En la vida de un profesor universitario hay cientos de alumnos que pasan desapercibidos. Otros se confunden y la mente caprichosa los adhiere a un tiempo que nos les corresponde. Sin embargo, de vez en cuando, algunos grupos se singularizan. En mi caso, las primeras promociones de mi estancia en Burgos. Más recientemente, aquella de Marién, Carmen, Piluca, Berta, María, Alba... era una de ellas. Cada una era diferente al resto, pero todas juntas hacían -y hacen, puesto que alguna todavía está por allí- que ir a clase fuera algo diferente cada día. Recuerdo en especial unas clases de mi asignatura de Literatura histórica española en la que estaban, junto a unas cuantas Erasmus, ellas tres: Marién, Carmen y Piluca. Marién, tan voluntariosa y constante, el pulmón del grupo. Piluca, la más joven, encantadora y tímida, de gran intuición y sensibilidad. Y Carmen, puro nervio y locuacidad de la que te podías esperar que una pregunta te desbaratara lo preparado y te condujera por otros caminos. Querida Carmen. Le faltaban unos pocos créditos para terminar la Licenciatura, puesto que, como Marién, era madre y compatibilizaba los estudios con mil tareas. Se acogieron con gran generosidad a impartir unas charlas sobre literatura en un centro para personas mayores de Miranda que me pidieron organizar. Y llevaban, junto a otros inolvidables alumnos, Vicky y José María (y este año Valentina y Jorge), muy ensayados y preparados los temas y se volcaban con el público. El año pasado celebramos el final de la actividad con una cena, que íbamos a repetir este año. La última vez que la vi, la semana pasada, me preguntó, maravillosamente acelerada, como era siempre, por el certificado de su conferencia.
Este fin de semana ha sido un número más en las cifras de muertos de nuestra carretera. Ha muerto, junto a su marido y su hijo pequeño, y una niña de otro de los vehículos implicados en el accidente.
Qué puedo decirte, Carmen.
Que la tierra te sea leve.
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