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viernes, 9 de febrero de 2024

Y así amanece el día

 


Qué reconfortante es regresar a Claudio Rodríguez. Nunca se ha ido en realidad, pero a veces es solo murmullo de fondo, como cuando dejamos de oír el manantial junto al que pasamos la tarde. Brota de pronto el inicio de Don de la ebriedad, ese libro único y excepcional con el que ganó el Premio Adonáis en 1953, con dieciocho años. La voz poética espera ese don que llega, la claridad que busca una materia para deslumbrarla quemándose a sí misma al cumplir su obra. Así el día, el amor, el poema, la vida.

A veces ocurre, al contrario que en el poema de Claudio, que la noche abre el gran aposento de sus sombras y en el cuarto no parece llegar la luz igual que un niño aterrado refugiado debajo de las mantas. Qué larga la espera hasta el día. En ese tiempo, aguardo hasta que amanezca y salgo a la calle con el cuerpo entumecido, buscando en las cosas más humildes la condición de espera justo cuando comienza a darles la luz. Hay esperanza en la hoja seca, que se hará humus y vida. En realidad, la hoja caída se limita a ser y cumplir, orgánica. Qué difícil es aceptar esa condición orgánica en nuestra vida cuando toda esperanza se frustra, pero en esos casos es más necesario que nunca refugiarse en la noche y en el invierno hasta la luz y la primavera. Pero qué difícil.

viernes, 17 de abril de 2020

La aceptación de la realidad como primer paso (Claudio Rodríguez viaja en autobús)


Las lluvias de ayer y hoy han dejado una capa fina de nieve nueva en lo más alto de la sierra de Béjar. Nieve de primavera, que se irá con los primeros soles.

Estos días de lluvia y epidemia vírica, he recordado el poema Lluvia y gracia de Claudio Rodríguez. Se incluye en el libro Alianza y condena, publicado en 1965. Un ejemplo más de esa virtuosa forma de su escritura, que trasformaba lo más cotidiano en alta reflexión. El poeta va en autobús:

Desde el autobús, lleno
de labriegos, de curas y de gallos,
al llegar a Palencia,
veo a ese hombre.

De pronto, se desencadena la lluvia y el hombre corre como quien asesina hasta buscar refugio en un portal. No comprende el significado profundo del agua:

que le crece como un renuevo fértil
en su respiración acelerada,
que es cebo vivo, amor ya sin remedio,

En su ignorancia, nos dice el poeta, respira tranquilo

al ver cómo su ropa
poco a poco se seca.

Este virus nos molesta, ha turbado nuestro mundo y ha provocado miles de muertes en todo el mundo, quizá cuando termine la epidemia sean centenares de miles de muertes por las que haya que llorar. Ojalá pudiéramos librarnos de él como cuando se contempla cómo se seca la ropa después de la lluvia. Pero la historia de la humanidad no se debe construir sobre ese llanto necesario, sino sobre las lecciones que nos da la vida y sus consecuencias. Deberíamos estar preparados para obtener las lecciones adecuadas de todo esto. Siempre lo hemos hecho.

Lo primero debería ser aceptar la realidad. El ser humano se ha hecho muy fuerte a lo largo de su evolución, pero sigue siendo frágil. Hemos vencido todo tipo de enfermedades y venceremos esta. No tan rápido como deseamos. En un tiempo como este en el que las redes sociales nos han acostumbrado a la rapidez y la comodidad para conseguir casi todo, exigimos que los científicos -a los que no apoyamos suficientemente con los presupuestos públicos- den con un medicamento adecuado y con una vacuna en semanas. Deberíamos saber que esto es imposible, que la ciencia y la medicina tienen sus tiempos y sus protocolos. Solo la soberbia de nuestra condición moderna nos lleva a exigir algo imposible. La ciencia no es la fe religiosa, como la política en estos casos no es lo que querríamos que fuera sino lo que es.

Lo segundo, es comprender que estamos inevitablemente expuestos a esta y próximas pandemias por nuestra forma de vida, por la globalización y la hipercomunicación.

La primera lección debe ser la aceptación de nuestra fragilidad porque esa es nuestra fortaleza. A partir de ahí se tendrá que compartir toda la información científica por encima de patentes farmacéuticas y esto, en un mundo capitalista como el nuestro, solo es posible con la legislación adecuada acompañada de financiación y cooperación internacional.

Miro la sierra, hacia la Covatilla y el Calvitero. Su fina capa de nieve. Ha dejado de llover y, como todos estos días, la luz del atardecer nos regala la calma suficiente.

martes, 14 de abril de 2020

¿Qué habrá sido de las flores cortadas? Con Claudio Rodríguez al fondo.


Acaba de amenazar lluvia. Cuatro gotas y después una espléndida luz vespertina, tan limpia, que subraya todos los matices de verde de la sierra.

Esta mañana he salido a comprar. Es mi primera salida, aparte de una vez para tirar la basura al contenedor de la esquina, desde hace doce días. Por el camino, me he fijado en los escaparates de los comercios llenos de anuncios de temporada. Ofertas de fin de rebajas, de viajes de fin de semana o de vacaciones de Semana Santa. En ellos se nos urge, debemos apresurarnos para no perder las últimas plazas. Junto a ellos, otros carteles improvisados en los que los comerciantes anuncian el cierre de los locales mientras esto dure. Mientras esto dure. En muchos se expresa la solidaridad: no cierran por egoísmo, sino por la seguridad de todos. La mayoría tomaron esa medida antes de que la decretara el gobierno. He visto también un par de locales preparados para abrir nuevos negocios estos días, que se han quedado en buenas intenciones, proyectos ilusionados para salir de los apuros de la crisis económica que arrastramos desde 2008 y que parecía que estábamos superando. El pequeño comercio, los bares de barrio, ¿cómo podrán remontar esto si no los amparamos entre todos? Cuántos podrán reabrir. He pasado junto a una de las mejores floristerías de Béjar, Nomeolvides y me he preguntado qué habrá sido del género que tenían el mismo día en el que echaron el cierre temporal. ¿Qué habrá sido de las flores cortadas?

Un día 14 de abril falleció mi padre, hace ya nueve años. También se conmemora la proclamación de la II República en España. Según los documentos de mi padre, nació un 18 de julio antes de que esa fecha se marcara con sangre en la historia. Fechas. A veces me tranquiliza que mis padres no hayan vivido esta epidemia vírica.

Hoy he releído a Claudio Rodríguez. Sin duda, es el poeta que más me llegó cuando era adolescente y leía poesía como si la descubriera. Es tan grande que él solo representa lo que debe ser la poesía. A él hice referencia en el poema veneciano de mi libro piel, en el que repasaba con ironía la poesía española desde mediados del siglo XX, como el único sobre el que Pere Gimferrer no pudo levantar acta de defunción.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Cuando la palabra indaga en lo que hay antes de la palabra (De la letra menuda, de Fermín Herrero).

Los poetas han sido conscientes de que la palabra es insuficiente. A veces, cuando está cargada de connotaciones y referencias, estorba e impide el significado exacto. Por eso, cada cierto tiempo, surge una estética que desnuda la palabra o la música o la pintura para recordarnos lo que al principio significaba.

Existe una línea poética -en España, cimentada desde Bécquer, pero con antecedentes en la lírica de los místicos, en especial San Juan de la Cruz- que ha buscado simplificarla, limpiarla para que busque el origen de la cosa que nombra. Otros poetas, en cambio, han sabido jugar con todo lo que una palabra arrastra cuando se escribe, cuando se pronuncia, cargada de culturalismo para que resuma la historia en el momento en que se dice y en ella esté todo lo anterior. Ambas son formas válidas de hacer poesía, pero diferentes. Es un interesante ir y venir en el proceso artístico en el que se encierra, en casi todas las ocasiones, los cambios de estética. Un camino que no puede terminarse porque es un ejercicio continuo dado que la palabra expresa todos los perfiles del ser humano. Pero es interesante comprender a los poetas en su tratamiento de la palabra, porque define su poética y su mirada como artistas.

Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) pertenece a la línea que busca la depuración en la expresión: que la palabra se desnude hasta ser la cosa misma. Es un proceso, como ya dijo Juan Ramón Jiménez, porque nunca se alcanza la meta y porque, a pesar de todo, las cosas se trasforman siempre en la mirada del poeta y nunca vuelven a sí mismas cuando son expresadas por él e introducidas en un mundo poético de referencias artísticas. Pero el sentido en el que trabaja un poeta sus versos dice mucho del mundo que quiere construir y del que parten sus poemas. La dificultad estriba en que esta poesía, siendo tan conceptual como es, se exprese de la manera más sencilla.

En De la letra menuda (Cálamo, 2009), Fermín Herrero parte de conceptos de un paisaje concreto, el del campo soriano en el que nació, presidido por el Moncayo y trabaja sus versos para que las palabras se carguen de su significado primero, el que más les acerca a lo que designan pero, a la vez, partan de imágenes de la naturaleza y lo cotidiano. De ahí que use expresiones locales o coloquiales -siempre con medida- que hagan que su verso tenga una proximidad al paisaje del que salieron. Lo expresa en el poema que inicia el libro:

En cualquier fuentecilla del monté está
el misterio, la creación. Las palabras
que oíste son mentiras repetidas,
mercancía, artificio. Ya lo ves, lo natural
fluye, se da: se da la conjunción que eleva
sin intérpretes, ni retórica y bien está
que así sea.

Es un arranque que recuerda mucho la propuesta de Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez, con el que comparte tantas cosas Herrero. Este poema es toda una declaración poética: remontarse en el río del lenguaje hasta el manantial primero.

Las seis partes en que se divide el poemario llevan títulos que profundizan en esta clave artística: Lugar, Nieve, Lumbre, Ceniza, Mar, Hora. Las palabras de los títulos son conceptos que explican la simbología poética del libro. Fermín Herrero se abisma en la simbolización del paisaje de su tierra, en la memoria de las cosas más naturales y antiguas: hay un poema en el que el poeta escribe a la luz de una vela, otro en el que lee mientras la televisión está apagada. El trabajo se hace siempre desde ese silencio contemplantivo en el que los ojos se llenan de lo que ven casi sin intentar interpretarlo, dejándose llevar porque la voluntad se entrega a la meditación sin oponer resistencia a lo que le pasa:

El que aguanta en la niebla, podrá
guardar la clave; el que jamás
advirtió su deriva perseguirá a tientas
el ilusorio resplandor del héroe.

Es sólo desde la contemplación (de sí mismo, de lo que le rodea) desde la que el poeta puede ser consciente de la dimensión temporal y de su relación con el mundo. Sólo desde ese estado se es capaz de apreciar que la belleza de una eternidad son los dos días en los que tardan en secarse unos lirios en un jarrón:

Qué hermosura los lirios del jarrón
que trajimos, ayer, del prado.
(...) al fin se secarán, en cuanto chupen
todo el agua que les echamos. No duran ni dos
días. Pero esa debería ser, es, mi eternidad.


Todo lo que he leído de este poeta tiene la tensión de la gran poesía que permanece, la que se expresa con las palabras justas y los conceptos aparentemente más sencillos. Este poemario profundiza en este camino.

viernes, 5 de octubre de 2007

Amor, literatura y agua.



Crono cortó los genitales a su padre Urano y los arrojó al mar. La cultura mediterránea, hasta nuestros días, ha girado siempre sobre las conflictivas relaciones paternofiliales. Matar al padre, se dice. Parece un rito de paso o de dominación y procreación, como dijo Freud en Totem y tabú. En el mundo académico es casi costumbrismo galdosiano. Urano despreció a sus propios hijos. A Crono, que se comió a los suyos para que no le destronaran, le apartaría del poder su hijo Zeus. En ambos casos, Gea y Rea, esposas y madres, tuvieron mucho que ver en la suerte final de estos padres problemáticos al ayudar a la revuelta de los hijos. Creo que todavía andamos en estos jaleos de padres, madres e hijos. Esas cosas tiene la mitología.

Crono terminaría arrojando los genitales de Urano al mar. Mecidos por el oleaje, de su deriva surgió una espuma blanca de la que nació Afrodita, doncella en su espléndida madurez, diosa del amor conocida por los romanos como Venus. El amor brota así, según el mito, de la mutilación del padre en un acto violento de venganza y reparación. Sobre el leve ondular que mece el agua del mar en las costas de Chipre. Qué violencia esconde el amor: juego de fauces y caricias.

¿Cómo contar la navegación del despojo de Urano sobre las aguas, inicio de todo?

El Centro de Mayores de Miranda de Ebro me ha pedido que, este año, mis expedicionarios, ya no tanto alumnos como amigos, les hablen de la presencia del agua en la literatura. Qué iniciativa tan buena es esta para todos y cómo ha quedado ya para nosotros unida al recuerdo de Carmen.

El agua es fuente en los rumores leves y simbólicos del modernismo primero de Antonio Machado pero también guarda, en la Laguna Negra, el sueño del padre y la tortura de los parricidas-de nuevo el padre y los hijos-. También fue símbolo sexual en las canciones que advertían a la doncella del peligro de acercarse a la ribera de un arroyo y rumor del misterio en la literatura popular. En Federico García Lorca ese peligro del amor se plasma en la gitana hilada de plata sobre el rostro del aljibe en el Romance sonámbulo. Los hombres, en tantos poemas y dramas, observaban ocultos y temblorosos de deseo y pecado el baño de la mujer. El agua simbolizó la muerte en los ríos con los que Jorge Manrique grabó una metáfora eterna en las Coplas a la muerte de su padre (nuevamente el hijo y el padre). A un río se arrojaron, atados voluntariamente, los amantes de un cuento de Rosa Chacel, para destrozarse mutuamente cuando llegó el ansia de aire, en un magnífico símbolo de la relación amorosa. El agua, tan presente en Claudio Rodríguez, era lluvia purificadora. El agua restalla en Juan Ramón Jiménez cuando descubre definitivamente su voz poética.

Agua lleva esta pequeña acequia que me vertebra en la incertidumbre y en el recuerdo desde hace casi un año.

Al final, como siempre, cenaremos en el barrio de las Huelgas.

martes, 17 de octubre de 2006

Otoño

Hoy, en Burgos, es el primer día de verdadero otoño. Hasta ahora habíamos tenido una prolongación del verano, circunstancia que sorprendía a los habitantes de esta ciudad, acostumbrados a veranos muy cortos. El cielo está totalmente cubierto, y llueve. Las personas que andan por la calle ya van vestidas de invierno y miran desde ojos oscurecidos tras los paraguas. El ánimo acompaña al tiempo. Recuerdo un poema de uno de los mejores poetas españoles del siglo XX, Claudio Rodríguez, en el que habla de la delicadeza de la lluvia. En otro cantaba su efecto positivo: lavaba al sorprendido viandante y le hacía nuevo. Aquel hombre se refugiaba nerviosamente en un portal porque no podía comprender ese don que viene del cielo, como diría el añorado Claudio. Conocí al poeta en otro otoño lluvioso, en Valladolid. El artista puede permitirse girar los conceptos comunes a través del símbolo. Pero esta realidad es tozuda: llueve, es otoño desatado y las caras se han entristecido. Y tal y como está el campo de esta vieja región tan maltratada por sus hijos, ya ni queda el consuelo de que sea "pan para Castilla". Es sólo monotonía de lluvia tras los cristales, como dijera el otro Poeta. Lo siento, pero hoy sólo tengo ganas de ver cómo llueve.