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sábado, 13 de abril de 2013

La serenidad del caos



Una de las muchas diferencias entre lo trágico y lo dramático es la serenidad de la mirada cuando todo se derrumba. En Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti -mucho más que en la breve pero también imprescindible novelita de Thomas Mann en la que se basa-, todo se ha venido abajo.

Las autoridades de Venecia, para impedir el pánico que haga huir a los turistas y arruinar la economía local, ocultan criminalmente la extensión de una epidemia de cólera; las bases sociales de la alta burguesía también se han corroído hasta el punto de que una de las escenas más brutales de la película es la irrupción de un grupo de música popular en la tranquila velada del hotel, algo que puede parecer inocente pero es un efecto muy viscontiano la ruptura de la ilusión en la que viven los turistas. Al protagonista, el compositor Gustav von Aschenbach (qué gran interpretación de Dirk Bogarde), le estallan por dentro todos los dramas que tenía convencionalmente ocultos hasta ese momento: los familiares (desde la muerte de su hija y las relaciones con su esposa) y los profesionales (el fracaso de su carrera como compositor ante la incomprensión por el público de su camino de vanguardia radical hacia la abstracción pura puesto que, como le dice alguien a quien creía su amigo, su música aún no ha nacido), pero también, en medio de la depresión que sufre, el hecho biográfico de que se hace mayor (la secuencia de la barbería, cuando el peluquero le convence de teñirse el pelo y maquillarse lo convierte en un fantoche) y la aceptación contra todas las normas sociales de que se ha enamorado de Tadzio, un adolescente polaco cuya familia veranea en su mismo hotel.

Todo se ha venido abajo: por dentro y por fuera. La conjunción de circunstancias es propia de un fin de era, una fase apocalíptica que debería trasformar el mundo si el mundo pudiera trasformarse. Por eso tanto Aschenbach como Visconti se agarran a lo único que puede dar sentido a su mirada mientras el mundo parece terminarse: la belleza, un sentido de la belleza que sobrenada al hundimiento. Cuando muere, Aschenbach contempla la hermosura del adolescente y el mar mientras escurre por sus mejillas el tinte del pelo. No importa: él está ya más allá de ese fantoche en el que tuvo la tentación de convertirse para gustarle. La música de Mahler subraya, sobrecogedora, esta distancia entre la realidad y el deseo.

No oculta Visconti el derrumbe de Venecia ni el personal del compositor, todo lo contrario, lo muestra en todos sus detalles. Aschenbach, cuando sale de la barbería, persigue a Tadzio y su familia por Venecia: la ciudad arde literalmente, en donde antes había belleza decandente ahora hay miseria, Aschenbach se derrumba, consciente de su propia degradación y en medio de un intenso dolor espiritual. Pero Visconti no escoge una forma de mostrarnos todo esto desde el drama, todo lo contrario: agudiza la serenidad de la cámara, el contraste entre el elegante traje del protagonista y su situación, el refinamiento en los movimientos de la familia polaca. Otros directores hubieran optado por una forma manipuladora de las emociones del espectador para conseguir este efecto. Visconti, en estos minutos, acentúa las características de su cine: el espectador debe cubrir, por sí solo, la distancia que hay entre los movimientos de la cámara y el drama que vive el protagonista y la ciudad. Esta distancia es la serenidad de la belleza de la mirada que resalta en tanto contraste con lo mirado que muchos espectadores no pueden recorrerla.

Hay momentos así en la vida, en los que todo se derrumba: por dentro se nos derrumban todas las certezas y el dolor es un descorazonador que nos vacía; por fuera el mundo entero se cae. En esos momentos, quizá la belleza sea la única forma que tengamos de dejar un legado que valga hacia el futuro.