A veces uno se pone a dar vueltas a las cosas y la insatisfacción le lleva a cambiarlo todo. El aspecto del blog, por ejemplo, que a unos gustará más que a otros, pero da nuevas posibilidades de lectura. Más entrañable, melancólico y cálido el anterior, por supuesto; más nítido pero aséptico el nuevo. ¿Debería reescribir las entradas o bastaría con reproducir, en un juego de intertextualidad, las palabras y las imágenes una a una en su exactitud para construir un nuevo texto? Es curioso esto: ¿el naranja es más naranja en un cuaderno antiguo o en el formato nuevo de La Acequia? Muchas veces no somos conscientes de estas cosas: los discursos, las creencias, las opiniones, el llanto, si son tan tajantes que dejan de ajustarse al entorno se convierten en extravagancias que nadie cumple por inaceptables o que sólo se cumplen por preceptivas bajo la amenaza del castigo. No matarás, se dice, pero con ese mismo mandato se mata con la espada en la mano: un precepto encadena otro y la lista no suele tener final fácil. Es mejor no matar que el mandato de no hacerlo.
Hace unos meses hubiera creído que mi dama elegante y solitaria sólo se podría ver de una manera, pero ahora, en este nuevo entorno -frío y moderno, como me han dicho: exacto como un cuchillo al dejar el cuerpo abierto en canal sobre la mesa del forense- esta señora se ha dislocado en velocidad y extensiones. Quién sabe dónde está la certeza. Yo no llego a hallarla.
¿Existen las verdades universales? No lo creo, hace tiempo que busco los pequeños pactos y compromisos, conmigo -para salvarme si algún día me encuentro: recordádmelo si me veis por ahí-, con los demás -para aceptarlos-. Por eso, el naranja no es el mismo, aunque lo parezca.
Aclaro para los malintencionados: estas fotos, como la de ayer, no han sido tratadas. Nacieron ya así.