No conozco mejor expresión del duelo en la literatura que aquella con la que Antonio Machado nos sobrecoge en
Campos de Castilla. Todo el proceso es descrito con una profundidad lírica de tensión tan alta que no puede dejarnos indiferentes. Precisamente es en estos poemas en los que Machado se hace definitivamente un poeta universal. Abandona la inicial apuesta de un poemario ideológico entorno a la reflexión sobre los males de España centrados en la curva de ballesta del Duero entorno a Soria -símbolo, como dice, del corazón del Castilla- para labrar una obra maestra atemporal. Aquella primera parte es brillante, pero tiene un contexto de época y un pie forzado de pensamiento demasiado evidente: Machado respondía a un movimiento ideológico de aquellos años, que mandaba reflexionar sobre España y las causas de su decadencia para hallar posibles soluciones. Y lo hace en clave modernista -lo de la
Generación del 98 es un invento que ya no deberíamos seguir manejando en la historia de la literatura-, el paisaje y su relación con los seres humanos que lo habitan y habitaron, como valor simbólico de la historia. Pero una vez iniciado el poemario, le sobreviene la vida, esa cosa tan inesperada que se nos echa al cuello cuando menos se la espera. Y es justo por la introducción en
Campos de Castilla de la dura experiencia vital que supuso la enfermedad y muerte de su jovencísima esposa, Leonor, por lo que Machado hace nacer, sin saberlo, una de las líneas poéticas más importantes de la literatura española del siglo XX, tanto en forma métrica -qué acertado pulso en las silvas arromanzadas y en los romances líricos-, como en el tono y en la temática.
Todo comienza con el poema A un olmo seco, que hay que ver como la esperanza de posible salvación de Leonor. En el fondo, Machado se niega a ver lo evidente, que Leonor se muere. No quiere creeerlo porque aún se aferra a la posible curación:
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
El poemario ya ha cambiado hasta en la forma métrica, pero lo que viene a continuación profundizará todo esto y lleva Campos de Castilla muy lejos de su proyecto original y mucho más lejos de lo que cualquier poema había llegado hasta ese momento. Machado hace literatura el proceso del duelo que sufre tras la muerte de Leonor. Como en toda la gran literatura, la experiencia personal es experiencia universal y todos los que hayan sufrido un duelo similar reconocen los pasos. Lo hace Machado, además, con sabiduría de gran poeta. Como si se escribieran por vez primera y de forma sencilla estos sentimientos, cono si nadie lo hubiera sentido antes, como si ningún otro artista lo hubiera relfejado en su obra. Pero debajo de esa aparente sencillez está toda la literatura española que había tratado este tema con anterioridad, desde el folklore popular hasta los místicos pasando, cómo no, por Garcilaso (alguno de estos poemas dialoga directamente con la parte de Nemoros de la Égloga I). No falta, en ese proceso de duelo, ni la interrogación a Dios, como les sucede a todos los creyentes ante la muerte de un ser querido que nos deja en absoluta soledad: esa conciencia de soledad que es inmensa y parece no acabará nunca porque hay un momento en el que parece que el dolor no se calmará nunca:
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos, mi corazón y el mar.
Hay un momento en el que Machado, ya en Andalucía, se niega a olvidar a Leonor. Esta negativa le provoca una ensoñación, que no lo saca de su tristeza y su melancolía, sino que la hace más honda. Machado refleja a la perfección ese estado del que no puede olvidar a quien perdió:
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
Hasta el formato métrico, la silva arromanzada, parece recién creado para la ocasión. A la evocación del paisaje castellano, tan lejano ahora pero tan interiorizado, y la de su mujer muerta -que se hace presente en la sensación física del tacto-, sucede la abrumadora realidad que canta la enumeración final: una graduación de estados depresivos que concluyen en ese terrible viejo.
Como glosa de esa ensoñación se entiende el poema siguiente:
Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de
primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas! ...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!.
El poeta ha encontrado, en ese proceso de duelo, un espejismo de felicidad que le permite la esperanza. Quizá haya, de verdad, algo más allá de la muerte -la vida eterna, la energía, el propio recuerdo- que permita pensar no todo se ha perdido. La mayor parte de la gente que sufre este proceso de duelo se queda aquí. Las religiones que prometen una vida eterna permiten este consuelo en la fe. Sin embargo, en Antonio Machado el proceso continúa hasta asumir, como última fase de esa muerte, que no hay más que una tumba en la que reposan los restos del ser amado. El único consuelo viene de ese mismo paisaje castellano cantado desde el inicio, que ofrece las primeras flores de la primavera que llevar a aquella tumba:
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
No es que haya que volver todos los años a Machado, es que Machado jamás se ha ido. Por cosas como esta.