He ido a ver Ocho apellidos vascos de Emilio Martínez Lázaro por la insistencia de mi hija y de varios amigos porque normalmente no voy a ver este tipo de cine. También he ido porque se ha convertido en una de las películas más vistas de la historia del cine español. Su recaudación, desde el estreno, es sorprendente. Y ha generado una sugerente polémica: muchos de los que vaticinaron que no tendría éxito se han tenido que comer sus palabras. Por otra parte, desde los extremos ideológicos se ve esta película con incomodidad: los muy conservadores consideran que hace bromas sobre temas que ellos consideran que no deben hacerse y los muy radicales de la izquierda independentista se sienten maltratados. Los partidarios de análisis sesudos sobre los conflictos sociales graves, acusan a la película de superficial. Y así hasta el infinito. Pero el público acude cada día a llenar los cines en donde se exhibe.
Vaya por delante que he pasado una hora y media divertida, que me he reído con ganas en muchos momentos de la película incluso con cosas que normalmente no me hacen gracia porque son previsibles, como se han reído todos los espectadores de la sala de cine, tan llena de público como todas en las que se proyecta desde su estreno hasta el punto de que para algunas sesiones se agotan las entradas. Esto solo, más la extraordinaria actuación de dos secundarios de lujo, Carmen Machi y un excepcional Karra Elejalde -todo lo que hace este actor merece la pena desde hace muchos años-, empuja a ir al cine a ver esta película.
Vaya por delante que he pasado una hora y media divertida, que me he reído con ganas en muchos momentos de la película incluso con cosas que normalmente no me hacen gracia porque son previsibles, como se han reído todos los espectadores de la sala de cine, tan llena de público como todas en las que se proyecta desde su estreno hasta el punto de que para algunas sesiones se agotan las entradas. Esto solo, más la extraordinaria actuación de dos secundarios de lujo, Carmen Machi y un excepcional Karra Elejalde -todo lo que hace este actor merece la pena desde hace muchos años-, empuja a ir al cine a ver esta película.
Ocho apellidos vascos juega en el terreno de la comedia amable costumbrista que se ríe de los tópicos regionales sin mayores profundidades. Un tipo de cine que últimamente se practica en Europa con cierta frecuencia y casi siempre con los mismos resultados de éxito comercial. En este caso con un matiz interesante sociológicamente: reírse del tópico vasco-andaluz supone que quizá ya hayamos superado la época sangrienta del terrorismo etarra. En esto ya se había anticipado Vaya semanita que, desde el año 2003, ofrece un lugar de encuentro a través del humor. En gran medida, esta película es deudora del programa televisivo. Si estamos en condiciones de reírnos de esto es que los españoles hemos conseguido un punto de inflexión.
No falta ningún tópico al uso en esta película sobre vascos y andaluces, pero tampoco su confrontación con un mundo nuevo en el que ya no deben funcionar. Y este mundo nuevo se construye gracias al conocimiento del otro. Uno de los más graves problemas sociales -y, en general, de cualquier relación humana- es el desconocimiento del otro. Suele ocurrir cuando una persona, un colectivo, una región, una nación entera, se niega a ponerse en el lugar del otro para después encastillarse en la propia posición. Se piensa siempre que lo de uno es mejor, que solo unos tienen la razón y que el otro es el enemigo sistemático. Cuando este pensamiento triunfa los primeros en caer son los que están en el medio, a los que se les acusa desde uno y otro bando de traidores. Con habilidad, los guionistas (un eficaz trabajo el suyo) construyen una historia en la que todo esto se va desmontando para que aparezcan los sentimientos más amables del ser humano: pero solo cuando se puede mirar al otro a los ojos y hablar con él sin barreras ni prejuicios. Es más fácil levantar murallas que tirarlas pero siempre se pueden dar pasos.
Ocho apellidos vascos, en realidad, no es una película sobre los tópicos sino una historia de amor sencilla entre un joven andaluz y una joven vasca que se conocen por casualidad en un viaje que le han organizado a ella las amigas, muy sencilla, mil veces contada pero que, cuando se hace con la honestidad que aquí, siempre funciona. Una comedia amable en la que todo está programado para que el espectador salga del cine con una sonrisa en la boca, recordando los golpes de humor más tópicos y de brocha gorda -los chistes sobre vascos son los de siempre, una actualización de los que yo escuché de niño- pero con la sensación, casi necesidad histórica, de que podemos reírnos de cosas que hasta hace muy poco nos causaban un daño feroz. Y, además, la historia de amor que se nos cuenta nos hubiera gustado protagonizarla a cualquiera de nosotros.
Nada sorprende, nada es nuevo en esta película; excepto la composición de Karra Elejalde nada es excepcional ni sorprendente ni quedará para la historia del cine, casi se pueden anticipar todos los chistes que se van sucediendo. Tampoco se pretende: una película sin pretensiones que solo nos empuja a pasar un buen rato en un tiempo en el que necesitamos pasarlo bien y soñar que el amor puede triunfar y que todos podemos dejar a un lado la trinchera para compartir un vino en una barra de bar. Y lo consigue.
Por cierto: mi hija la había visto días antes que yo. Fui a verla con mi madre. Los tres lo pasamos muy bien.
Por cierto: mi hija la había visto días antes que yo. Fui a verla con mi madre. Los tres lo pasamos muy bien.