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miércoles, 24 de junio de 2009

La traducción que estafa: sobre las dudas planteadas en torno a Millenium de Stieg Larsson

Las dudas que se han suscitado, desde hace unas fechas, sobre la traducción al español de la trilogía Millenium, de Stieg Larsson, merecen una reflexión de carácter general sobre una mala praxis extendida en el mundo editorial español. He de aclarar que, como no sé sueco, no puedo abordar las dudas de fondo, pero las evidencias puestas sobre la mesa deberían aclararse por los especialistas y por la editorial Destino lo antes posible para evitar más confusiones.

Es evidente que los títulos españoles de la trilogía (que tanto han llamado la atención) no corresponden a los originales suecos y se parecen sospechosamente a los de su traducción francesa, lo que ha planteado la duda de si lo que leen con tanta avidez los receptores españoles es una traducción directa o una retraducción del francés. No es cuestión baladí.

Francia ha sido, durante muchas etapas de la historia de Europa, el núcleo de difusión de la cultura que se hacía en otros países. Para el caso español, este papel redifusor de Francia fue predominante -casi de forma absoluta- desde el siglo XVIII hasta mediados del XX. De hecho, grandes autores fueron divulgados en España no desde sus lenguas originales sino a partir de las versiones francesas: Shakespeare, los románticos alemanes, toda la gran literatura rusa, etc. Lógicamente, el conocimiento de estos autores venía mediatizado por su paso por lo francés, no sólo por su lengua, sino también por su cosmovisión, ideología, forma de entender las culturas de los autores traducidos, etc. Además, la intervención de los traductores manipulaba las obras, en algunos casos, de una forma grave, hecho que, en ocasiones, pasaba totalmente desapercibido al traductor de la versión española, que desconocía el original.

Evidentemente, esto habla muy bien de la preocupación francesa -desde sus poderosas instituciones, sus escritores, el mundo editorial, la creación de un mercado y un público propio y extranjero, etc.- por la cultura y su capacidad para integrar las grandes producciones intelectuales y artísticas del mundo, asimilarlas y difundirlas con posterioridad con un sello propio.

Y, por supuesto, habla muy mal de la cultura española -instituciones, escritores, editores, público-, a la que no le ha importado mucho esta subordinación -como sucede ahora, al recibir sin más el impacto de lo audiovisual desde el mundo anglosajón en formato doblado como si tal hecho fuera inocente- ni se ha preocupado, salvo honrosas excepciones, en conocer los productos desde su lengua y formato original.

Hace unos pocos años, uno de los directores de escena españoles más conocidos, presumía de que, al fin, se podía ver de verdad a Chéjov en España gracias a su montaje de una de las obras de este autor y presumía de que él lo había redescubierto para el público español. A nadie pareció extrañarle que este mismo director de escena confesara que no sabía ruso y que había trabajado con una traducción al francés de este autor.

Como sabemos, la traducción de una obra artística nunca es literal, sino que se adapta al lenguaje al que se traduce, con lo que no sólo algunas expresiones sino también muchos conceptos son modificados. También el estilo, por muy respetuoso que se sea.

Traducir de una traducción, aumenta las diferencias con el original y puede dar lugar a lecturas esperpénticas que se apartan de lo que pretendió el autor, tanto en el estilo como en lo ideológico.

Y, sobre todo, es una estafa a los lectores.

Una estafa demasiado cultivada por las editoriales españolas, que, por lo general, ponen condiciones económicas y de tiempo que imposibilitan una traducción sensata. A veces, ni siquiera se preocupan en que las traducciones se hagan desde la lengua de origen inicial. A los editores parece no interesarles mucho dignificar la figura del traductor cuando es un componente fundamental de su industria. En el fondo, sueñan con que un traductor electrónico les solucione el problema sin tener que tratar con un profesional al que desprecian y del que no se fían.