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domingo, 7 de septiembre de 2008

Dame una piedra.


En el mes de mayo, Miguel Vivanco me regaló una piedra. Era parte de la instalación que presentaba en la exposición colectiva Paisajes políglotas, en la que se prestó generosamente a hacerme de guía. Al final del recorrido, se agachó y la recogió del suelo. Me explicó que, desde hacía años, se llevaba a su casa piedras de los lugares que visitaba y me contó todos sus proyectos relacionados con esa dedicación, hasta el de cómo levantó la altura de un monte con un montón de ellas. No se daba importancia, pero yo lo veía acariciar aquella piedra y me di cuenta de que Miguel pertenece a ese tipo de seres humanos que, a través de la roca, presienten el espíritu. No hace falta demasiado trabajo, si la piedra es de una dimensión pequeña: apenas unos golpes o tan sólo recogerla del suelo si tiene la dimensión exacta, el transporte y situarla en el lugar que le corresponde del montón. Una a una. No hace falta más que un gesto cotidiano repetido cientos de veces, pero sí la concepción de una idea y la voluntad de realizarla.

Desde la prehistoria, el ser humano ha sabido aprovechar ese material duro: como arma, como símbolo, como túmulo, como objeto artístico. Gran parte de la historia de la escultura es sólo una piedra trabajada.

Es curioso, poco después leí La marca de Creta, el cuento de Óscar Esquivias, en el que su protagonista recogía en el campo una piedra, blanca o negra, según la felicidad o no del día, para medir en balanza el final de su historia. Y, apenas unas semanas más tarde, visité con Javier G. Riobò la exposición Mi lugar de nacimiento, de Carlos de Gredos, en la que gran parte de sus obras giraban en torno a la piedra. Piedras. Quizá nuestra especie también debería medir sus días según los dos montones de piedras.

De niños recogíamos las que nos parecían más hermosas o enigmáticas, que guardábamos en los bolsillos de los pantalones, y a las que atribuíamos poderes mágicos. O seleccionábamos las más adecuadas para lanzarlas a la superficie del agua o usábamos como peligrosos proyectiles con los últimos tirachinas artesanales. Cómo nos agarra a la vida un canto rodado, liso hasta lo imposible. Cómo nos sorprende una roca quebrada como hacha, cortante y bella por su simplicidad.

Miguel me tendió esa piedra, la misma que ilustra esta imagen como una frontera entre la luz y la oscuridad, la firmeza que nos ata a este pedrusco irregular y viejo en el que vivimos y lo etéreo de un espacio tan vacío que espanta. Me dijo que había ido a recogerla a Villagonzalo Pedernales. Me sonrió al salir a la tarde burgalesa del Espolón, me tendió la mano y se perdió entre la gente.

Pocas veces un objeto tan cotidiano como una piedra me dio, al guárdalo en el bolsillo como cuando era un niño, la certeza de que la plenitud de las cosas está tan cerca de nosotros que solemos pasar a su lado, sin verla.