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lunes, 19 de enero de 2009

Agujeros en la memoria.


Nuestra época comenzó con el individuo buscando una nueva forma de definirse. Se había roto la confianza con las grandes ideologías y creencias que le sostenían hasta ese momento, que le habían conferido solidez porque le permitían explicarse por factores externos: uno era porque estaba afiliado a algo bien fuera una iglesia, un partido político, una ideología. La misma historia se explicaba por la lucha de grandes conceptos.

Sin embargo, las guerras mundiales y la radicalización de la guerra fría, que dividió el mundo, evidenciaron que esa forma ya no era válida. Y el individuo quedó náufrago, para bien o para mal. En algunos momentos se ha vivido esa falta con una sensación de festiva libertad y muchos movimientos culturales desde los años cincuenta del pasado siglo se han gestado en esa opción: llevan dentro, también, un ingenuismo -dicho sea en el mejor sentido- optimista no tanto por desconocimiento de lo anterior, sino por su consciente abandono. Contra ellos reaccionó el moralismo ceñudo que venía de los tiempos fracasados de la modernidad. Como la dinámica del tiempo es imparable, estos moralismos han sido desbordados desde fuera y han cedido también desde dentro porque, en gran medida, se basaban en cuestiones que no nacían desde la coherencia sino desde convencionalismos sociales de otros tiempos.

La primera postmodernidad es, fundamentalmente, la búsqueda de una forma de reconstrucción de la identidad individual: se generaron pactos para sobrevivir, pequeños compromisos que, por su sencillez conceptual y el cansancio provocado por las antiguas maneras de entender la vida, tuvieron éxito, aparecieron en diferentes lugares más o menos al mismo tiempo y terminaron creando una red que ha tejido todo el mundo occidental durante años.

Sin embargo, en las últimas décadas, la evolución de esa tendencia ha comenzado a poner de manifiesto sus deficiencias -las de la evolución, no las de las propuestas iniciales-. La ruptura con las grandes ideologías y creencias provocó que el individuo mayoritario buscara refugio en el bienestar inmediato y en la desmemoria. En los últimos años hemos visto que la satisfacción de cada uno era, por lo general, más importante que cualquier otro razonamiento. Para acallar la conciencia, el individuo postmoderno de tipo medio, daba un ligero barniz de conciencia social o ecológica a su mundo cotidiano basado en la cultura del trampantojo y el parque temático. Nuestro definición del mundo se parece más a una gran superficie comercial que a la vida auténtica. Incluso cuando acudimos a la naturaleza como refugio vital o como lugar de descanso, exploramos en ella las posibilidades de mera e inconsciente diversión, provocando la destrucción de aquello que nos atrajo de ella.

Curiosamente, el individuo postmoderno, que comenzó buscando su identidad para reconstruir el puzzle destruido por la ruptura con la modernidad, ha encontrado su forma de estar en el mundo en el olvido de su propia historia. No sólo reinventamos la historia de las naciones, sino la nuestra propia. Nos explicamos desde un presente desmemoriado. Para ello, procedemos a practicar agujeros en nuestro pasado porque la terapia actual nos dice que sólo desde el presente podemos ser felices, como si la premisa esencial de la felicidad fuera la de estar anestesiados.

Ray Loriga, en una de sus mejores novelas, Tokio ya no nos quiere, construye un narrador que no sabe quién es. Por lo poco que él mismo recuerda, es un vendedor de una nueva droga legal cuyo efecto inicial es borrar recuerdos amargos: esas cosas que todos queremos sepultar en el olvido, el dolor de una ruptura sentimental, la angustia de un fracaso. Es una droga que nos permite librarnos, de una vez para todas, de la tiranía de la memoria. Sin embargo, el abuso sistemático -¿por qué no olvidarlo todo para ser otros, estos que somos en el presente de forma exclusiva?-, termina convirtiéndole en un ser sin ningún pasado más allá de unos mínimos recuerdos, casi sensaciones. Este personaje está condenado a vivir en un presente continuo, sin saber quién es ni a quién conoce, repitiendo cada día el mismo presente, porque no acumula la experiencia del pasado.

El individuo postmoderno debería tener mucho cuidado con el efecto de la sacralización del presente como lugar para estar en el mundo.

domingo, 3 de febrero de 2008

Los recuerdos y el olvido

En nuestra mente hay ventanas y puertas que hemos cerrado con la voluntad de la desmemoria. ¿Cómo se me ha podido olvidar esto?, exclamamos a veces sin darnos cuenta de que, sin decírnoslo, hemos preferido echar la llave sobre aquella situación. Olvidamos por el paso del tiempo, por exceso de información que nos impide retener todos los detalles, por no seguir sintiendo el dolor, por el proceso selectivo por el que preferimos unos recuerdos sobre otros. No siempre olvidamos lo malo. Conozco personas que prefieren vivir en la amargura y el rencor porque les da aliento de vida. También sé de otras que llevan un diario con todas las cosas que piensan deben recordar en el futuro, no tanto por volver a revivir las emociones con la lectura pasados los años sino para elaborar listas de agravios o de éxitos o favores. Sufrí una de ellas, que llevaba anotada en una libreta las cosas, como si aquello fuera un acta notarial de objetividad indiscutible.
En estos días se ha informado de un descubrimiento casual por el cual, estimulando una determinada zona del cerebro se pueden recordar estas cosas que dimos al olvido, en imágenes nítidas como si hubieran sucedido ayer, o facultades intelectuales que tuvimos en el pasado y que perdimos al no practicarlas con frecuencia. Puede tener una excelente aplicación médica a las enfermedades más inquietantes de nuestros días, derivadas del envejecimiento de nuestro cerebro, como el Alzheimer, con la que la naturaleza orgánica de nuestro cuerpo parece castigar nuestra soberbia de especie, pero dramática para los enfermos y sus familias y tan necesesitada de investigación científica y soluciones.
Sin embargo, algo hay de terrible en esa estimulación cerebral si se generalizara. No podemos vivir recordándolo todo: ésa es otra enfermedad que conduce a la muerte por angustia. Los asesinos olvidan sus crímenes, los gobernantes sus promesas, los que se enriquecen a costa de los demás cómo han llegado al éxito. Todos lo mal que nos portamos con las personas que nos rodean o con aquellos con los que nos cruzamos circunstancialmente. Quizá podría ser un arma punitiva en manos de las autoridades: la cárcel sería nuestro propio recuerdo repetido.
Ray Loriga, en Tokio ya no nos quiere, imaginó otro camino. En la novela, el protagonista sufre el vaciado de su identidad al abusar de una nueva droga, esta sí legal, una droga que permite olvidar los malos recuerdos, sobre todo aquellos relacionados con el peso de la conciencia -el sentimiento de culpa-. Me gustó esa novela, es todo un ejercicio de reflexión sobre la forma de contar una historia en un mundo que ha perdido la razón histórica y en el que el individuo ha sido destruido por sí mismo.
Es terrible imaginar un mundo en el que podamos, por igual, estimular nuestro cerebro para recordar las cosas más nimias o los breves minutos de felicidad pasada o volver a sentir la emoción del primer beso o del primer mordisco y tomar una píldora para fragmentar nuestra propia historia, agusanando los espacios intermedios hasta reinventarnos cada día. Para eso ya está la vida.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Ferias.

Durante casi toda mi infancia me acerqué andando a la parada del autocar del colegio. El camino era de unos diez minutos que yo podía convertir en más de media hora. Aquella Cañada Real que me conducía a La Rubia se hacía tan larga como la imaginación de cada día o el peso de la cartera escolar. Era un espacio abierto que durante un mes al año se convertía, de forma casi mágica para mis ojos, en el Real de la Feria. Me parecía que, en una noche, crecía una ciudad entera llena de colores, olores y sonidos. Durante años atravesé, en la mañana ya fría y húmeda de finales de septiembre, la Feria cerrada. Si aun no habían pasado los barrenderos, pisaba sobre los cartones de las tómbolas, los restos de la comida de la noche anterior. Si prestaba la suficiente atención, el esfuerzo se veía premiado con el hallazgo de unas pocas monedas perdidas.
Cuando fui creciendo, la Feria perdió la magia pero ganó cierto aire perverso. La pista de coches de choque era el lugar de encuentro de las pandillas del barrio. Alguna mirada fugaz se cruzaba con las chicas. El feriante siempre tuvo una fama que a los chavales nos atraía en parte, porque era jugar con lo prohíbido. Creo haber contado ya cómo echábamos una mano en la descarga de aquellos camiones, en la limpieza de las atracciones o en las tareas más rudimentarias del montaje y se nos premiaba con un puñado de fichas o una moneda de cinco duros que no llegaba para los gastos de la primera tarde de ferias.
Creo que, como todos los jóvenes de mi edad, probé allí mis primeros perritos calientes con mostaza y ese misterioso tomate que venía de lejos y no sabía como el de casa, las manzanas caramelizadas, el algodón dulce, las porciones de coco tan extrañas antes en Castilla. Allí también probé, mucho antes de lo que hoy se permite, el vino dulce de las casetas de Aragón, con barquillo.
Hay sensaciones encontradas en la emoción de las Ferias. Hace unos días recordé la película dirigida por el escritor Ray Loriga, La pistola de mi hermano, basada en su propia novela. Quizá los minutos que a mí más me desasosegaron fueron los que transcurren en unas ferias, en los que se resalta la belleza de los fugitivos que viven una aventura que les llevará a la desgracia pero que les valdrá una vida completa, frente a la fealdad de los que viven en el lugar, anhelantes de un sueño al que no se atreven.

Las ferias, a primera hora de la mañana, cerradas aun, tienen un punto de tristeza.




lunes, 3 de septiembre de 2007

En la playa. (Hacia el Delta del río Ebro).

"Él iba andando hacia el mar y el resto del mundo corría hacia el interior", cuenta el hermano cuya voz narra la aventura del protagonista de La pistola de mi hermano, la novela de Ray Loriga (Jorge Loriga Torrenova, Madrid, 1967) que se había publicado previamente con el título de Caídos del cielo (1995). Digo mal: no estoy seguro de que el protagonista, en la novela, sea el perseguido. El narrador vive su propia experiencia de madurez en la figura ambigua de su hermano. En esa imagen del joven caminando hacia el mar, aceptando el final de su camino, mientras todos los demás huyen, se cristaliza casi todo el relato y la actitud del narrador.

Ray Loriga cambió el título al realizar la película que dirigió sobre su propia obra en 1997. No podía llamarla Caídos del cielo para evitar confusiones con la excelente de Lombardi y el nuevo título modificó también el del relato. La película, que tan pocos conocen, tiene muchas carencias pero se deja ver, sobre todo por lo inusual de su planteamiento dentro del cine español. A ella le ha seguido su extraña y más publicitada aventura con Santa Teresa. En la primera condensa excelentemente, al igual que en el relato en el que se basa, imágenes ya vistas y leídas en cuentos, en otras películas, sentidas con determinadas músicas. Y nos regala un paréntesis narrativo en formato de fábula entre una joven hermosa y un carnicero protagonizado en la cinta por Christina Rosenvinge y un casi desconocido entonces para el público español Viggo Mortensen. Se trata de una personal visión de los cuentos infantiles, una visión poética que nos sumerge en el mundo de la bella y la bestia que es una pequeña obra maestra. Un perfecto ejemplo de postmodernismo, correctamente enfocado en la voz del chico que se queda, del que no se arriesga, del que no sufre las consecuencias trágicas de un destino que le impulsa a ir a morir junto al mar, en la playa.

Con Ray Loriga me sucede que a veces lo considero un gran escritor que ha conseguido encontrar su hueco narrativo en el panorama español y otras no más allá de un inteligente importador de modos y maneras anglosajones. En todo caso, tiene un tono reconocible, un sello personal que le lleva a tomar riesgos que, normalmente, no corren los escritores españoles, tan cautos y obedientes a los dictados de sus editores. Y su tratamiento de la personalidad destruida o incluso inexistente ha conseguido alcanzar una certeza a la que pocos novelistas hispanos han llegado en las últimas décadas.

¿Veía yo a ese joven cuando miraba el mar en Alcanar? No podía pensar, por el lugar y las cirunstancias, en otras imágenes, pero sí en que este mar era el final de mi trayecto. Desde aquí, en el horizonte, se pueden ver las últimas conquistas del Delta al agua salada. Y allí terminaría mi viaje, y el del río.