontación permanente, el victimismo y la falsificación histórica. En los años sesenta del pasado siglo surgió la posibilidad de construir una nueva forma de mirar el mundo que se saliera de ese enfrentamiento. Triunfó unas décadas después, pero en aquel triunfo estaba escrito su fracaso posterior. En aquellos años fuimos mejores y en ellos se encuentra la lección que debemos aprender: la posibilidad de convivencia con el respeto al otro, construir un mundo plural y solidario en el que las grandes áreas del mundo desfavorecidas puedan mejorar a partir de un progreso sostenible y cohesionado. Sin embargo, ahí estaban aquellas ideologías y creencias de antes, las que provocaron más de un siglo de destrucción. Han tomado de nuevo la palabra el fanatismo religioso, los nacionalismos supremacistas, el racismo, la xenofobia, el capitalismo sin control, el egoísmo humano, el mal. Son muchos los que los abrazan por miedo.

El miedo es pegajoso cuando se extiende. Basta una mentira burda para propagarlo. Siempre habrá un momento en el que nuestra mente esté predispuesta ante la reiteración interesada, sesgada y manipulada de las noticias. Después es muy difícil salir de su oscuridad, especialmente en una época en la que nada parece funcionar, nada parece ir como debiera. Es entonces cuando encontramos la sociedad de estas ideologías y creencias. Es el producto que quieren que compremos. Vienen tiempos difíciles para aquellos que nos negamos a abrazarlas. Nos han hecho creer que somos minoría.

domingo, 13 de marzo de 2022

La guerra

 


(Dibujo del gran Antonio Cantero Garrido.)

Evocando a Heráclito de Éfeso, dice Fernando de Rojas, en el prólogo a la Celestina, que todo en la vida nace como contienda y batalla. La razón filosófica busca en la confrontación de los elementos naturales la vida sin necesidad alguna de los dioses. Los contarios luchan creando y destruyendo. Continúa Fernando de Rojas: ¿Pues qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es subjeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus embidias, sus aceleramientos e mouimientos e descontentamientos?  La Celestina, sobre la que trabajo estos días, no es otra cosa que la demostración de esta terrible visión de la vida.
A partir de la Ilustración, el mundo parecía tener otras opciones. Por supuesto que se entendía la historia como una confrontación entre la luz y la oscuridad, la razón y la irracionalidad, la humanidad y la inhumanidad, la civilización y la barbarie, pero todo parecía alumbrar un camino hacia el progreso inevitable del ser humano, especialmente con aquellos principios que regulaban la acción avarienta de las naciones y los poderosos: la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada en 1789 por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, la defensa dieciochesca de los derechos internacionales y la economía moral, que recuperaban todos los trabajos de grandes personalidades del renacimiento español como Francisco de Victoria, los movimientos abolicionistas, sindicales y sufragistas. Sin embargo, triunfaron el neocolonialismo y las ideas basadas en el predominio de unas supuestas razas y culturas sobre otras, que justificaron los nacionalismos exacerbados, la depredación del mundo por élites de poder y encendieron múltiples guerras regionales y dos guerras mundiales.
Tras el fracaso de la modernidad, la humanidad buscó un nuevo camino para salir de las grandes ideologías y creencias que lo habían provocado. La postmodernidad inventó una manera de mundo que nos permitió respirar, construir una nueva relación entre el individuo y la sociedad con un amplio espacio de encuentro entre ambos lados. Durante unas décadas parecía que lo mejor era posible, pero nos acomodamos. La ilusión de libertad y optimismo que trajo la postmodernidad se acabó con la entrada en el siglo XXI. La fortaleza de aquellos conceptos que triunfaron a partir de la década de los sesenta del pasado siglo era también su debilidad. La postmodernidad fue arrasada por la avaricia neoliberal, que ha fabricado un engendro espantoso, que es en lo que consiste la globalización económica basada en los resultados económicos y en la ruptura de toda normativa que controle el enriquecimiento despiadado de corporaciones. A la sombra de este poder surgen individuos sin más ética que ganar dinero ni más corazón que su cartera de criptomonedas, refugio de toda la inmoralidad de este mundo en el que nos encontramos. Como reacción, brotan de nuevo los nacionalismos y los neofascismos, la demagogia y los populismos. Mal futuro. Un buen porcentaje de las personas parece buscar refugio en lo emocional, en el temor y en la rabia y se convierten en presas fáciles para quienes han construido mensajes de fácil digestión.
Tras el fracaso de la modernidad, surge una nueva era de inestabilidad que busca la destrucción de los sistemas estatales que procuran la cohesión de la sociedad y su sustitución bien por élites de poder locales bien por grandes corporaciones, según el espectro ideológico predominante en cada caso. En esta destrucción todos hemos participado, de una manera o de otra: ampliando el descrédito de la democracia, de los partidos políticos, sindicatos y cualquier otra institución, cerrando los ojos ante la corrupción, difundiendo bulos. La inestabilidad lleva a muchos a abrazar soluciones radicales que parecen confirmar lo dicho por Fernando de Rojas y a otros a buscar caminos propios de bucaneros electrónicos y estafadores. Hay quien sueña con un mundo regido por corporaciones que los usuarios puedan regular con movimientos desde su ordenador portátil o su móvil. Hay quien lo hace en una sociedad en la que los intereses individuales prosperen sin limitación alguna. No es ingenuidad, es puro egoísmo.
Este mundo surgido en los primeros años del siglo XXI ha tomado de nuevo la idea del conflicto permanente. De ahí proceden las últimas crisis económicas que hemos padecido, las guerras que derivaron en terrorismo internacional, los movimientos migratorios que han causado tanto dolor y tantas muertes. También la actual invasión de Ucrania por parte de Rusia.
Tras la caída del muro de Berlín, Rusia, la Federación Rusa, no ha caminado hacia una sociedad igualitaria y cohesionada, sino hacia un régimen autoritario cuyo supervivencia solo es posible si se disfraza con ultranacionalismo para derivar las dificultades de la población, un regreso a las peores ideologías de finales del siglo XIX que provocaron millones de muertos en el mundo. Al frente, quien ha conseguido ser alabado a la vez por la izquierda y la derecha radicales y tejer una red de conspiración mundial en la que han caído quienes se aferran a la fuerza ante el temor a la libertada auténtica. No es contradictorio: es un síntoma.
El mundo occidental ha perdido también los valores sobre los que se construyó la idea del estado del bienestar y se encuentra desde hace décadas en manos de grandes corporaciones financieras que controlan todos los sectores, desde la energía hasta la cultura, y que solo buscan mejorar los resultados económicos anuales.
Nos espera el abismo de la guerra, cuyo final todavía no sabemos y cuyas consecuencias serán más duraderas de lo que imaginamos. 
Y mientras tanto, la muerte.

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Todo lo que hay detrás de una bellota. Parodia y demagogia.

 


Maduran ya las bellotas en los robles. Lo harán también en las encinas y alcornoques. En unos días, en cuanto bajen las temperaturas, estarán en su sazón y se desprenderán fácilmente. Caerán al suelo en lluvia fértil y nutritiva. Hubo tiempos en los que eran una base fundamental de la dieta, tanto molidas en harina como asadas o cocidas. Lo que fue sustento, ahora se desprecia como propio de animales. Quizá haya regiones en el mundo que todavía las consideren como parte esencial del alimento humano.

En el capítulo XI de la primera parte del Quijote, Cervantes juega con todo lo que significa la bellota. Don Quijote, ante unas bellotas avellanadas que le ofrecen los pastores que les han acogido a él y a Sancho, pronuncia un famoso discurso sobre la edad dorada en el que elogia lo que nunca fue para sentirse melancólico por lo que sucedía en su tiempo. Don Quijote tenía la sensación de que el ser humano se encontraba en decadencia. Qué hubiera dicho en nuestros tiempos.

Lo que no sabe don Quijote es que está enfermo de un mal literario. Quizá piensa que aquellos cabreros son pastores como los de la literatura y no presta atención a que son eso, cabreros. Iba a decir que son cabreros reales, pero tampoco lo son, puesto que están escritos por Cervantes. Son cabreros realistas, verosímiles, que es como si fuera la realidad sin serlo. Ese desajuste le viene bien a Cervantes para trabajar la parodia y el discurso, perfecto en todo, queda desarbolado en el primer requisito retórico: ajustarse al público.

Los cabreros no entienden nada de lo que dice don Quijote. Sin embargo, Cervantes no deja caer del todo a su protagonista: aquel público queda embobado por cómo suena lo que dice, no entienden, pero se ven atrapados por las palabras. Si Cervantes buscaba el juego paródico con la literatura pastoril, alcanza, quizá sin quererlo, otro más sutil, menos evidente: hay discursos que atrapan la atención de quien los escucha sin entenderlos del todo, por la música y las pocas cosas que pueden comprender en esta o aquella palabra, especialmente las que se dirigen a las emociones más primitivas y que se sitúan hábilmente para que el que escucha se crea que es a él a quien van dirigidas. No entiendo nada, pero qué bien habla; no entiendo todo, pero esto parece que me habla a mí. El que escucha así no puede cuestionar nada porque no comprende o quizá solo comprende una parte, pero no el alcance general del discurso, a dónde le quiere llevar el que lo pronuncia. No puede levantar la mano y protestar porque las cosas nunca fueron así como se dice que fueron en la edad de oro, sobre todo para ellos, los cabreros, que solo pudieron aspirar a cuidar las cabras. Quizá solo para un puñado de privilegiados, que sienten que el mundo ya no pueden dominarlo como hacían antes, ahora que todos reclaman su parte en la historia.

Sin quererlo, Cervantes nos lleva a uno de los núcleos más peligrosos de todo discurso pronunciado ante un público que no puede entender la complejidad de lo que se le dice, toda la profundidad de las palabras y sus contextos, el peligro de un encadenamiento sintáctico e ideológico que suena bien, pero no es bueno ni deseable. He tenido la oportunidad estos días de escuchar a una persona con mucha labia alabar el mercado libre sin regulación alguna y poner como ejemplo de tal mercado a China acto seguido, en la misma conversación, en un discurso trabado a la manera que se escucha ahora en internet y que consumen con tanta facilidad tantos. Cuánta falsedad peligrosa. Esta persona solo tiene disculpa si, como don Quijote, ignora su locura y las consecuencias de su discurso para la sociedad en la que vive, lo ha educado y lo protege y de la que se aprovecha sin cargo de conciencia ni rasgo alguno de generosidad. 

Se extiende hoy esta demagogia. Es fácil encontrarla en los discursos del odio, en los conspiranoicos, en la publicidad de las grandes corporaciones, en los nacionalismos, pero también en estos pequeños aprovechados que se limitan a recoger las migajas que caen de la mesa de los que han fabricado estas estrategias de depredación social y que los utilizan como piezas de un engranaje que necesitan para que todo siga funcionando. La actitud de su público es como la de los cabreros del Quijote: embelesados ante la música que les llega a través de las redes sociales o los servicios de mensajería de sus teléfonos móviles y ayudando a difundir estos mensajes que no comprenden, pero que se fabrican hábilmente para que parezca que sí. A los cabreros, don Quijote les hablaba a partir de una bellota, que ellos comprenden y aprecian, pero les contaba un relato sobre una edad de oro cuyo verdadero alcance real no entienden.

La demagogia tiene eso, que utiliza los tópicos y nos los facilita en un discurso que nos agrada, que nos reconforta, que da la razón a nuestros miedos y sueños o los estimula. Así, don Quijote peca de parodia y de demagogia, como muchos hoy. Lo malo es que a estos no los vemos venir, como sí ocurre con el pobre loco, que solo quería vivir en un libro.

La bellota, así tratada, es mucho más que una bellota.

lunes, 9 de agosto de 2021

El reto del cambio climático. (Mar, cielo y nubes)

 

El mar subirá de dos a tres metros en el presente siglo. Es solo una de las consecuencias del cambio climático producido por la acción humana según el sexto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU (puedes acceder al comunicado de prensa en español y enlaces para leer toda la información pinchando aquí). En algunos de los parámetros medidos, los cambios son ya irremediables y nuestro comportamiento al respecto solo podrá atenuar las consecuencias dentro de unos siglos. Nos enfrentamos, pues, al reto de la generosidad.

Somos herederos de las consecuencias de los caminos del progreso decididos por el liberalismo trasformado en mercado despiadado en el que todo se subordinaba al valor económico y a una vía de progreso que no respetaba la ecología ni la capacidad del planeta de regenerarse de forma natural para sostener el delicado equilibro del medio ambiente. Todavía hoy hay quien defiende ese camino pensando que el mercado es capaz de regularse a sí mismo sin intervención de ningún organismo que marque unas normas, como si obedeciera a un mecanismo natural y no a la ambición alentada por los instintos más egoístas del ser humano. No hay solidaridad en el libre mercado si no se le somete a fuerte regulación para evitar desmanes, depredación e injusticias, tan solo beneficencia, siempre que esta obedezca a un control moral o ideológico de quien posee la riqueza o a beneficios fiscales que la recompensen. De hecho, son muchos los que han visto en el modelo chino de capitalismo dirigido (o la modalidad rusa) la continuidad lógica de aquel viejo libre mercado del siglo XIX, sin pararse a pensar que no puede existir libre mercado sin libertades individuales, solidaridad ni derechos civiles democráticos. O se paran a pensarlo, pero el instinto de negocio es superior a cualquier escrúpulo ético mientras a ellos les vaya bien. El neoliberalismo ultraconservador es capaz de fabricar cualquier salto argumental sin despeinarse y desviar nuestra atención de las cosas verdaderamente importantes.

Nos enfrentamos al reto de la generosidad. Debemos pensar en las generaciones siguientes más que nunca. Ya no en nosotros, nuestros hijos o nietos o en las capas de la población menos favorecidas de nuestros países o de otros continentes, sino más allá, hacia personas que nunca conoceremos ni de las que tendremos noticias jamás. Las alarmas y los datos están sobre la mesa. Me gustaría ser optimista, pero contemplando el peso que tienen los pensamientos dominantes en la economía y sus estrategias de comunicación y publicidad, hay algo en mí que me lo impide.

martes, 8 de septiembre de 2020

La perplejidad de nuestro tiempo de crisis

 


En 1989 caía el muro de Berlín. Fue el logro político más impactante (mediático, se dice ahora) de la época conocida como postmodernidad y uno de los hitos históricos que todos los que tenemos cierta edad vivimos en verdadero directo antes de la aparición de las redes sociales. El sistema de libertades occidentales tal y como se entendía entonces parecía triunfar y todo era esperanzador y joven y estaba por hacer. En el fondo, así nació la postmodernidad a finales de los años cincuenta, con una mirada diferente al mundo, menos sectaria, con aportaciones ideológicas que no buscaban la totalidad en sus soluciones ni el enfrentamiento, sino la reconstrucción de un mundo dividido y enfrentado en bloques, que asfixiaba por igual a los que estaban en uno u otro y que necesitaba cambios urgentes. Los dos bloques enfrentados llevaban un par de décadas cambiando por donde cambian las cosas: porque la gente necesitaba otros horizontes, más libres y menos controlado por los dogmas ideológicos, morales y religiosos. Aunque a algunos analistas y políticos les pilló de sorpresa, la gestación de los cambios fue larga.

Curiosamente, lo que vino después no cumplió las esperanzas. El impulso duró hasta el final del siglo XX, pero la falta de contrapeso hizo que ese mundo joven esperanzado occidental se inclinara hacia un capitalismo feroz en el que la globalización rompió poco a poco todas las costumbres y reglas de juego nacionales. Las que se necesitaban romper porque estaban viciadas, impedían el crecimiento y los derechos personales, pero también las que habían protegido a los más débiles y habían cohesionado el estado de bienestar en muchos países. Fuera del llamado mundo occidental, las cosas no fueron mejor a la larga. La inestabilidad provocada por la caída de la Unión Soviética provocó guerras y conflictos locales casi nunca bien resueltos, con intervenciones poco afortunadas de las potencias occidentales guiadas casi de forma exclusiva por los intereses económicos y geoestratégicos y la aparición en los nuevos países de soluciones políticas muy alejadas de aquella esperanza despertada en 1989, que se han venido mezclando con peligrosos nacionalismos e integrismos religiosos.

Hoy, el mundo occidental está perplejo. No tiene verdaderas soluciones políticas para la descomposición que se observa en nuestra época tanto en las estructuras políticas y sociales como en el mapa del mundo y se halla vulnerable ante crisis financieras y sanitarias. También trágicamente desunido y crispado. En el fondo, la perplejidad del mundo occidental consiste en comprenderse tan vulnerables como los países que antes no formaban parte de lo que se conocía como primer mundo y no querer aceptarlo porque vive en la ensoñación del pasado. Por eso el surgimiento de líderes y partidos políticos con apariencia de dureza y soluciones autoritarias que contaminan todo el espectro parlamentario y el rebrote de grupúsculos conspiranoicos y negacionistas de la ciencia. Es un peligroso caldo de cultivo. Aunque las estructuras sociales, administrativas y económicas son más sólidas y le permiten todavía vivir lo que ocurre en mejores condiciones, el occidental parece desorientado al comprender finalmente que él también se puede ver terriblemente afectado por estas crisis que antes parecían o cosa del pasado o de otras regiones del mundo. Evidentemente, en su perplejidad no ve la dureza con la que azotan estos malos vientos a las zonas pobres del planeta, a las que nada puede ofrecer ya excepto ponerse las últimas a la cola de la futura vacuna para el COVID-19 y de la más lejana recuperación económica.

En los próximos meses no solo necesitamos una vacuna fiable, sino un Presidente de los EE.UU. que comprenda la importancia de este reto, una negociación del Breixit que sea amistosa, sepultar todos los nacionalismos y encontrar unos líderes políticos y empresariales que entiendan el mundo más parecido a lo que soñábamos en 1989 que a la realidad actual. ¿Lo lograremos?

lunes, 4 de mayo de 2020

Una puesta de sol junto a la muralla de Béjar


Los datos mejoran día a día, el virus remite. Nos debemos felicitar porque la mayoría ha hecho lo que se debía hacer, incluso a costa de grandes sacrificios personales. Ahora toca la prudencia, la solidaridad y la empatía, más que nunca.

Aumenta el guirigay político según nos acercamos al fin de la situación más grave de esta pandemia o, al menos, de su primer brote en el país (ojalá acierte la predicción de algunos científicos que ven muy posible que no reaparezca). Ahora todos reclaman su protagonismo en lo que viene, aparte de elevar el tono de las críticas. Da la casualidad de que los que más han gritado antes, desde el inicio, son menos escuchados ahora porque ya no pueden hacerlo más alto y entre tantas voces se lleva el minuto de gloria aquel que cuenta con más apoyo y ha esperado su momento estratégico. Todo es confusión cuando debería haber más sosiego para el análisis y la toma de medidas adecuadas para salir lo mejor posible y que, cuando se repita en el futuro una situación como esta (que se repetirá) sepamos cómo actuar desde el primer minuto.

Por suerte, la afectación del virus remite, por lo que vendría a demostrarse que algo se ha hecho bien por parte de la administración, los científicos y el sistema sanitario y que la actuación de los que han hecho funcionar día a día este país desde sus puestos de trabajo y los ciudadanos ha sido la correcta, pero no importa a los vociferantes porque lo que toca ahora es demostrar quién va más allá en las afirmaciones sin aportar otros caminos y soluciones que sirvan para todos en una realidad tan múltiple. Ocurre además que los que ahora dicen que ha de hacerse una cosa antes decían que se hiciera la contraria, quizá se sepan a salvo porque la memoria política es corta y en este país, como decía José Zorrilla, nadie se acuerda en octubre de lo que sucediera en mayo.

Habrá que pedir responsabilidad por los errores a todas las administraciones implicadas (los ha habido, sobre todo por falta de previsión, pero también por excesos verbales o declaraciones imprudentes o mal asesoradas) y, como siempre sucede en España en los últimos años, lo que uno ataca en la que gobierna el partido contrario no admite que haya sucedido en la que gobiernan los propios. La campaña electoral permanente en la que vivimos, junto a las próximas convocatorias electorales previstas y aplazadas para el País Vasco y Galicia (presumiblemente también se convocarán en breve en Cataluña) no animan a pensar que se estudie con calma dónde se han cometido los errores y se subsanen, sino a dedicar todo el esfuerzo a la propaganda en uno u otro sentido.

Desde hace unos días algunos medios de comunicación de los llamados serios participan en la propagación de falsas verdades, verdades a medias o directamente patrañas, especialmente en sus versiones digitales, pero también en sus ediciones en papel. Ya no son ciudadanos indignados. A veces se escudan en que los toman de fuentes de internet -portales digitales pseudoperiodísticos, también de los llamados periodistas urbanos-; en otras ocasiones recogen directamente notas de prensa de asociaciones, organismos o plataformas de opinión sin contrastarlas, intencionadamente o no. Esto ya era habitual antes bien porque las empresas de comunicación tienen comprometidos sus apoyos políticos y sus intereses económicos, bien porque cuentan con escasos recursos y pocos redactores que trabajan sin tiempo suficiente para cumplir con su labor de la mejor forma. No me refiero aquí a la opinión política o experta del tipo que sea, claro está, sino a la información veraz de la que debe partir aquella. 

Ha sido singularmente llamativa la incorporación de imágenes en la prensa en papel -con su siguiente divulgación en las redes sociales- que causaban alarma porque podría interpretarse con ellas que había un sistemático y hasta voluntario y mayoritario incumplimiento de las instrucciones del estado de alarma. Por suerte, sabemos que esto ha ocurrido en contadas ocasiones y que estos medios de comunicación, por la razón que sea, han convertido en regla lo que es solo anécdota, provocando en muchas personas un estado de psicosis. Hay imágenes cuyo sesgo no le ha podido pasar desapercibido al redactor jefe porque fueron tomadas con perspectivas, ángulos y focos que achican el espacio de tal manera que lo que son cientos de metros resultan aparentemente unas decenas en los que aparentemente se acumulan personas, cuando tomadas en su justa perspectiva estas personas guardan la distancia aconsejada salvo algún caso de imprudencia o tozudez, que siempre lo habrá. Desde que la propaganda de los regímenes criminales soviéticos, nazi o fascistas descubriera en las primeras décadas del siglo XX el poder de la imagen fotográfica falsificada para crear un estado de opinión, sabemos que una imagen no es más que un enfoque determinado y que si no tenemos otras desde otras perspectivas no puede tomarse como documento válido. Las herramientas tecnológicas han venido a aumentar estas falsificaciones. La mente humana aún percibe la imagen fotográfica como verdad y por eso resulta tan fácil manipular lo que cree ver. Los medios de comunicación modernos que cometen esta falta de objetividad añaden un titular que condicione aún más la lectura de esa imagen.

Soy un ingenuo. Lo que más me extraña de todo esto es que sigamos cayendo tan fácilmente en la trampa. En el fondo, la crispación política de los últimos años hace que aceptemos sin más aquello para lo que nos han predispuesto los medios de comunicación afines que leemos, escuchamos o vemos de manera casi exclusiva. No nos damos cuenta de que somos tratados como personas inmaduras, fácilmente manipulables. En el fondo, hemos dado un paso atrás de ciudadanos a súbditos, quizá mejor a fanáticos. Alguien lo ha llamado la futbolización de la política, de la que solo podremos salir con una fuerte inversión en educación y en cultura que forme ciudadanos conscientes que rechacen estas manipulaciones tan burdas de la realidad y que deberían avergonzarnos. Quien se sienta bien viviendo en una España o en un mundo tan crispados, quien no vea que el camino del futuro debe conducirnos por otra dirección diferente a la tensión continua, al disparate, al insulto y a la repetición de consignas consciente o inconscientemente, no es parte de la solución sino del problema.

Hoy hemos ido a pasear al ponerse el día. Junto a las antiguas murallas de Béjar, en el pico de esta ciudad alargada y hermosa. Desde allí, hacia la peña de Francia, he visto un horizonte de atardecer bien diferente al que he tenido en el confinamiento. Los lienzos de la muralla, por aquí bien conservados, han enmarcado la puesta de sol. Hemos aplaudido unánimemente.

viernes, 17 de abril de 2020

La aceptación de la realidad como primer paso (Claudio Rodríguez viaja en autobús)


Las lluvias de ayer y hoy han dejado una capa fina de nieve nueva en lo más alto de la sierra de Béjar. Nieve de primavera, que se irá con los primeros soles.

Estos días de lluvia y epidemia vírica, he recordado el poema Lluvia y gracia de Claudio Rodríguez. Se incluye en el libro Alianza y condena, publicado en 1965. Un ejemplo más de esa virtuosa forma de su escritura, que trasformaba lo más cotidiano en alta reflexión. El poeta va en autobús:

Desde el autobús, lleno
de labriegos, de curas y de gallos,
al llegar a Palencia,
veo a ese hombre.

De pronto, se desencadena la lluvia y el hombre corre como quien asesina hasta buscar refugio en un portal. No comprende el significado profundo del agua:

que le crece como un renuevo fértil
en su respiración acelerada,
que es cebo vivo, amor ya sin remedio,

En su ignorancia, nos dice el poeta, respira tranquilo

al ver cómo su ropa
poco a poco se seca.

Este virus nos molesta, ha turbado nuestro mundo y ha provocado miles de muertes en todo el mundo, quizá cuando termine la epidemia sean centenares de miles de muertes por las que haya que llorar. Ojalá pudiéramos librarnos de él como cuando se contempla cómo se seca la ropa después de la lluvia. Pero la historia de la humanidad no se debe construir sobre ese llanto necesario, sino sobre las lecciones que nos da la vida y sus consecuencias. Deberíamos estar preparados para obtener las lecciones adecuadas de todo esto. Siempre lo hemos hecho.

Lo primero debería ser aceptar la realidad. El ser humano se ha hecho muy fuerte a lo largo de su evolución, pero sigue siendo frágil. Hemos vencido todo tipo de enfermedades y venceremos esta. No tan rápido como deseamos. En un tiempo como este en el que las redes sociales nos han acostumbrado a la rapidez y la comodidad para conseguir casi todo, exigimos que los científicos -a los que no apoyamos suficientemente con los presupuestos públicos- den con un medicamento adecuado y con una vacuna en semanas. Deberíamos saber que esto es imposible, que la ciencia y la medicina tienen sus tiempos y sus protocolos. Solo la soberbia de nuestra condición moderna nos lleva a exigir algo imposible. La ciencia no es la fe religiosa, como la política en estos casos no es lo que querríamos que fuera sino lo que es.

Lo segundo, es comprender que estamos inevitablemente expuestos a esta y próximas pandemias por nuestra forma de vida, por la globalización y la hipercomunicación.

La primera lección debe ser la aceptación de nuestra fragilidad porque esa es nuestra fortaleza. A partir de ahí se tendrá que compartir toda la información científica por encima de patentes farmacéuticas y esto, en un mundo capitalista como el nuestro, solo es posible con la legislación adecuada acompañada de financiación y cooperación internacional.

Miro la sierra, hacia la Covatilla y el Calvitero. Su fina capa de nieve. Ha dejado de llover y, como todos estos días, la luz del atardecer nos regala la calma suficiente.

jueves, 16 de abril de 2020

Qué nos reserva el futuro


Hoy también ha llovido y, como ayer, después de la lluvia la luz lo ha inundado todo. Está la tierra lavada, la primavera suelta y la naturaleza más libre. He querido desentenderme de las noticias, que podré oír, matizadas, ampliadas o corregidas mañana. Aun así, me han llegado las recomendaciones para adaptar la docencia presencial al formato virtual en el ámbito universitario. Encuentro en todo un vacío: ¿qué pasará en el próximo curso? Por teléfono, para otras cuestiones, hablo con mi amigo, poeta y profesor universitario Javier Dámaso Vicente y charlamos un rato sobre esto. A pesar de que todo debe aparentar normalidad, la pregunta hoy es si podemos ignorar los riesgos que corremos si no nos preparamos suficientemente para que el próximo curso  escolar pueda comenzar de forma virtual, arbitrando todas las medidas y adecuando ya nuestras guías docentes y programas. Quizá no tengamos ya confinamiento, pero sí permanecerán muchas de las medidas que evitan las concentraciones y reuniones en espacios cerrados.

Me sorprende la manera en la que unos atacan las decisiones de otros cuando allá donde gobiernan los de los unos toman las mismas medidas que los otros antes o después. No veo que se haya aceptado que estamos en un tiempo en el que las antiguas formas de oposición política y de gobierno han cambiado. O deberían hacerlo. Saldrán más rápido y mejor los países que lo entiendan sin menoscabo de las bases democráticas de una sociedad. Si abundara la salida mala de esta crisis, aunque solo fuera por un pequeño tiempo, la civilización actual se entregaría a la catástrofe. Ya ha ocurrido antes.

Sobre lo anterior, releo un libro de J. Ferrater Mora, Las crisis humanas (es una selección de El hombre en la encrucijada, que no tengo aquí, publicada en 1972). Plantea cuestiones bien interesantes para nuestro tiempo, que hemos olvidado por el gran crecimiento que hubo en el mundo desde los años ochenta hasta principios de este siglo. Tras plantearse la dualidad entre progreso material y progreso moral, se pregunta: 

¿Cabe integrar en formas de vida material y moralmente más elevadas a sociedades cada día más vastas y, en último término, a la sociedad entera? ¿Es el hombre un ser capaz de renovarse y mejorar indefinidamente, o es una "mala bestia" cuya historia ha sido, es y será un tejido de insensateces y crueldades? ¿Nos reserva el futuro catástrofes sin cuento, alentadoras perspectivas o una mediocridad enfadosa?

Todo lo humano, dice Ferrater Mora hacia el final del libro, es una espada de dos filos. Lo que conviene es procurar que solo el filo mejor penetre por el futuro. 

Seguiré leyendo unos días más este libro. En estos días es normal que el presente sea lo urgente, sobre todo en los casos individuales de aquellos que vivan en la angustia o que se encuentren luchando en primera línea contra la epidemia, pero el resto no debemos caer en el despotismo del presente, que es un tiempo frágil, engañoso e inexistente por sí mismo. A mi edad, veo el mundo desde un páramo elevado. No sé lo que me resta de vida, quizá me lleve por delante este virus o quizá tenga aún un buen puñado de años que me permitan ver los cambios que vendrán, quizá después de unos años convulsos, pero yo solo podré contribuir ligeramente al futuro, que es siempre cosa de los más jóvenes, ¿pero qué piensan los jóvenes sobre lo que está ocurriendo?

Vuelve a llover cuando redacto esto. ¡Qué hermoso otoño tendremos!

miércoles, 15 de abril de 2020

Los primeros anuncios del colapso


Hoy sí que ha caído un golpe de agua en Béjar. He salido al balcón de la calle Mayor a ver la luz después de la lluvia y la calle mojada. ¡Qué luz la de después de una tormenta!

Esta pandemia vírica debería hacernos reflexionar sobre algunas cosas sustanciales. Sabemos que muchos científicos nos venían advirtiendo sobre nuestra forma de vida, la manera en la que como especie hemos diseñado el progreso. Por una parte, la agresión al planeta como sistema ecológico, con la contribución al cambio climático; por otra, las consecuencias de una globalización basada prioritariamente en lo financiero y en la producción barata de productos que, en realidad, no necesitamos más que para ese espejismo en el que hemos basado artificialmente el estado de bienestar. Es complejo social y políticamente cambiarlo porque muchos de los menos favorecidos quieren vivir como vivimos en occidente las clases medias. ¿Quiénes somos para decir a los demás que no vivan como nosotros lo hacemos, dar lecciones éticas de cómo deben comportarse desde nuestra comodidad y seguridad, impedir que vengan a occidente desde los lugares del mundo que hemos sometido y a los que hemos depredado? Sobre todo, porque el ecologismo a la moda se ha convertido por aquí en marca de distinción social con bastante hipocresía personal en su práctica. No se puede ser ecologista si esto significa consumir productos fabricados a miles de quilómetros, viviendo en una urbanización alejada del término urbano a la que todo ha de llevarse -hasta el servicio doméstico- y con varios automóviles en la familia. Así solo se lava la conciencia para poder dormir bien por las noches.

Han sido los científicos los que nos han advertido de cómo nuestra forma de vida acelera la peligrosidad del comportamiento presente y futuro de bacterias y virus, como un horizonte de colapso de nuestra especie. Todos hemos oído reiteradamente a lo largo de estos años que el abuso y el mal uso de los antibióticos dificultará controlar enfermedades. También que la vida en macrociudades hiperconectadas es un campo abonado para los virus contra los que aún no se ha expuesto el ser humano, pero lo hará porque cada vez quedan menos zonas vírgenes, y contra las mutaciones de los que ya conocemos. Por otra parte, no hay suficiente inversión en la investigación médica y se ha permitido que la industria farmacéutica sea uno de los negocios más lucrativos. Y socialmente, cada vez son más los marginados dentro del primer mundo, sin una eficaz asistencia médica.

Hace tiempo lancé en este blog una serie de entradas que titulé Pensar el mundo a principios de siglo, en la que abordaba alguna de estas cuestiones. La globalización ha sido financiera y de producción industrial, pero no otras cosas necesarias. En realidad, los cambios mentales que ha implicado hasta ahora nos han derivado más hacia el consumismo global y una visión del mundo como tierra sin frontera para el negocio y el turismo. No hemos sabido abordar correctamente lo que implica también esta nueva fase de globalización: facilidad en la circulación de personas, incluso de aquellos a los que consideramos como inmigrantes ilegales; reacciones violentas desde los fanatismos integristas; comprensión del otro como alguien con los mismos derechos y obligaciones; cohesión de las sociedades con ideas de progreso, justicia y derecho a la diferencia; defensa eficaz y urgente del medio ambiente; normativas que sirvan para todo el planeta, etc.

Lamentablemente, hemos aceptado la globalización solo mientras contribuya a nuestro falso estado del bienestar, pero en todo lo demás hemos fortalecido sentimientos nacionalistas y proteccionistas y caído en la crispación. De ahí el fuerte rebrote de movimientos políticos que deberían asustarnos más de lo que lo hacen basados en populismos, segregacionismos, supremacismos, intereses de sectores económicos o de clase. Movimientos que encontramos en ambos lados de la antigua manera de entender la política. Nos hemos olvidado de que los males de la globalización, que es inevitable, no se pueden combatir desde las viejas fronteras nacionales ni los conceptos de clase defasados. Un virus ha venido a demostrarnos que no hemos pensado a tiempo todo esto, que hemos estado a otras cosas. Ojalá aprendamos. Todos, porque cada uno de nosotros tiene su propia responsabilidad en el asunto y no podemos dejar de pensar en ello antes de pedir desaforadamente cuentas a quienes nos gobiernan.

Sin embargo, en todos los lugares se pretende volver a la vida que teníamos antes de este virus.

Me conformo con esta luz del atardecer. De todos los lugares me llegan noticia de esta luz, de un horizonte más nítido. Ha bastado un mes de ralentización de nuestra vida para que se haya reducido tanto la contaminación que podamos apreciarla a simple vista por esa presencia de la luz.

domingo, 29 de enero de 2017

No hay muro que nos proteja de nuestra estupidez


La historia enseña que cuando desacreditamos a las instituciones todo queda en manos de la barbarie. A veces para bien, cuando las instituciones son despóticas, anticuadas o inservibles y merecen ser derrumbadas. En otras ocasiones es peligroso, sobre todo cuando esas instituciones lo que necesitan es ser reformadas, como cuando un viejo edificio necesita obras para que pueda ser habitable. En todo caso, en los momentos de crisis siempre hay quienes sufren las consecuencias de la trasformación más que otros. En la época contemporánea, desde que se constituyeron como principios del progreso humano la libertad, la igualdad y la solidaridad, hubo trasformaciones dolorosas pero necesarias: aquellas que extendieron esos conceptos. Muchos de los antiguos súbditos se negaban a ser ciudadanos y se aferraban a un mundo que se deshacía, un mundo injusto pero que les daba seguridad. Y la conquista de los derechos para todos costó sangre y dolor. Es el caso también de todas las dictaduras modernas. En cuanto estas duran lo suficiente en el tiempo, se establecen equilibrios de poder y la mayoría de las personas se acomodan y suelen temer los cambios que echen abajo el régimen. Incluso años después de que desaparezcan los dictadores hay nostálgicos de unos tiempos cuya definición es la desigualdad y la falta de libertades porque todo dictador que se precie habla a las emociones antes que a la inteligencia de las personas. Ningún pueblo sometido a una dictadura se gobierna por la ilustración sino por el miedo, el tejido de intereses y el fomento de unas emociones básicas que suelen referirse a las creencias y las banderas. Toda estrategia autoritaria pasa, además, por extender la desagregación social y hacer pensar que a uno no le va a ocurrir nada malo -o pero de lo que le ocurre hasta ese momento- porque pertenece a uno de los sectores protegidos por la idea que la sostiene. Esta falsa seguridad hace que la mayoría de las personas no vean lo que sucede a su alrededor o se desentiendan porque no va con ellos (los vecinos de los campos de concentración nazis, por ejemplo; pero también los que tienen trabajo en una época en la que se extiende el desempleo; los que tienen la seguridad de una casa en un momento en el que muchas personas pierden este derecho básico del ser humano, etc.).

Hace tiempo, en este blog, medité sobre nuestro tiempo en una serie que titulé Pensar el mundo a principios de siglo. No quería demostrar nada, solo reflexionar sobre lo que observaba. De vez en cuando he retomado la serie (puede leerse en este enlace: las entrada se recuperan en orden inverso a su escritura) por alguna circunstancia concreta. En este domingo de invierno tengo claro que la ilustración, la razón, va perdiendo el juego de la historia presente y que las circunstancias más negativas de mis análisis se han agravado. El mundo se ha encogido físicamente, casi como una reacción epidérmica, a consecuencia de algunas de las derivaciones de la globalización. En esta triunfa la ruptura de las fronteras para las finanzas pero se han agudizado los temores en amplios sectores de la población occidental a consecuencia de las crisis económicas que ha provocado, la pérdida de control sobre las propias decisiones de los gobiernos nacionales y el fenómeno atroz del terrorismo en su nueva cara internacional. Las consecuencias en Occidente son evidentes: la brecha social se amplia, el trabajo deja de ser un valor de dignidad personal y no otorga estabilidad, el futuro próximo para amplios sectores de la población se presenta más incierto que nunca. En Occidente, insisto, porque la cuestión es bien diferente si la observamos desde otros puntos del planeta que jamás han disfrutado lo que por aquí hemos llamado sociedad del bienestar o de una verdadera democracia. Esto es otra de las cuestiones sobre las que debemos pensar más a menudo ahora que hemos visto cómo se rompía la burbuja protectora con la que contábamos los occidentales.

Hemos participado durante algo más de una década en una campaña de descrédito de las instituciones que nos mantenían: los parlamentos, los partidos políticos, los sindicatos, la sanidad y la educación públicas, el funcionariado, la prensa, el sistema bancario, etc. En vez de reforzarlas o repensarlas como era necesario, corrigiendo lo que hubiera que corregir y sustituyendo a quienes las corrompían, nuestra sociedad occidental se ha instalado en una espiral destructiva de todo lo que debería proteger mejorándolo. Por supuesto que muchos de los que han ejercido cargos de responsabilidad en todas ellas han sido sinvergüenzas, corruptos y cínicos. Pero la extensión de la campaña a todo lo que nos constituye como sociedad que debe aspirar a la libertad, a la igualdad y a la solidaridad nos ha llevado al descrédito general de todo. No somos conscientes de que los principales beneficiaros de ese descrédito general son, precisamente, aquellos a los que deberíamos combatir, los que se han aprovechado de las debilidades del sistema para saltarse las leyes, enriquecerse y corromperlo. Los abundantes casos de mal funcionamiento nos han llevado a intervenir en la campaña como comentaristas de barra de bar o patio de vecinos, no como ciudadanos conscientes de nuestros deberes tanto como de nuestros derechos, salvo en algunos momentos concretos que no han conseguido una rentabilidad inmediata porque ni se han sostenido en el tiempo ni han sido apoyados por todos. Y hoy tenemos unas instituciones que deberían protegernos de todos estos casos pero en las que no creemos. Tampoco se trata de mantenerlas esclerotizadas porque su propia rigidez conservándolas con unos principios diseñados hace décadas podría partirlas.

Una jueza de Brooklyn ha bloqueado el decreto de Donald Trump que prohibía la entrada de inmigrantes. Es decir, una persona que representa a una institución. Ejerciendo su cargo como debe hacerlo ha conseguido más que todos los manifestantes que se han personado en los aeropuertos norteamericanos contra la medida del recientemente elegido presidente. En eso se basa la verdadera democracia, que debe respetar siempre la independencia de los poderes públicos, además de la libertad de expresión de la opinión de los ciudadanos. Pero llevamos más de una década socavando esa independencia actuando como chismosos y reidores, repitiendo sin más los argumentos de quienes quieren desacreditar las instituciones, creyendo cualquier bulo que circula por internet, echándonos en las manos de los nacionalistas, de populistas, de gurús espirituales, de campañas publicitarias pseudocientíficas, etc. Si un político al que votamos porque es de los nuestros nos dice que nuestros profesores son unos vagos porque tienen muchas vacaciones, asentimos indignados por lo vagos que son nuestros profesores o nuestros médicos o el personal de jardines o los barrenderos y los insultamos al pasar junto a ellos o permitimos que se les insulte a diario en los medios de comunicación o en las redes sociales. Si el partido político al que votamos se ve inmerso en la corrupción y se defiende atacando a los jueces reaccionamos apoyándolo, difundiendo todo tipo de calumnias contra los magistrados y aplaudiendo a los encausados cuando acuden a los tribunales o a las puertas de las cárceles en las que van a cumplir sus condenas.

En vez de exigir más ilustración, más cultura, más razón, más inteligencia, más ciencia, hemos aceptado como sociedad comprar emociones básicas que cualquier demagogo puede usar en su propio beneficio para vendernos cualquier producto comercial o político. La población de las sociedades occidentales se han roto en dos grandes bloques. Quizá siempre lo ha estado y ahora se manifiesta claramente porque se ha roto el crédito de las instituciones que deben amparar nuestros progresos. Pero cuando las emociones  o los temores llevan a la indignación y la movilización suelen ser más eficaces a corto plazo, más contundentes que la inteligencia indignada. Y sus consecuencias contrarias a las que deberían imperar en un mundo civilizado que es consciente de la historia.

Desde hace unos años observo cómo la mayor parte de la población se indigna demasiado fácilmente con las emociones pero no con la inteligencia. Es la ilustración lo que debería guiarnos, la razón, la defensa de los conceptos básicos de un mundo que debería progresar hacia la democracia y la solidaridad. No los nacionalismos, los victimismos, el temor, el rencor, las pseudociencias. La historia enseña dónde conducen los períodos de proteccionismo, de cierre de fronteras y de recelos. La historia muestra dónde nos lleva ver a los otros como enemigos potenciales de nuestro bienestar, los períodos basados en las creencias y no en la ilustración. Curiosamente, a lo que se apela ahora cada vez más es a destruir esos conceptos que deberían guiarnos más que nunca: libertad, igualdad, fraternidad. No hay muro que nos proteja de nuestra propia estupidez si nos retiramos del camino del progreso.

martes, 3 de enero de 2017

Vivimos en un mundo cínico


Fragmento de un óleo de Aaron Rueda Benito inspirado en la novela Triunfo de la muerte, del italiano D`Annunzio, correspondiente a una de las piezas que exhibe en su exposición  Los juegos de Eros y Thanatos (Bizarte, Béjar, hasta el 11 de enero). Este joven pintor es un ejemplo del buen camino, muy contrario al que menciono en esta entrada.

Vivimos en un mundo cínico. La posverdad no es otra cosa. Las emociones han ocupado el lugar que debería llenar la razón y, además, lo hacen con ostentación. En todo. En política, comenzaron los nacionalismos a jugar con los sentimientos y a interpretar los datos a conveniencia. Después llegaron los populismos y finalmente ganó Trump. Pero Trump es la cadena final de unas décadas en las que la ilustración y la razón se han desacreditado. La sociedad occidental se ha infantilizado. Se busca obtener de forma rápida y sin ningún tipo de esfuerzo lo que debe costar tiempo y preparación. La educación es así hoy, un pasar los años para obtener un título. Como la cultura, que ha devenido en entretenimiento pasajero. Los autores más populares apenas escriben emociones adolescentes y lo hacen sin ninguna elaboración técnica. Aquellos que asisten a un recital de poesía esperan del poeta el chiste fácil y la gracia ya manida. Los poetas se han convertido en monologuistas del club de la comedia. La novela navega decididamente por lo argumental. Nada impulsa a la profundidad en el conocimiento humanístico, al esfuerzo personal que nos lleva a los siglos que nos precedieron. Cada vez es más fácil escuchar de alguien que no ha leído las obras clásicas y presumir de ello. Y todo ello es cínico: esta ignorancia nuestra como sociedad nos deja en manos de quienes nos venden las cosas como adormidera o para mover nuestras tripas. Aunque no te lo parezca, si para ti la cultura es mera evasión o entretenimiento o sentimiento, sostienes sin más un mundo cínico en el que eres mero cliente. Y ya no hay forma de esconderse: el peso de la historia te debería abrir los ojos.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Una cierta sensación de interregno


Metidos en el ruido cotidiano uno va a lo suyo, a sus cosas, compromisos y quehaceres. Al pasar de la zona de despachos a la zona de aulas de mi Facultad, he visto una piña en el suelo. No es extraño, hay pinos en el espacio ajardinado del antiguo Hospital Militar ahora reconvertido para usos académicos y algunas partes del jardín tienen el suelo arenoso propicio para estos árboles. No es extraño pero me he quedado mirando esa piña abierta, sin piñones, en el suelo. Lo extraño es que aún esté allí esa piña abierta o que ya esté allí porque no es la época. Es como si todo estuviera ligeramente trastornado, como el calor intenso que se ha prolongado tanto incluso en Burgos. De pronto he recordado haber visto calima en Béjar a finales de agosto o insectos que yo no recordaba. La piña ha roto mi meditación sobre cómo enfocar la explicación de la literatura española de finales del siglo XIX a mis estudianes para no caer en la trampa de la Generación del 98.

Pues eso, que uno va a lo suyo y de pronto algo lo detiene y percibe una extraña sensación de tiempo sin normas, de interregno. Y no lo digo porque literalmente España no tenga gobierno definitivo o porque haya un decidido choque de intereses entre el gobierno provisional y el Congreso de diputados ni porque un parlamento autonómico esté decidido a no cumplir la ley, en una huida hacia adelante que no dejará más que fracturas de imposible cicatrización ni porque por aquí tengamos la sensación de que nunca se cierran los juicios por corrupción abiertos, como si todos fueran el mismo y los viviéramos en bucle sin solución de continuidad. Lo digo metafóricamente.

España, Europa, me temo que el mundo, vive una situación de paréntesis entre lo que no fue y lo que aún no es. No hay nada que impulse el mundo más allá de la fabricación de tecnología que se aplica a soluciones concretas, aspectos de la vida prácticos pero para cuya aplicación decide el dinero requerido en la investigación y desarrollo. El ser humano cada vez es más eso, un pseudoandroide. Pero no sabe dónde quiere ir.

Después de pararme delante de la piña les he hablado a mis estudiantes de la indefinición de nuestro tiempo incluso en la terminología para definirlo. Para unos vivimos una post-postmodernidad o ultramodernidad, para otros una neomodernidad. Supongo que estos últimos quieren impulsar la construcción de una especie de nuevo pacto entre los seres humanos a partir de aquellas grandes ideas que nos hicieron salir del servilismo del Antiguo Régimen pero sin llegar a caer en el dogmatismo de las ideas de la modernidad que nos condujeron a los desastres de las guerras mundiales, la división en bloques del mundo y la devastación del planeta. Pero esto aún no ha calado ni entre la población mundial ni entre los dirigentes, que se mueven ante la urgencia del corto plazo. De ahí la falta de urgencia para solucionar el interregno español o lo que sucede ante las próximas elecciones norteamericanas, pero también -y eso es lo peor-, la escalada de ideas ultraconservadoras, radicales o extremistas que ven en el otro el enemigo y no un igual. Y que ante la falta de impulso y buen gobierno todo quede al estricto manejo del mundo financiero. Pues eso, una piña. Me he encontrado una piña en el jardín que separa la zona de despachos de mi Facultad de la zona de aulas. También me he encontrado rosas y una fuente sin agua, pero de eso hablaré otro día.

lunes, 18 de julio de 2016

A veces el mundo nos parece oxidado y viejo


A veces el mundo nos parece oxidado y viejo, como si nunca hubiera cambiado en lo sustancial. Soy de los que piensan que el mundo es mejor que hace un siglo o dos o tres mil años, que la justicia es más igualitaria, que la cultura se ha extendido como nunca, que las posibilidades de mejorar de vida son muy superiores a lo que ocurría en otras épocas, que hay más libertad y más posibilidades de que cada individuo tome sus decisiones. A veces puede no parecernos esto porque estamos más informados que nunca, porque las posibilidades de intervenir para evitar desigualdades o guerras nos resultan tan evidentes que nos desilusiona como nunca que no se logre, también porque somos más conscientes de los peligros que nos acechan y de las intenciones de quienes quieren que no sea así. Vemos con más claridad que nunca la actuación de los poderosos y los comportamientos que nos llevan a actitudes serviles o de neoesclavitud. Pero todo ello es porque desde hace siglos hemos construido unos conceptos en los que creemos y que han empujado el mundo hacia el lado correcto de las cosas, el de la tolerancia, la igualdad y la justicia social. Pero este camino es lento dado que los intereses que controlan el mundo financiero y los poderes políticos locales siguen llenándolo de trampas en las que muchas veces caemos porque se ha generado dentro de nosotros el egoísmo o un estado confortable de vida que confundimos con la libertad. Casi siempre prevalece ese egoísmo que convierte nuestro dolor por el sufrimiento ajeno o la desigualdad en un estéril gesto frente al televisor o en la barra de la cafetería. Como somos más conscientes de nuestra propia hipocresía nos duelen más las desigualdades y las muertes violentas pero casi nunca actuamos. A veces consideramos que el mundo debería cambiar bruscamente, de la noche a la mañana, en el sentido que vemos tan claramente y cuando no sucede nos decepcionamos hasta la rabia. Este desequilibrio es antiguo pero deberíamos volver siempre al camino lento, al ejercicio constante pero no bronco ni sectario, que ha conducido al mundo a la posibilidad de extender como nunca los mejores valores del ser humano. Pero siempre con el ojo alerta porque frente a nosotros siempre encontraremos a quienes quieran controlar al resto e imponerle su forma de pensar o su mercancía. El mundo globalizado ha traído formas muy sutiles de dominio sin la necesidad de enseñar las armas pero también la forma de combatirlas.

martes, 14 de junio de 2016

Saber dónde están nuestros pies


El cambio es una constante en la historia del ser humano. Lo que sucede es que a veces ese cambio es lento, pequeñas alteraciones en el paisaje, objetos o modas que aparecen en nuestras vidas sin darnos cuenta y se quedan como si siempre hubieran estado aquí. Sucede que casi nunca somos protagonistas de los cambios: de una manera o de otra se nos introducen en nuestra biografía y nos alteran nuestra percepción o la manera en la que nos relacionamos con el mundo. La mayor parte de nosotros, simplemente, nos acomodamos a las novedades y sobrevivimos. A veces sobrevivimos en el significado más exacto de este concepto.

Los cambios que se nos han introducido en nuestras vidas proceden del aceleramiento histórico que vive el mundo desde el siglo XIX. Eran verdad los pronósticos y esta velocidad ha crecido progresivamente, en especial desde la aparición de la tecnología digital en nuestra existencia. Es tan profundo este cambio que en solo una vida hemos podido apreciarlo porque, además, es global y no deja sosiego. Ante él, apocalípticos e integrados.

El gran problema de un cambio tan violento en nuestras vidas es que está, como nunca, en manos de los poderes financieros, que ha conseguido romper con todo sin contrapeso. Tardaremos algunas décadas en conseguir el equilibrio de la balanza, si es que lo conseguimos y el trascurso de la historia no ha roto definitivamente todos los contrapesos para la mayoría de los seres humanos. Lo que está claro es que sin hacer algo estamos en manos del vértigo. Y hacer algo es eso, comenzar por saber dónde están nuestros pies en los centímetros cuadrados de la baldosa que nos ha tocado en suerte. Ser consciente de nuestro propio equilibro cada día, aunque cueste.

viernes, 19 de febrero de 2016

Un país no se gobierna con dinero


Hay momentos en la historia en los que las sociedades se expanden, impera el racionalismo y un cierto sentido de optimismo ante el futuro, se aumentan las seguridades jurídicas, se reducen las desigualdades y se asegurarn los derechos de todos los individuos en su condición de ciudadanos y seres humanos, independientemente del lugar en el que hayan nacido. Quizá a muchos les vaya mal en esas épocas pero la simple formulación de determinadas ideas y derechos acaban generalizándolos en la práctica. Son épocas en las que todo el mundo cree que el futuro será mejor que el presente porque en el presente el esfuerzo individual y colectivo tiene su recompensa. En esas mismas épocas, las comunidades comienzan a mirar a su alrededor y buscan generar igualdad también más allá de sus fronteras y a fomentar el respeto por el medio ambiente y los animales que comparten el planeta con el ser humano. Hay otros momentos en la historia en los que las sociedades se colapsan, no encuentran un verdadero motor para progresar y se encogen, a la defensiva.

En estos momentos decididimos qué sociedad queremos pero todo parece decantarse hacia el encogimiento, la pérdida de derechos, el imperio de los fuertes y el cierre de fronteras. El reto de la globalización se ha saldado inicialmente, como muchos nos temíamos, a favor de la desestructuración de las ideas de solidaridad y progreso colectivo y humano porque la época había comenzado basada en un desenfreno consumista insostenible para un mundo globalizado y su fracaso nos ha echado en manos de la desorganización y del gobierno exclusivo de los que detentan los poderes económicos. Son momentos para aplicar el viejo refrán castellano a río revuelto ganacia de pescadores...

Tras la caída del muro de Berlín no ha existido un verdadero contrapeso al capitalismo salvaje más allá del trampantojo de parque temático en el que algunos países occidentales vivíamos. Europa entró en un alucinatorio espejismo y los países emergentes asiáticos no crearon estructuras democráticas y solidarias. La idea de Europa se descompone estos días porque los países se han encogido a consecuencia de la crisis económica, de la demagógica actuación de los grandes medios de comunicación al servicio de intereses económicos y no responden a la opinión pública sino que la crean de una forma tan burda que sorprende cómo tantos caen en sus implicaciones sin darse cuenta. Pero, sobre todo,  estamos en manos de la mediocridad de los políticos que gobiernan, que no miran fórmulas de construcción a medio plazo sino meros rendimientos de cuenta a diario según las encuestas. Ni siquiera son buenos gestores de la cosa pública como presumen cuando se pretende que la ideología no es importante. Sin ideas, están en manos de los que controlan el mundo financiero.

Aunque una sociedad moderna necesite la alianza con el dinero, nunca es el dinero quien debe dirigir un país. Un país no se gobierna con dinero sino con ideas de progreso que lo generen, universalización del estado de bienestar y de los derechos y buscando consensos para aplicarlas a partir del debate racional y no del conflicto visceral. El dinero se administra o se procura según las ideas en las que basamos nuestro mundo. Como ejemplo, España ha alcanzado en los últimos años un nivel de endeudamiento insostenible porque las medidas aplicadas han sido las propias de un mal gestor incapaz de buscar nuevas fórmulas que lo evitaran y que se ha limitado a aplicar contabilidad del debe/haber y no proyectos económicos de futuro. Deberíamos haber aprendido que los mismos que administraron el falso crecimiento que nos llevó a la crisis no sirven para administrar cómo salir de ella porque sus hábitos están viciados por las costumbres de un país corrompido moral y políticamente.

En contra de lo que nos pueda parecer hoy, todas las sociedades encogidas terminan buscando a la larga ideas de expasión y un vitalismo optimista cuando todo parece caerse. El problema es, como nos explica la historia, que a veces se tarda algún siglo en ponerlas en marcha: lo que se tarda en comprender eficazmente las claves de la nueva situación. Mientras tanto se camina por el lado oscuro de la civilización, instalando vallas, restando derechos sociales y haciendo concesiones a los que controlan el dinero. Si queremos acelerar este proceso para evitar el encogimiento hay que ponerse ya en marcha.

viernes, 23 de mayo de 2014

La crisis del modelo europeo y las elecciones de este próximo domingo


Europa se ha quedado sin proyecto. La última década -parte del final de la opulencia y lo que llevamos de crisis financiera porque esto no es consecuencia de la crisis sino al revés- ha supuesto el final de la hegemonía de las ideas europeas en el mundo. La trasformación última del liberalismo ha supuesto el salto de la última zanja. La intensificación del proceso de globalización por el lado financiero y de un perverso entendimiento de la productividad sin el necesario contrapeso de un concepto humanista del mercado ha desbordado algunos de los conceptos que Europa fabricó definitivamente para el mundo en la modernidad: los derechos del ciudadano, el pacto social, la democracia liberal, la búsqueda de un estado del bienestar generalizado basado en la educación y la sanidad universales, la cohesión social, etc. Evidentemente, nunca se llegó a la meta puesto que el camino era largo pero se habían obtenido ya unos significativos logros aunque con desigual reparto entre países. Pero la mera formulación de un proyecto plasmado en un cuerpo de leyes y pensamientos era una energía que impulsaba la historia europea.

No es solo Europa lo que está sin proyecto sino el modelo del mundo occidental nacido de ese concepto de modernidad. Es cierto que el modelo tuvo su lado perverso hasta la parte final del siglo XX: se basaba en el neocolonialismo y durante décadas dificultó intencionadamente el desarrollo del llamado Tercer Mundo, convirtiéndolo en un suministrador de mano de obra barata, abastecedor de materias primas y espacios de comercialización de los productos. Pero a partir de los años ochenta esto se había trasformado rápidamente. De hecho, gran parte de la tecnología, la ciencia y las ideas del mundo ya no son europeas. Tampoco la producción ni el control del mundo financiero.

En el momento de la crisis económica última, el mundo se encontraba en una situación interesante: había que decidir si las bondades del modelo europeo eran ampliables al resto de la humanidad con las necesarias adaptaciones locales o si este modelo era insostenible al globalizarse. Es decir, si todo el mundo podía tener un sistema político basado en la democracia, la cohesión social, la igualdad de derechos y la seguridad jurídica o esto era una quimera imposible de lograr.

Curiosamente, la crisis parece haber dado respuesta a esta cuestión: no solo parece que no es posible la ampliación del modelo a todos el mundo sino que en la misma Europa se ha producido un notable retroceso y cada vez es mayor la brecha social, la pérdida de derechos adquiridos y la aparición de grietas en el modelo común y nadie espera que esto se corrija sustancialmente en las próximas décadas.

Pero no deberíamos dejarnos engañar por las apariencias. En primer lugar, uno de los efectos inmediatos de toda crisis es el desánimo de la población y, como consecuencia, el fortalecimiento de estrategias defensivas -nacionalismos, discursos xenófobos, defensa de posiciones e intereses de grupos y sectores frente al bien común, etc.-, es decir, en los últimos años el desmoronamiento del modelo europeo se ha acelerado por el mismo efecto de su propia crisis, como cuando un edificio comienza a caer despacio tras ser dinamitado y acelera segundo a segundo su caída. Pero esto terminará frenándose. De hecho, alguna de las bases del modelo han permanecido a pesar de que ha sido duramente criticadas. Entre ellas, el euro. Sería curioso que, finalmente, el euro fuera el reducto desde el que volver a construir una identidad europea. Deberíamos pensarnos dos veces la crítica a la moneda única. Yo mismo he caído en la queja fácil en las barras de los bares sobre los efectos negativos del euro sin darme cuenta en los notables aspectos positivos. Entre ellos, que, en estos momentos, en nuestros bolsillos todos los europeos llevamos una demostración práctica de lo que nos une. Los efectos negativos del euro deben ser corregidos en otros niveles, no pidiendo su desaparición ni su conversión en una moneda bancaria y no efectiva.

En segundo lugar, la crisis del modelo europeo no es una consecuencia de la crisis económica, sino al contrario. Hay muchos estudiosos que encuentran la verdadera raíz de la crisis financiera en la toma de decisiones para acabar con el modelo europeo y su extensión a otras partes del mundo y en la desastrosa forma de gestionar la defensa de Europa por parte de sus políticos del momento, absolutamente mediocres y mediatizados por el mundo financiero y con escasa visión de estadistas hacia el futuro. A esto hay que sumar una población mayoritariamente anestesiada por los logros conseguidos y un desarrollo económico que creía imparable y que, por sí mismo y sin la toma de verdaderas decisiones personales y colectivas sería aplicable en Europa y fuera de ella.

Un ejemplo: todos deberíamos recordar cómo se frenó la posibilidad de establecer una verdadera Constitución que aplicara los fundamentos del modelo europeo y que fortaleciera sus valores más positivos en un mundo que tiende cada vez más a la globalización invasiva. No sabemos cómo hubiera navegado la crisis Europa con una Constitución fuerte, pero sí está demostrado cómo la está navegando sin ella.

Este escrito no es un canto ingenuo y buenista del modelo europeo. Soy consciente de sus lados perversos y los he criticado. Pero en esta época que nos toca vivir solo veo salidas hacia un futuro mejor en la profundización de las ideas que vertebraron el mejor pensamiento occidental: democracia, igualdad de derechos, seguridad jurídica, cohesión social y el establecimiento de un modelo de servicios universales. Nunca se llegó a alcanzar plenamente, pero la mera existencia de ese modelo era un impulso, un objetivo por el que luchar a diario incluso con procesos revolucionarios como los de los siglos XVIII y XIX. Curiosamente, el mayor ataque a ese modelo no ha venido de aquel bloque comunista que tanto atemorizaba a las democracias occidentales a mediados del siglo XX, ni siquiera de China -que ha logrado una singular síntesis entre comunismo y capitalismo- sino del otro lado del espectro ideológico. Quizá quienes están más interesados en la desaparición del modelo europeo de mundo son los grandes intereses financieros que agrupamos en ese fantasma que recorre el mundo bajo la denominación de neoliberalismo y que parecen ser los únicos que han ganado con la crisis del modelo.

Gran parte de esto es lo que tenemos que votar este domingo los europeos. Iré a votar, como siempre, pero con el gran dolor de comprobar que de Europa, en realidad, se ha hablado muy poco durante la campaña electoral. Pero en mi voto estará toda la herencia de las luchas por establecer en Europa y en el mundo la democracia, la igualdad y la cohesión social.

sábado, 10 de mayo de 2014

Doscientas niñas han sido secuestradas por ir a la escuela


Doscientas niñas han sido secuestradas por ir a la escuela. Todos los días una mujer, en alguna parte del mundo, es atacada con ácido en venganza por haber querido ser libre. Miles de mujeres son sometidas a condiciones de esclavitud y prostituidas por asociaciones criminales y sirven de objeto sexual a los apetitos de quienes pagan por usar sus cuerpos contra su voluntad: a veces, el vecino tuyo con el que te saludas al entrar y salir del ascensor. En el primer mundo, los salarios medios de una mujer son inferiores a los de un hombre en igualdad de condiciones laborales. En el resto del mundo, la mujer ni siquiera puede aspirar a alcanzar un salario digno. En lo que va de año, en España treinta mujeres han sido asesinadas por sus parejas o exparejas. Nadie ha computado el número de lapidaciones de mujeres ni de niñas que son sometidas a la ablación de clítoris.

Por suerte, todo esto se sabe. No hay lugar en el mundo que pueda esconder estas noticias y cada vez es más difícil justificarlas por tradición, costumbres locales o creencias. Desde finales del siglo XIX, la lucha por la liberación e igualdad de la mujer es una de las banderas que más orgullosamente levanta el ser humano. Una tarea lenta, continua, necesaria. La educación tiene la llave para solucionar este cuestión social. También la sensibilidad social, la denuncia, la implicación de los medios de comunicación y de todas las instituciones, la presión social. Que todo esto sea noticia es uno de los logros más importantes. Antes, ni siquiera se sabía y los dramas se vivían en silencio, haciendo sentir culpables a las víctimas. Es una lucha individual y colectiva, local y global. El siglo XXI tiene tres retos igual de importantes y con la misma escala mundial: la igualdad de la mujer, el medioambiente y la coherencia social. Tres combates relacionados entre sí en los que no se puede dar ni un solo paso atrás.