El jueves revisé, con mis alumnos, la película El Cid (1961) dirigida por Anthony Mann, producida por Samuel Bronston y protagonizada por Charlon Heston y Sofía Loren.
La verdad es que no sabía cómo resultaría la experiencia: es una película que está muy lejos de lo que hoy se hace con este tipo de cine histórico tanto en el tratamiento de la trama como en la actuación y en la posición de la cámara. Por otra parte, películas como ésta han desaparecido de la programación televisiva, como casi todo lo que tenga más de veinte años, confinado a canales temáticos minoritarios, y las generaciones más jóvenes han perdido la costumbre de verlas y aceptar sus ritmos. Por supuesto, hubo algunos momentos que resultaron tan distantes del gusto de mis alumnos que les provocaron la risa o la extrañeza: la forma en la que el joven Rodrigo Díaz de Vivar lucha en su primer combate les pareció impropia de un héroe; algunas situaciones trágicas, por excesivamente impostadas y evidentes, causaban el efecto contrario del buscado. Supongo que también les afectaría el hecho de que los efectos especiales, la actuación de los especialistas de las escenas de acción y los recursos de maquillaje para representar heridas quedan muy pobres en comparación con los actuales: esto era inevitable. Sin embargo, la película les gustó por la mezcla de tratamiento de la historia y romance y por el indudable aliento épico que tiene. El balance fue positivo para ellos en general.
Recuerdo haber visto esta película en mi infancia, en la televisión en blanco y negro de mis padres y un par de veces después: me perdí el Tecnicolor de niño y para mí siempre ha sido más fuerte el impacto de aquella primera vez quizá por eso.
Mis sensaciones esta vez han ido por la perspectiva académica del curso en el que trato la literatura de contenido histórico y, en concreto, el uso de la figura del Cid en este tipo de obras. Tras la apertura del régimen franquista ante la necesidad de sacar al país del fracaso de la política de autarquía que había prolongado irresponsable e intencionadamente la miseria provocada por la Guerra civil, Franco se había convertido en un buen aliado de los intereses de los EE.UU. en su lucha contra el comunismo. Se ratifica la nueva situación con las ayudas norteamericanas y la entrada del país en la ONU en 1956. En este sentido, desde finales de la década de los cincuenta, el régimen franquista favorece el turismo y otras industrias con proyección internacional: también el cine. Y ahí aparece la figura de Samuel Bronston, hombre clave de grandes producciones rodadas en España con repartos de lujo y directores de prestigio (Rey de reyes, El Cid, 55 días en Pekín, La caída del imperio romano).
Samuel Bronston necesitaba el apoyo de las autoridades franquistas para sus proyectos y el régimen de Franco necesitaba una presentación internacional adecentada y adecuada a su nueva situación estratégica. Pero el itinerario volvía al consumo interno del país y esto se pone en evidencia, sobre todo, en El Cid. Es interesante analizar cómo se manipula la historia para lograrlo y ver qué lectura del personaje se hace en la película: Rodrígo Díaz de Vivar, en ella, es un pacificador cuyo objetivo es unir España. Sus guerras lo son con un único fin: lograr la paz definitiva (por eso la película termina con la batalla ganada por el héroe después de muerto y no se menciona la pérdida de Valencia poco después de conquistada) y ceder todo lo ganado a su rey, puesto que él no quiere una corona. El camino hacia la paz sólo puede lograrse, según el guion, con la unión de todos los españoles frente al invasor almorávide, Ben Yussuf. Y así, en la película, El Cid une sus fuerzas a varios emires musulmanes con ese objetivo. Es curiosa una secuencia en la que todos, cristianos y musulmanes, están bajo la protección de la cruz: revela que, en realidad, sólo se propone una lectura de la convivencia en la que una parte no tiene verdaderos derechos frente a la otra.
Para comprender mejor todo esto, habrá que recordar que unos pocos años antes de ser rodada la película, se había fortalecido la identificación del Rodrígo Díaz con la figura de Franco. No sólo se llama a éste segundo Cid, sino que explícitamente el dictador se apropia del legado del héroe medieval con motivo de la inauguración del momumento al Cid Campeador de Burgos el 24 de julio de 1955. Curiosamente, el guion de la película, tristemente avalado por un anciano Ramón Menéndez Pidal, reutiliza toda la propaganda política en la que Franco aparece como Caudillo y visionario histórico tocado por una misión divina: hombre de paz que sólo recurre a la guerra para obtener un bien supremo para la nación, gobernante a la fuerza que sólo quiere fortalecer la corona de su rey legítimo, hombre de familia que tiene que sacrificar el binestar de los suyos y un sueño de vida tranquila por el sentimiento de deber que le impone su patria, figura que aglutina a todos por muy diversos que sean con el único objetivo de luchar contra un enemigo común que quiere destruir España, etc. Quizá a esas alturas Franco ya se veía como el Cid, ganando batallas después de muerto y dejando la historia de España atada para siempre.
En su recepción internacional quizá todo esto pasara desapercibido y no se contemplara necesariamente esta identificación: posiblemente no pasara de ser una película de aventuras más en la que el tratamiento de la historia pudiera estar lleno de inexactitudes, lo que no importa demasiado para su valoración estética, puesto que en el arte ha de prevalecer la verosimilitud al verismo. Quizá también para mis jóvenes alumnos, para los que Franco no es más que un capítulo en su libro de historia.
Pero había una dimensión buscada por los guionistas al servicio de Samuel Bronston que favorecía la alianza con las autoridades franquistas que a ambas partes interesaba: la lectura interna que se haría de la película en España.
En la España de los años sesenta todo esto no podía pasar desapercibido: era lo mismo que repetían a diario los periódicos y los discursos oficiales desde el final de la Guerra civil. Además, por si resultaba poco claro, hay una escena muy significativa que lo aclara definitivamente. Con la ciudad de Valencia asesiada y hambrienta, el Cid ordena un bombardeo con pan mientras grita una soflama que llama a los soldados y ciudadanos valencianos a abandonar a sus dirigentes y abrir las puertas de la ciudad. La escena y la proclama recuerdan demasiado a los bombardeos franquistas en la guerra civil con pan de Alicante y Madrid: un pan blanco de excelente calidad que caía envuelto en octavillas que, poco más o menos, decían a la población asediada y hambrienta lo mismo que grita el Cid ante las murallas de Valencia en la película. Demasiado evidente: no convenía que los españoles que se habían sentado en la sala de cine para disfrutar de una película de aventuras históricas sobre un héroe medieval olvidaran la historia reciente.
En la España de los años sesenta todo esto no podía pasar desapercibido: era lo mismo que repetían a diario los periódicos y los discursos oficiales desde el final de la Guerra civil. Además, por si resultaba poco claro, hay una escena muy significativa que lo aclara definitivamente. Con la ciudad de Valencia asesiada y hambrienta, el Cid ordena un bombardeo con pan mientras grita una soflama que llama a los soldados y ciudadanos valencianos a abandonar a sus dirigentes y abrir las puertas de la ciudad. La escena y la proclama recuerdan demasiado a los bombardeos franquistas en la guerra civil con pan de Alicante y Madrid: un pan blanco de excelente calidad que caía envuelto en octavillas que, poco más o menos, decían a la población asediada y hambrienta lo mismo que grita el Cid ante las murallas de Valencia en la película. Demasiado evidente: no convenía que los españoles que se habían sentado en la sala de cine para disfrutar de una película de aventuras históricas sobre un héroe medieval olvidaran la historia reciente.