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martes, 13 de febrero de 2007

El futbolín

De niño quise ser un buen jugador de futbolín, lograr aquellas carambolas y efectos que algunos de la pandilla conseguían, mover de tal manera la muñeca que la bola adquiriera la velocidad de la invisibilidad. Varias generaciones de niños hemos crecido con ese deseo. Todos recordamos el ruido característico de las salas en donde se jugaba al futbolín. A veces era un rincón de un bar del barrio -apenas una tosca taberna-, en donde nos concentrábamos los chavales para jugar o para ver cómo lo hacían otros. Alrededor de un futbolín siempre había público.
Si me esfuerzo un poco todavía puedo oír los golpes de la bola contra los jugadores metálicos o contra las paredes de madera o, inconfundible, el ruido que hacía al entrar en la portería. Como puedo oír el bullicio del bar, que los domingos por la mañana olía a gambas a la plancha.
Desde hace años, el ruido de aquellos juegos se ha ido sustituyendo por la música electrónica de las tragaperras o de máquinas de videojuegos más perfeccionados. Ante ellas, los chavales prueban su pericia o miran la de otros. Pero los mayores sabemos que nada podrá sustituir el contacto de la mano con la goma protectora de la barra o el gesto del jugador que sacaba la bola al principio de la partida o tras un gol. Los mayores, en el fondo, sabemos que ya somos de otra época cuando miramos el rincón del bar y no vemos la silueta del futbolín. A veces, como rescatado del tiempo, en algún lugar de veraneo encontramos uno algo desvencijado y adoptamos de nuevo aquellas posturas para enseñarles a jugar a nuestros hijos e intentar trasmitirles, inutilmente, nuestra pasión.
Alejandro Finisterre, inventor del futbolín, ha muerto.