Uno de los miedos más primitivos del ser humano es a desconocerse. No reconocer su conciencia, lo que es lo mismo que perder sus señas de pertenencia a un colectivo: expatriarse. De hecho, uno de los castigos más sistemáticamente usados contra el disidente es el destierro. En otros tiempos, el ostracismo equivalía a la muerte histórica y civil de un individuo, que desaparecía de la sociedad que lo expulsaba y, casi con toda seguridad, era igual que la muerte. Pero hoy no me refiero a que te expulsen del grupo al que perteneces, sino al hecho de que un día eres consciente de las escasas ataduras que te unen con tu entorno y te sientes extranjero entre los tuyos. O porque tú has cambiado en un sentido diferente a la sociedad o porque ésta se ha modificado tanto que tú no has podido seguirla. Como si la lengua que hablabas el día anterior ya no te sirviera para comunicarte.
En algunos momentos, los artistas, los pensadores, han tenido esa sensación. Algunos sienten que el progreso ha trasformado demasiado radicalmente, sin pausas, lo que había. Desde el siglo XVIII estos cambios se han acelerado. Mesonero Romanos, un costumbrista del siglo XIX, lo ejemplificaba con la pérdida del brasero español en beneficio de la chimenea francesa. Era un ejemplo humorístico pero que reflejaba a la perfección lo que pasaba en aquella época. De entonces a hoy, la aceleración del cambio no ha hecho más que aumentar y muchas personas no saben adaptarse a tiempo. Se refugian en sí mismos y piensan que todo era mejor en su juventud. En el fondo, son seres que la sociedad va dejando a un lado en diferentes grados de intensidad. No hay nada más desolador que un ser humano desorientado en su propia ciudad porque ya no sabe cómo cruzar una calle o utilizar un tecnología nueva.
Otros, en cambio, piensan que la sociedad no ha cambiado lo suficiente, que no es lo suficientemente moderna. Y suelen sentirse forasteros en su propia patria. Preferirían tener el pasaporte de otra nación, que jamás existe en la realidad. Aquellos que pueden se marchan lejos porque allí se sienten mejor, sobre todo porque no conocen en profundidad el nuevo país al que llegan y les basta con pasar por encima puesto que tampoco han de comprometerse. Suelen fabricar un espejismo del lugar de llegada y falsean su propia biografía, inventándosela. Hubo un tiempo que esa utopía era París o Londres o Nueva York, meros símbolos de su propia insatisfacción. O un viaje constante de un lugar a otro para no estar en ninguno.
Sea por lo que sea, el vértigo acelera un sentimiento de no pertenencia, descoyuntando el sentido grupal del que lo padece. Conozco personas que deben escapar a miles de quilómetros para quitarse la sensación de asfixia. Otros, en cambio, no pueden salir de su barrio ante un mundo que ya no comprenden. En ambos casos se tiene un sentimiento de huida o rechazo, como en esta disolución azul acelerada de la imagen. No son mayoría, pero todos, en una u otra medida, algún día hemos tenido esta sensación en la familia, en un grupo de amigos, al salir a la calle o leer los periódicos.
Del miedo a desconocerse a sí mismo hablaremos mañana.