Nuestra época comenzó con el individuo buscando una nueva forma de definirse. Se había roto la confianza con las grandes ideologías y creencias que le sostenían hasta ese momento, que le habían conferido solidez porque le permitían explicarse por factores externos: uno era porque estaba afiliado a algo bien fuera una iglesia, un partido político, una ideología. La misma historia se explicaba por la lucha de grandes conceptos.
Sin embargo, las guerras mundiales y la radicalización de la guerra fría, que dividió el mundo, evidenciaron que esa forma ya no era válida. Y el individuo quedó náufrago, para bien o para mal. En algunos momentos se ha vivido esa falta con una sensación de festiva libertad y muchos movimientos culturales desde los años cincuenta del pasado siglo se han gestado en esa opción: llevan dentro, también, un ingenuismo -dicho sea en el mejor sentido- optimista no tanto por desconocimiento de lo anterior, sino por su consciente abandono. Contra ellos reaccionó el moralismo ceñudo que venía de los tiempos fracasados de la modernidad. Como la dinámica del tiempo es imparable, estos moralismos han sido desbordados desde fuera y han cedido también desde dentro porque, en gran medida, se basaban en cuestiones que no nacían desde la coherencia sino desde convencionalismos sociales de otros tiempos.
La primera postmodernidad es, fundamentalmente, la búsqueda de una forma de reconstrucción de la identidad individual: se generaron pactos para sobrevivir, pequeños compromisos que, por su sencillez conceptual y el cansancio provocado por las antiguas maneras de entender la vida, tuvieron éxito, aparecieron en diferentes lugares más o menos al mismo tiempo y terminaron creando una red que ha tejido todo el mundo occidental durante años.
Sin embargo, en las últimas décadas, la evolución de esa tendencia ha comenzado a poner de manifiesto sus deficiencias -las de la evolución, no las de las propuestas iniciales-. La ruptura con las grandes ideologías y creencias provocó que el individuo mayoritario buscara refugio en el bienestar inmediato y en la desmemoria. En los últimos años hemos visto que la satisfacción de cada uno era, por lo general, más importante que cualquier otro razonamiento. Para acallar la conciencia, el individuo postmoderno de tipo medio, daba un ligero barniz de conciencia social o ecológica a su mundo cotidiano basado en la cultura del trampantojo y el parque temático. Nuestro definición del mundo se parece más a una gran superficie comercial que a la vida auténtica. Incluso cuando acudimos a la naturaleza como refugio vital o como lugar de descanso, exploramos en ella las posibilidades de mera e inconsciente diversión, provocando la destrucción de aquello que nos atrajo de ella.
Curiosamente, el individuo postmoderno, que comenzó buscando su identidad para reconstruir el puzzle destruido por la ruptura con la modernidad, ha encontrado su forma de estar en el mundo en el olvido de su propia historia. No sólo reinventamos la historia de las naciones, sino la nuestra propia. Nos explicamos desde un presente desmemoriado. Para ello, procedemos a practicar agujeros en nuestro pasado porque la terapia actual nos dice que sólo desde el presente podemos ser felices, como si la premisa esencial de la felicidad fuera la de estar anestesiados.
Ray Loriga, en una de sus mejores novelas, Tokio ya no nos quiere, construye un narrador que no sabe quién es. Por lo poco que él mismo recuerda, es un vendedor de una nueva droga legal cuyo efecto inicial es borrar recuerdos amargos: esas cosas que todos queremos sepultar en el olvido, el dolor de una ruptura sentimental, la angustia de un fracaso. Es una droga que nos permite librarnos, de una vez para todas, de la tiranía de la memoria. Sin embargo, el abuso sistemático -¿por qué no olvidarlo todo para ser otros, estos que somos en el presente de forma exclusiva?-, termina convirtiéndole en un ser sin ningún pasado más allá de unos mínimos recuerdos, casi sensaciones. Este personaje está condenado a vivir en un presente continuo, sin saber quién es ni a quién conoce, repitiendo cada día el mismo presente, porque no acumula la experiencia del pasado.
El individuo postmoderno debería tener mucho cuidado con el efecto de la sacralización del presente como lugar para estar en el mundo.