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lunes, 8 de septiembre de 2025

Comienzo de curso

 


Hoy he comenzado las clases del curso 2025/2026 en los dos formatos en los que se imparte el Grado de Español: Lengua y Literatura de mi Universidad, virtual y presencial. Clases sobre un período de la literatura y la cultura que va desde las décadas finales del siglo XIX hasta la guerra civil de 1936 a 1939. Con los estudiantes del grado virtual tardaré unos días en establecer una comunicación más cercana que la exclusivamente digital. Con los estudiantes del formato presencial ha sido como siempre: entrar en el aula, aunque ahora está dotada de medios tecnológicos y la tiza ha sido sustituida por una pizarra para rotuladores. A la mayoría los conozco porque los tuve como alumnos en una asignatura de barroco en la que explicaba sobre todo a Góngora y a Cervantes y sé que me espera un buen curso con ellos: son personas trabajadoras, tienen mentalidad abierta y ganas de adquirir nuevos conocimientos y debatir sobre ellos. Eso es lo que me motiva cada vez más, encontrarme con personas que quieran debatir sobre la materia del curso, llegar a preguntarnos juntos muchas cosas y buscar el camino para hallar las respuestas. En la actualidad, la mayoría de los conocimientos están disponibles a través de libros y pantallas y es relativamente fácil llegar a ellos. No es tan fácil jerarquizarlos, establecer interrogaciones sobre lo que se ha trasmitido a la luz de nuestra época y que todo ellos nos diga algo ahora. Una de mis intenciones es que los alumnos dialoguen con los textos, que no sean solo letra muerta que deban conocer porque los consideramos clásicos. De todo ello he hablado un poco en mi clase de presentación.

Mi Facultad se encuentra en las antiguas dependencias del Hospital Militar de Burgos, en una zona privilegiada delimitada por el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, el parque del Parral y el río Arlanzón. Se inauguró en 1891 y para mí es una delicia atravesar el jardín que separa la zona de despachos de las aulas. Este breve paseo es un regalo en cualquier época del año, que suelo completar escapándome en los ratos libres a las riberas del Arlanzón y al parque de la Isla. En este jardín central hay pinos centenarios, tejos, rosales, un membrillero japonés... Algunos compañeros atraviesan medio enfadados este espacio ajardinado, como si les ofendiera pisar la gravilla o pasar por debajo de los pinos. No comprendo bien por qué.

Cuando llevábamos un tiempo explicando en el aula las cuestiones generales de la asignatura invité a los estudiantes a salir al centro del jardín. Los que ya me conocían, lo esperaban; los que no, pusieron cara de sorpresa. Junto a la fuente, apunté que aquel espacio en el que estábamos atravesó los tiempos que vamos a estudiar en clase. Se fundó cuando el modernismo ya destelleaba, continuó en la época del desastre de 1898, tuvo un gran protagonismo en las guerras de Cuba y en la segunda guerra de Marruecos, la del Rif, también en todos los acontecimientos que vinieron después, hasta la sublevación militar de 1936 y la guerra civil. A pocos minutos de aquí se encuentran la pensión en la que pasó la guerra Manuel Machado y la residencia de Franco durante sus estancias en Burgos.

Les recordé que hace cien años justos tuvo lugar el desembarco de Alhucemas y que posiblemente alguno de los soldados que participaron en él pudo pasar una temporada aquí, recuperándose de sus heridas. Aquel hecho del 8 de septiembre de 1925 se considera el primer desembarco moderno de unas tropas y un precedente claro de los que tendrían lugar en la Segunda Guerra Mundial. Aquella guerra del Rif fue un desastre de organización, en realidad, pero sirvió para que España jugara a ser potencia neocolonial, experimentara con el uso del gas mostaza y demostrara la corrupción en la gestión de la intendencia militar que arrastraba desde el siglo XIX. Sus consecuencias están muy claras en la historia: el peso de un ejército español lleno de oficiales con currículos hinchados por la aventura africanista que condicionó en gran medida todo lo que ocurrió después.

Si en la primera guerra de Marruecos, cuya organización y resultado también fue un desastre, podemos recurrir a los libros de los futuros grandes escritores Pedro Antonio de Alarcón (Diario de un testigo de la guerra de África) y Núñez de Arce (Recuerdos de la campaña de África), para esta del Rif contamos con la segunda parte de la trilogía autobiográfica de alguien a quien se lee menos de lo que merece, La forja de un rebelde de Arturo Barea, que escribiera ya exiliado en Inglaterra.

Quise ver sentado en el suelo, con la espalda apoyada en uno de los pinos, entonces jóvenes, a un soldado de tropa o a un joven oficial convaleciente, leyendo los dos volúmenes que trasformaron la poesía española para siempre publicados en 1917: Diario de un poeta recién casado (1916) de Juan Ramón Jiménez y la primera edición de las Poesías completas de Antonio Machado. ¿Por qué no? En el fondo, todo lo nuestro estaba comenzando entonces, para bien y para mal.

miércoles, 13 de marzo de 2024

Noticias del membrillero japonés


Por fin, llegó la nieve. Tiene algo de infancia: el corcho desgranado sobre el belén casero, las castañas bailando en la chapa de la cocina económica, el frío al otro lado del vaho de la ventana. Nieva ya menos de lo que nevaba y, cuando caen los copos, es siempre un acontecimiento que provoca la sonrisa. Vi caer la nieve en la ciudad, sorprendida por lo inesperado del suceso y mis ojos se alegraron.

A pesar de la nieve, la primavera está ya muy avanzada por estas tierras castellanas, sin hacer caso al calendario. Entrará el próximo 20 de marzo y durará, dicen, 92 días y 18 horas, para terminar el 20 de junio. A los almendros en flor sucedieron otros frutales. Los silvestres han llenado las cunetas y los bordes de los caminos de color y un sabor a vida.

En el jardín de la Facultad -ese por el que algunos pasan desde los despachos hasta las aulas como si no existiera-, ha florecido el membrillero japonés. Lo hace siempre a finales del invierno, como anuncio orgulloso de que llega el buen tiempo. Es un arbusto grande y hermoso y, cuando saca la flor, de un rosa muy elegante, atrapa la mirada del que no se niega a verlo. Recuerdo la primera vez que lo vi florecido, en marzo de 2020, unos días antes de que se declarara el estado de alarma por la pandemia por el COVID-19 y tuviéramos que guardar aislamiento en las casas. Desde allí me preguntaba si seguía en flor, a lo suyo. Aquel día de hace cuatro años atravesaba el jardín junto a Paco, camino de mis clases. ¿Qué tocaba, Góngora? Paco es un amigo, pero también el mejor alumno que he tenido nunca. Al jubilarse, se apuntó en el Programa de la Experiencia de la Universidad, dirigido a mayores de cincuenta y cinco años. Allí lo conocí. Siguió los tres cursos regulares y luego pasó a la Universidad Abierta a Mayores, pero no le era suficiente. Participó en mi club de lectura con acertados comentarios. Aunque él venía del mundo de la técnica, sus intereses eran la literatura, la historia, el arte. Con su decisión y lucha, consiguió que se abriera la posibilidad de matrícula libre para este tipo de alumnos en los grados universitarios, con todos los derechos, aunque sin efectos académicos de cara a un reconocimiento del título. Siguió, de forma notable, todos las asignaturas. Participaba en las clases, hacía los trabajos y los exámenes, con brillantez. En su relación con los jóvenes alumnos, aportaba la experiencia y una visión de la vida basada en el esfuerzo más enriquecedor: aprender y que el conocimiento adquirido le aportara la base adecuada para sus propios juicios. Nunca defraudaba en las intervenciones en clase y en los trabajos. Sin obligación alguna, realizó un magnífico Trabajo Fin de Grado sobre Vicente Blasco Ibáñez, cuya Casa Museo en Valencia frecuentaba para investigar. El sistema universitario no ha aprovechado aquel impulso: si se hubiera publicitado suficientemente, Paco hubiera sido el pionero de un programa con el que nuestras aulas hubieran ganado en diversidad con la experiencia intergeneracional. El otro día le envié un mensaje, avisándole de que ya había florecido el membrillero, que yo le echaba de menos. Se ha acercado esta semana a tomar café conmigo y le he propuesto que vuelva a clase cuando toque Cervantes para que pueda terminar de forma presencial aquella asignatura del curso del COVID-19. Antes de que yo bajara al jardín, él ya lo había recorrido para ver el membrillero, los pinos y sus tejos.

sábado, 24 de abril de 2021

De Burgos a Tailandia


Hoy quiero hablar sobre esas alegrías que se reciben como profesor. En estas semanas últimas he explicado la obra de Miguel de Cervantes, centrándome en el Quijote. Espero siempre con ilusión la llegada de este tema en el programa anual de la misma manera que tuve claro que el club de lectura que sostengo en este blog desde 2008 debía comenzar por la locura de realizar la primera lectura completa de la novela que se ha realizado utilizando los recursos disponibles por la generalización del uso de internet. Aquella experiencia colectiva, a la que tantos se sumaron, dio lugar a la única guía de lectura disponible de forma gratuita con este formato.

Esta tarde me ha escrito una alumna del curso actual, agradeciéndome haberle ayudado a salvar los escollos que había tenido siempre con la obra cervantina y comprometiéndose a leerla completa con sus hijos este próximo verano. Por desgracia, el Quijote no cabe legalmente en los estudios universitarios españoles actuales, ni siquiera en los de la especialidad. Si aplicamos la normativa, el número de horas que necesita para ser leído excede las horas de dedicación a una asignatura que podemos exigir a un estudiante. Me dejó perplejo constatar esto en su día, como si no se pudiera exigir a un matemático el dominio de la materia más básica de su área de conocimiento por la misma razón o a un físico se le dejara sin los rudimentos de sus estudios porque su dominio ocupa unas cuantas horas más. Como la normativa ampara que un alumno de un grado equivalente a la antigua Filología Española pueda terminar la carrera sin leer el Quijote, me limito a proponer la lectura de un puñado de capítulos y a incitar a leerlo completo.

Ayer, Día del Libro, recibí un mensaje por correo electrónico que me llenó de alegría. Un antiguo alumno, Íñigo Santidrián (he pedido su permiso para difundirlo), trabaja ahora como profesor de español en  Bangkok y me escribe para darme cuenta de que ha impulsado la primera lectura del Quijote en tailandés-español en Tailandia, con la colaboración de la embajada de España y la Universidad de Thammasat de Bangkok. En la lectura han participado el embajador, la traductora de la obra al tailandés y varios alumnos y profesores, incluido él mismo. Recuerdo bien a Íñigo en clase, su buen hacer como alumno y su seriedad y honestidad como persona, como recuerdo a sus compañeros de curso. Él atribuye este logro a la semilla que introduje en mi asignatura, pero yo sé que esas semillas que se siembran en las clases no germinan adecuadamente sin un terreno adecuado. No sabe bien Íñigo cómo me ha alegrado estos días saberlo bien, conocer su ilusión y su trabajo. Como la mayor parte de mis alumnos, ha tenido que buscarse la vida fuera de su ciudad, de su región. En su caso, también fuera de España, esto es algo que permite la enorme difusión internacional del idioma español. No conozco todas las circunstancias que lo han llevado a Tailandia, pero sé que esta estancia para él será una experiencia inolvidable; como para sus alumnos y para todos los que han participado en esta lectura del Quijote resultará algo para recordar en el futuro. Y así se cumple la mejor cadena cultural que conozco provocada por la educación. Aquellas horas dedicadas a explicar el Quijote en un aula de la Universidad de Burgos, que tan bien comprendieron Íñigo y sus compañeros, han llegado ahora a Bangkok, mejoradas por su experiencia y su vitalidad y desde allí volarán hacia otros lugares. Solo con saberlo, con haber recibido este mensaje desde Tailandia, sé que todo ha merecido la pena y que ellos, mis alumnos, sabrán mejorar lo que yo les propuse.

Gracias por todo, Íñigo. 

Aquí dejo el vídeo promocional de aquella lectura que celebra el Día del Libro 2021, que puede consultarse completa pulsando en este enlace (merece la pena dedicar unos minutos a verlo completo):



lunes, 10 de septiembre de 2018

Un nuevo curso


Pocos trabajos cambian tanto cada año como la docencia. Tengo la fortuna de comenzar de nuevo cada septiembre. Aunque alguno de mis alumnos ya hayan tenido asignaturas conmigo en los cursos anteriores, son nuevos, como nueva es su forma de afrontar una materia que comienzan a conocer. Yo un año más viejo, ellos con la misma edad de siempre. Eso pensaba de regreso a la zona de despachos, cuando atravesaba el jardín a la sombra de los árboles centenarios del antiguo Hospital Militar de Burgos. El suelo, tapizado de acículas. Allá, los castaños de indias, rosales, la fuente aún sin arreglar -me gusta así, como los bancos desvencijados que espero no se le ocurra reparar a nadie-, los laureles, rosales, la mata de romero-, el antiguo edificio central en donde residían las monjas, sin uso todavía. Me gusta esa sensación de cada año, estar de estreno porque cada año es diferente y me presento con las novedades como si abriera un antiguo muestrario de viajante.

Voy teniendo costumbre de que alguna de mis primeras clases suceda en el jardín. Lo digo bien, suceda, porque no lo busco intencionadamente. Solo cuando veo a los alumnos esperándome fuera del aula -en esta Castilla ahora hace mejor fuera de las casas que dentro, hasta que se enciendan la calefacciones de los edificios- dejo que suceda. Les he pedido sacar las sillas -como a los que los han precedido desde que la Facultad está en ese espacio- aprovechando que la clase de este curso es la última del antiguo barracón médico.

A la luz de esta mañana de septiembre les he presentado la materia del curso durante una hora y media y mañana comenzamos. Les he propuesto un debate sobre la acumulación de conocimiento y manifestaciones artísticas que llevaron a España a ser una potencia cultural en las primeras décadas del siglo XX y, en paralelo, que debatamos sobre las dificultades que tuvieron las mujeres pensadoras, escritoras, artistas, de aquella época para tener visibilidad: más bien, para que todavía hoy nos cueste integrarlas en el temario universitario. Les he pedido que no se olviden de lo que hoy conocemos como colectivo LGTB, que empezó a manifestarse decididamente en el arte por entonces.

Les he comentado que en estas clases hablaremos de la cuestión catalana y de lo que pensaban aquellos intelectuales de hace cien años, que leeremos qué dijeron al respecto Rubén Darío, Unamuno y Ortega y Gasset, como si abriéramos un periódico de nuestros días a la hora del café, pero que también asistiremos al nacimiento del cinematógrafo o a la conferencia de un hombre con traje y corbata en un columpio circense, el mismo hombre que inventó el monólogo cómico antes de que hoy llenara teatros.

Y mañana hablaremos de todo esto para que a partir del debate podamos exponer las cuestiones teóricas, el camino que llevó al establecimiento del lenguaje de la modernidad en la cultura española. Y reflexionemos sobre lo que ocurrió para que aquello se detuviera de la forma en la que lo hizo.

martes, 19 de septiembre de 2017

Inicio de curso



El lunes de la semana pasada comencé mis clases del presente curso. Soy profesor desde hace muchos años -más de treinta- y todos los inicios de curso tienen algo especial. En mi profesión no hay nada mejor que la relación con los alumnos. Aquellos que no opinen lo mismo, a mi juicio, se han equivocado en el trabajo elegido. Por muchos cambios que haya sufrido, la docencia sigue teniendo un alto grado de vocación, aunque no esté nada de moda la palabra e incluso esté mal vista. De hecho, esta vocación me lleva a realizar muchos trabajos no remunerados más allá de mi horario de clase.

La Universidad española sigue abandonada por los políticos y tampoco encuentra su forma de reivindicación desde dentro ni hay un verdadero debate académico sobre el asunto. El ministro Wert dejó su reforma apenas esbozada y desde hace años nos encontramos con un sistema parcheado en el que la legislación antigua se cumple por inercia pero todos sabemos que urge una remodelación y un impulso que saque al sistema universitario español de la deriva en donde se encuentra. En los dos campos que debe cumplir la Universidad: la docencia y la investigación. Lo peor es que ahora ni siquiera está en el horizonte de los próximos meses y es como si hubiera desaparecido la cuestión universitaria para los partidos políticos españoles. Y para la sociedad, lo que es aún más triste.

Por ahora, celebremos este inicio de curso, el inicio de las clases, los pasillos concurridos, las aulas ocupadas, el encuentro con los alumnos, también en las plataformas digitales. En este curso sucederán muchas cosas. Por ejemplo, que Machado volverá a publicar Campos de Castilla o que Juan Ramón Jiménez renovará la poesía española con Diario de un poeta reciencasado. Que no es poco. Yo pienso disfrutarlo, desde luego.

sábado, 24 de junio de 2017

La influencia de la estética del videoclip en las artes escénicas


Ayer viernes fui parte del Tribunal que juzgó la Tesis Doctoral presentada por Diego Palacio Enríquez en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid bajo la dirección de Eduardo Blázquez Mateos. Como saben los más antiguos lectores de este blog, llevo años en la batalla de contribuir a renovar los estudios de las artes escénicas en España, fomentando la entrada en el mundo académico de perspectivas de investigación que hasta hace tan solo una década eran tenidas como extrañas. En los estudios de artes escénicas pesaba demasiado la sacralización del texto y la visión del teatro como algo más histórico que actual, más literario que total. Por otra parte, había un prejuicio incomprensible hacia el estudio de cuestiones contemporáneas. Salvo loables excepciones, auténticos pioneros en el camino correcto, había un vacío que perjudicaba a la Universidad española puesto que se veía ajena al complejo mundo de las artes escénicas, pero también perjudicaba notablemente al campo propio del mundo teatral puesto que no tenía recursos académicos o debía recurrir siempre a los que se escribían en otros países en los que se veía esta cuestión de manera diferente. Por suerte, la última década ha abierto las puertas universitarias a este tipo de estudios, aunque todavía queda mucho camino que recorrer tanto en regulación normativa -es injustificable el lamentable estado de la legislación ministerial  y autonómica sobre estos estudios-, la aceptación plena de un campo de trabajo interdisciplinar y vivo y la propia reflexión dentro del mundo de las artes escénicas para construir un discurso de investigación académico que eleve los resultados más allá de la mera práctica.

Los resultados son evidentes y van consolidando un cuerpo de monografías propio, escrito por investigadores españoles dentro del ámbito académico nacional, de gran altura científica. Por fortuna, me he visto relacionado con varias de ellas, presentadas con éxito como Tesis Doctoral.

La Tesis Doctoral de Diego Palacio Enríquez sobre La influencia de la estética del videoclip en las artes escénicas: Tomaz Pandur, Thomas Ostermeier y Falk Richter llena una carencia en la investigación dentro de este mundo y lo hace de forma brillante, construyendo un método de análisis que se convertirá en herramienta metodológica para los futuros estudiosos de este campo pero también para aquellos que quieran usar de este recurso en montajes escénicos. Lo hace, además, abordando la obra de tres directores de escena punteros en Europa: Pandur, Ostermeier y Richter han creado una marca propia, reconocible en sus montajes y se han convertido en referentes de la escena contemporánea. Su trabajo, además, es claro, fácil de manejar y muy útil. Mi felicitación al director del trabajo y al ya Doctor, que recibió la máxima calificación.

El tribunal con el ya doctor (segundo por la izquierda).


viernes, 23 de junio de 2017

Como si el pardal mismo no existiera


Discurso pronunciado como padrino en la ceremonia de graduación de la V promoción del  Grado en español: Lengua y literatura, de la Universidad de Burgos (22 de junio de 2017)


Sr. Vicerrector de Cultura, Deporte y Relaciones Institucionales, Sr. Decano de la Facultad de Humanidades y Comunicación, Sr. Coordinador del Grado de español, Sra. Directora del área de Literatura española, queridos alumnos graduados, compañeros, amigos y familiares:


Recuerdo el árbol del amor en el pasado mes de septiembre, agostado tras el verano. Cuando fuimos a visitarlo al inicio del presente curso, en una de nuestras clases, dudé si ya estaba muerto o si aún quedaba la esperanza de que floreciera de nuevo, como el viejo olmo de Antonio Machado. Como él, lo anoté en mi cartera y os pedí que lo recordarais.

Su apariencia era la de un árbol enfermo, en la parte final de su vida. Nos acabábamos de trasladar a las nuevas dependencias de la Facultad y aquellos días lentos con un sol todavía intenso invitaban a dar clase fuera del aula y yo no podía resistirme a vuestras ansias de luz. ¿Os acordáis del humilde árbol del amor, detrás de la antigua capilla, en el jardín trasero de este espacio que fue en su día Hospital Militar y que por fortuna podemos disfrutar nosotros ahora? Floreció en abril, al inicio de la primavera. Sus flores, de un intenso rosa, brotan antes que las hojas y marcan un fuerte contraste con el marrón oscuro y envejecido de los frutos, las legumbres que permanecen en el árbol desde la temporada anterior. La explosión sorprendente del color sabe al renuevo de la luz, a una juventud que exige ser mirada reivindicándose frente al tiempo de invierno. Lo nuevo junto a lo viejo, el color del fruto ya oxidado por el frío y la lluvia y la sonrisa fresca de los racimos de flor. Todo un símbolo de la Universidad. Pero los árboles no saben de metáforas: la naturaleza cumple sus ciclos con feraz perseverancia.

Los expertos hablan del Trastorno por déficit de naturaleza, un término definido por el periodista y escritor norteamericano Richard Louv en su libro El último niño en el bosque, publicado en 2005, en el que denunciaba uno de los males de nuestra sociedad, que tiene varios retos de primer orden que resolver. Entre ellos este, uno de los más graves. Mucho antes, en su Discurso de ingreso en la Real Academia, titulado El sentido del progreso desde mi obra, Miguel Delibes clamaba “contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología desbridada”. Aquel discurso se pronunció en 1975 y desde entonces las cosas no han mejorado.

Nos hemos arrancado de la naturaleza y vivimos en un entorno cada vez más artificial. En España, en nuestra comunidad, el mundo rural se ha despoblado. Las cifras nos hablan de niveles demográficos propios de una zona desértica. Ya ni siquiera se vuelve al pueblo en verano como antes porque aquellos pueblos han sucumbido al abandono, a la desidia y no ofrecen las comodidades que exigimos. Una de las novedades editoriales de mayor éxito del año pasado fue La España vacía, del escritor Sergio del Molino. Aunque no estemos de acuerdo con algunos puntos de su análisis, el término que acuña brillantemente en el título nos define con exactitud el país. En efecto, hemos vaciado España abandonando el mundo rural al no saberlo apoyar en infraestructuras y servicios adecuados, convirtiéndolo solo en lugar de esparcimiento para seres urbanos que piensan que una excursión de fin de semana por el campo es lo mismo que pasear por un parque temático. Parece imposible un progreso que sea respetuoso con nuestros pueblos y que evite la desertificación de nuestras zonas de interior promoviendo su desarrollo y conservando la naturaleza de su entorno.

No sabemos cómo se llaman los árboles que nos encontramos ni las aves que vemos ni las flores silvestres que llevan todas las sorpresas de color mucho antes de que definieran los matices los sistemas universales de identificación y clasificación de los colores. No he visto rosas, morados, azules, amarillos o blancos mejores que en mis paseos por el campo.

No es solo que ignoremos los nombres. Como estudiantes de filología sabemos lo grave que es no saber nombrar algo, decir, por ejemplo, pardal y no saber que hablamos de un gorrión común. Es como si el pardal mismo no existiera. O ver un gordolobo en el yerbal que encontramos al salir de clase y no saber que se llama así al verbasco, esa planta con roseta basal de tacto de terciopelo a la que cada dos años le crece un largo tallo que se llena de un racimo de flores amarillas, como me enseñó a apreciarlo el naturalista Raúl Alcanduerca en una dehesa salmantina, entre zarzales llenos de moras, pozas de agua y encinas centenarias.

No es solo que ignoremos los nombres de la Naturaleza, es que tenemos con ella una relación problemática que viene de viejos conceptos ya superados como el conflicto entre civilización y barbarie o la expansión de un progreso basado casi siempre en la voracidad de los imperios y de las naciones y en las presiones financieras, que no suelen pararse a comprobar las consecuencias que tendrá para las generaciones posteriores la agresión a la naturaleza, de la que nos solemos creer dueños en nuestra soberbia. La literatura universal está llena de ejemplos que intentan justificar la destrucción de los entornos naturales para la consolidación de una forma de vida centrada en el desarrollo industrial y tecnológico, en la expansión de un modo de vida urbano y consumista.

En las ciudades nació la democracia y la libertad del ser humano como individuo, pero solo cuando estas eran refugio y sabían convivir con el entorno natural. En las últimas décadas hemos urbanizado los bosques, las playas, las sierras y por ello nos hemos creído legitimados para destruir otros bosques, otras playas, otras sierras. No miremos lejos: hace pocos años, en España, un gobierno declaró urbanizable todo el territorio, se cambió la ley de costas para que el cemento llegara a pocos metros del mar y todavía hay que explicar que una depuradora de aguas residuales no es un gasto sino una inversión necesaria para evitar la contaminación de los ríos. Aún encontramos voces que no ven problemas en continuar esta destrucción, que no creen alarmantes los síntomas del cambio climático definidos ya en un consenso científico, con el que se bromea fácilmente. Fuera del respeto a la naturaleza y con el tipo de vida que hemos aceptado, nuestras ciudades no serán más el refugio del ser humano frente a las arbitrariedades del poder sino exclusivas colmenas tecnológicas en el medio de un territorio cada vez menos natural, con todas las consecuencias que esto conlleva.

Desde hace unos años, Fermín Herrero, Premio de las Letras de Castilla y León 2014, ha girado su obra poética para asentarla en su pueblo soriano, Ausejo de la Sierra. Sus mejores poemarios nacen allí: Tempero, La gratitud, Sin ir más lejos. Singularmente, La gratitud, una obra maestra de la poesía contemporánea española. Cuando se abren sus páginas, los versos saben a tierra y cierzo. No solo porque hable de una geografía reconocible, de la naturaleza soriana marcada por las estaciones del año, sino sobre todo porque utiliza las palabras apropiadas para hacerlo, las que las gentes usan para nombrar su entorno:

El sol, el acebal, el ventarrón, la bardera
de nubes, los barbechos abajo, los rebollares
de la dehesa, chaparrales, el sotillo junto
al río, las cañadas, los tesos, barranqueras
y roturos, risqueras, herbazales y el tolmo
de la cuesta, sobre el jaral currucas
y tordillos, un aguilucho y un torzuelo arriba
y a mis pies uñagatas y mielgas, entre
aliagas, tobas y romero.

En Fermín Herrero hay todo un pensamiento sobre la naturaleza y la insignificancia verdadera del ser humano, cosa que se echa en falta en la mayoría de los escritores jóvenes españoles, a los que parecen haberles amputado el paisaje natural. Se aleja Fermín Herrero de la soberbia porque es la única forma de salvar el desapego que hemos marcado con nuestro entorno:

Ignoro por completo la naturaleza
de la savia, su pálpito, su sustancia. Cómo
he podido conjeturar tanto de los árboles
sin haberme jamás avecinado a sus entrañas
y aun sin sentir el pulso, la pujanza
o el letargo. Cómo he podido conmoverme
sin averiguar si en el fondo había algo
o sólo en la corteza lo ilusorio, un espejismo
donde regodear mi pensamiento, la torpeza
y el mismo chopo. El mismo chopo. Que es álamo.

Así, hasta integrarse en la naturaleza como un ser que observa de verdad, que observa para comprender de la única forma posible:

Ha caído una helada sorda, con niebla. Entro
en los barbechos. Soy. Los pardales están
contando su manera de vivir la luz. Poder
respirar, mi fortuna, ver cuajar mi aliento. Las manos
enganchadas de frío mientras busco en el invierno
la lucidez. Buscarla y no encontrarla. La dicha
de estar despierto y pleno porque la tierra
no se olvida. Un gorrión en el campo. Así
de sencillo, de neutro, ser. Los álamos junto
a la reguera, cómo han crecido desde entonces.

Hasta el cardo florece, dice en otro verso memorable. Y más allá, nos explica el mejor triunfo del ser humano:

Sé que la fuente está ahí, en el lugar
donde los berros se arraciman, porque procede
de la pureza su vigor. Que no se esconde de noche
ni en lo profundo, que si estuviese limpia se vería
manar el agua hacia la superficie, moviendo
en espiral el limo. Sé que podría quitar
los berros fácilmente y al aclararse el fango
mi vista gozaría a borbotones, al cumplirse
el deseo de posesión. Y de dominio. Sé también
que el cambio, destruye. Que lo que puedes
rechazar, eres.

Saber quedarse solo con lo justo, dice el poeta, que avisa contra la euforia humana:

De qué
le sirve si al salir de casa estuvo a punto
de pisar tres gurriatos caídos del tejado, todavía
en chichotas, latiendo, despanzurrados contra
el suelo. Y oye el canto de la perdiz. Y se pregunta.

Sabemos que la respuesta a esta pregunta es un trabajo más lento, pero llega más lejos, más profundo:

No me verá el plantón de encinas que están
poniendo en la ladera de la loma, pero será
su sombra tan discreta como acogedora, estoy
seguro, y tal vez llegue el día en que guarezca
a mi hijo, o al hijo de mi hijo. Se plantan para
ser amparo, no importa cuándo sino cómo, no importa
el qué, sino hacia dónde. Así mis padres
sembraron cada año, así mis abuelo, y antes
y después. Nadie es más que nadie. Frente al viento
perseverar: la rama. No hay ni aquí ni allá, pasamos.

Ahora comprendemos la razón de ser del árbol del amor. No de cualquiera sino del nuestro, el que se encuentra en el jardín, humilde y casi escondido. Perseverar. Renacer –rosa y marrón, joven y viejo- cada año. Seremos medidos por nuestro respeto hacia este ciclo que nos debería mejorar cada año, una conciencia ética que debería importarnos más que cualquier otro conocimiento, ostentación o medro. 

Habéis estudiado filología, uno de los campos sustanciales de las humanidades y os habéis acercado a la literatura como manifestación artística de las inquietudes del ser humano, a la lengua como vehículo de lo que llevamos dentro y de la comunicación entre los seres humanos. Dentro de unos minutos seréis llamados para imponeros las becas en esta ceremonia de graduación. No tenéis fácil misión a partir de ahora: perseverar, sembrar para que los que vengan detrás siembren frente a los que destruyen las cosechas, perfeccionar la sociedad comprendiendo que el planeta es parte de vosotros mismos, designar las cosas con sus nombres, buscar las palabras que nos ayuden a comprendernos y explicar cómo otros han usado esas palabras denunciando los casos en los que con ellas han querido comunicarnos para apartarnos de la naturaleza del ser humano, dejar que el árbol del amor –qué maravilloso nombre para un árbol- pueda florecer cuando le corresponde, sumando lo mejor de lo antiguo y lo mejor de lo nuevo. Vosotros sois lo mejor de lo nuevo, hacednos mejores a los antiguos.

Gracias.

sábado, 6 de mayo de 2017

mi exclusivo nombre de poeta




mi exclusivo nombre de poeta
La vocación de escritor en José Zorrilla

Discurso pronunciado por Pedro Ojeda Escudero en la ceremonia de imposición de becas de los colegios mayores adscritos a la Universidad de Valladolid (sábado 6 de mayo de 2017).

Sra. Vicerrectora de Estudiantes y Extensión Universitaria, sres. directores de los colegios mayores María de Molina, Menéndez Pelayo, San Juan Evangelista y Peñafiel, profesores, queridos colegiales, familiares y amigos. Sras. y sres.:

Espero que me disculpen. Hoy vengo a hablar de un mal estudiante. De un pésimo estudiante. Un estudiante que en vez de aprovechar las clases de la Facultad de Derecho en la Universidad de Valladolid se dedicaba a escribir versos y leer, leer mucho, sobre todo a los jóvenes escritores más exaltados de su tiempo. A José Zorrilla, este hábito de no estudiar le venía de lejos. A los nueve años ingresó en uno de los mejores colegios de la España del siglo XIX, el madrileño Real seminario de nobles, como nos lo cuenta en sus Recuerdos del tiempo viejo, esas memorias que constituyen uno de los mejores testimonios en prosa de la literatura autobiográfica española y que merecen ser más leídas:

En aquel colegio comencé yo a tomar la mala costumbre de descuidar lo principal por cuidarme de lo accesorio: y negligente en los estudios serios de la filosofía y las ciencias exactas, me apliqué al dibujo, a la esgrima y a las bellas letras, leyendo a escondidas a Walter Scott, a Fenimore Cooper y a Chateaubriand, y cometiendo, en fin, a los doce años, mi primer delito de escribir versos.

Perseveró en la costumbre en sus estudios de leyes en la Universidad de Toledo, a donde su padre, don José Zorrilla, le envío al cuidado de un tío suyo:

Mi tío, el prebendado a cuya casa me había enviado mi padre, que había creído recibir en ella a un pajecillo que le ayudara a misa y le acompañara al coro llevándole el paraguas y el breviario, se escandalizó de que yo leyera a Víctor Hugo; a quien él confundía, sin que lograra yo sacárselo de la cabeza, con Hugo de San Víctor, expositor de Sagrada teología, de quien él suponía que los franceses habrían encontrado algunos versos inéditos; tomó muy a mal mi amistad con algunos estudiantes de la alta sociedad de Madrid, que como Pedro Madrazo eran condiscípulos míos de colegio, y concluyó por escribir a mi padre que yo no era más que un botarate, que más iba para pinta-monas que para abogado, según los papelotes que llenaba de piedras, de torres y de inscripciones, ya en posesión de los búhos y cubiertas de telarañas.

Como sabemos, su padre era un alto magistrado que ocupó relevantes cargos en el reinado de Fernando VII, significado por su ideología absolutista y contrario al bando isabelino, por lo que sería desterrado a Lerma. Hay que imaginarse a don José mirando con prevención las inclinaciones literarias y bohemias de su hijo, que se negaba tozudamente a seguir sus pasos en la magistratura. Desesperado, lo envió a continuar sus estudios en Valladolid, al cuidado de un amigo, procurador de la Chancillería, y la protección del Rector de la Universidad, D. Manuel Tarancón, Obispo después de Córdoba y más tarde Arzobispo de Sevilla. Ya sabemos la historia. El joven Zorrilla perseveró en sus tendencias:

Atraqueme, pues de Casimire de la Vigne, de Víctor Hugo, de Espronceda y de Alejandro Dumas, de Chateaubriand y de Juan de Mena, y del Romancero y de Jorge Manrique, y no pude digerir cuatro páginas del Heinecio, ni de las Pandectas: en vista de lo cual, el procurador a quien por él estaba encargado, escribió a mi padre punto más de lo escrito por el prebendado: esto es, que yo no era más que un holgazán vagabundo, que me andaba por los cementerios a media noche como un vampiro, que me dejaba crecer el pelo como un cosaco, y que era, en fin, amigo de los hijos de los que no lo habían sido nunca de mi padre, como Miguel de los Santos Álvarez. Parece que su padre y el mío, ambos abogados relatores en otro tiempo de la Chancillería, realista mi padre y liberal el de Álvarez, no se habían mirado nunca de buen ojo. Los hijos, inconscientes y ajenos de las divisiones de los padres, nos amamos de mozos y aún somos amigos en la vejez: cuestión de los tiempos y de los caracteres.

Aún así, el comprensivo Rector le hizo ganar curso. Durante las vacaciones del verano, en Lerma, su padre lo advirtió al enviarlo por tercera vez a estudiar a la Universidad de Valladolid:

«tú tienes traza de ser un tonto toda tu vida, y si no te gradúas este año de bachiller a claustro pleno, te pongo unas polainas y te envío a cavar tus viñas de Torquemada». Era mi padre muy hombre para hacer tal con su hijo; pero ya era yo hombre perdido para los estudios serios: odiaba a Justiniano y se me daba una higa de todos los doctores in utroque de todas las universidades de España: adoraba en sueños a García Gutiérrez, a Hartzenbusch y a Espronceda; y ver una obra mía impresa, y apretar la mano de amigo a estos ilustres poetas, me parecía destino de más prez que el de llegar a ser un Floridablanca; el demonio de la poesía estaba ya posesionado de todo mi ser; y con disgusto de Tarancón y estupefacción del procurador, anuncié redondamente que así me graduaría yo a claustro pleno aquel año, como que volaran bueyes. Metiéronme, pues, en una galera, que iba para Lerma, a cargo del mayoral: pensé yo en el camino que mi vida en mi casa no iba a serme muy agradable; y sin pensar, ¡insensato!, en la amargura y desesperación en que iba a sumir a mi desterrada familia, en un descuido del conductor eché a lomos de una yegua, que no era mía y que por aquellos campos pastaba, y me volví a Valladolid por el valle de Esgueva, que era otro camino del que la galera había traído.

Al bueno de Zorrilla, pasando los años, al recordar todos estos sucesos en los Recuerdos del tiempo viejo se le debió olvidar que en aquel curso no fue tanto su negativa como su participación decidida en los tumultos estudiantiles contra el catedrático de Instituciones Canónicas lo que le empujó a ser apartado de las aulas.

Y así comenzó la historia verdadera del escritor José Zorrilla, abandonando los estudios de leyes, huido de la familia y robando una yegua, que terminó vendiendo para pagarse el pasaje en otra galera en dirección a Madrid. Tenía 19 años y quería ser escritor. Y aquí viene la lectura de su biografía que propongo hoy. Zorrilla quería ser escritor por encima de todas las cosas y lo arriesgó todo por ello. En sus primeros tiempos en Madrid pasó hambre y frío y, dado su carácter descuidado siempre en la economía, nunca nadó en abundancia de dinero a pesar de sus éxitos teatrales y su constante dedicación a la escritura como medio de vida bien pagado. Zorrilla fue lo que quiso ser, un profesional de la escritura, uno de los autores más populares de nuestra literatura. Cuando se consagró ante la tumba de Larra leyendo aquellos tremebundos versos que le lanzaron a la fama, se desvaneció y todos creyeron que era producto de la emoción pero él nos cuenta que se debió sobre todo al hambre y la falta de sueño de aquellos días oscuros de Madrid en los que, sin embargo, fue tan feliz porque había tomado las riendas de su propia vida.

Muchas veces los padres y la sociedad se empeñan en decidir los estudios de los jóvenes y no escuchan su voluntad. No sirve de nada entrar en una carrera universitaria que no queremos ejercer por mucho que la familia o la sociedad nos indiquen ese camino. Esta elección siempre debe partir de uno mismo como parte del proceso de madurez individual para poder ser responsables de todos nuestros aciertos pero también de todos nuestros errores. La vida de Zorrilla es un buen ejemplo que debemos aprender. Su padre se empeñó en que siguiera la carrera jurídica y no lo escuchó. Las consecuencias fueron durísimas emocionalmente para ambos. Zorrilla siempre lamentó que su padre no le perdonara aquello, como no le perdonó tampoco que se casara con una mujer mayor que él. Llevó a sus obras continuamente este conflicto paternofilial que, en gran medida, explica su Don Juan Tenorio. El padre de don Juan, don Diego, lo desconoce en público cuando su hijo le arranca el antifaz con el pasaba desapercibido:




DIEGO.

¡Villano!
¡Me has puesto en la faz la mano!
JUAN.

¡Válgame Cristo, mi padre!
DIEGO.

Mientes, no lo fui jamás.
JUAN.

¡Reportaos, con Belcebú!
DIEGO.

No, los hijos como tú
son hijos de Satanás.
Comendador, nulo sea
lo hablado.
GONZ.

Ya lo es por mí;
vamos.
DIEGO.

Sí, vamos de aquí
donde tal monstruo no vea.
Don Juan, en brazos del vicio
desolado te abandono:
me matas..., mas te perdono
de Dios en el santo juicio.
(Vanse poco a poco don Diego y don Gonzalo.)
JUAN.

Largo el plazo me ponéis:
mas ved que os quiero advertir
que yo no os he ido a pedir
jamás que me perdonéis.
Conque no paséis afán
de aquí en adelante por mí,
que como vivió hasta aquí,
vivirá siempre don Juan.

En el fondo, la gran novedad del Tenorio de Zorrilla es el enfrentamiento entre dos concepciones de vida y de espiritualidad católica: la antigua, la de don Diego, don Gonzalo, estricta y monolítica –aunque con matices entre ambos-; la nueva, la de don Juan y doña Inés, presidida por el amor y la posibilidad de contrición, el arrepentimiento sincero por obrar mal que se gana el perdón de Dios. Ese perdón que no obtuvo Zorrilla ni cuando escribiera su mejor drama para congraciarse con el padre defendiendo su ideología absolutista, Traidor, inconfeso y mártir.

Zorrilla debió echar mucho de menos ese perdón en 1885, la falta de reconciliación con el padre lo acompañó toda su vida y la llevó también el día en el que ingresó en la Academia, el mayor reconocimiento oficial que podía recibir un escritor en su tiempo.

Como en casi todas las cosas de su vida, José Zorrilla tuvo una relación excéntrica –como él mismo dijo- con la Real Academia Española. Fue elegido académico por primera vez en 1848 pero estaba a sus cosas (murió su padre y huyó a París para escapar del lado de su mujer) y se le pasó el plazo que entonces regía para tomar posesión. Fue elegido, de nuevo, treinta y cuatro años más tarde, en 1882. Toda una vida esos 34 años. Los mismos que tenía su amigo Espronceda cuando murió en 1842, muchos más de los que contaba Larra cuando se suicidó con 28 años en 1836 y ante su tumba se consagrara Zorrilla como la esperanza de la joven literatura española. Zorrilla, en gran medida, fue un superviviente a su época. Tomó posesión de su sillón, finalmente, el 31 de mayo de 1885, a los 68 años. La sesión fue presidida por el rey Alfonso XII y la familia real. En 1848 le correspondió la silla H, en 1885 la L. Para continuar su relación excéntrica con la Real Academia Española, pronunció su discurso en verso, como no había hecho nadie antes. En esos versos se preguntaba:

¿Qué es lo que me ha valido la honra doble

de aceptarme dos veces la Academia?

El bagaje de verso que me sigue

y mi exclusivo nombre de poeta,

que, título o apodo, estigma o nimbo,

encoroza o corona mi cabeza;

pero que, honroso título o estigma,

yo soy el solo que sin más le lleva,

el único que más no ha sido nunca

y el solo acaso de la edad moderna.

La poesía fue mi único vicio,

mas son mis versos mi única defensa,

e imponerme la prosa y el discurso,

rigor fuera en vosotros y en mí mengua.

En su discurso, Zorrilla construye un poderoso autorretrato en el que, por supuesto, está su padre:

Una guerra civil, feroz cual todas,

a mi padre arrastró tras su bandera,

a mi madre encerró tras de las nieves

de un monte, y en la atmósfera revuelta

me echó a mí como un átomo perdido;

más yo que de laurel semilla era,

eché raíz donde caí, y mi tronco

de ramas coronó la estación nueva.

No se engaña, Zorrilla, en ese discurso. Lleva en sí las espinas dolorosas de haber cruzado el mundo sin padres y sin hijos, sabe que la Academia lo aclama reconociendo en él la popularidad del poeta, no su ciencia. Pero se sabe vinculado definitivamente a la memoria colectiva de los españoles. Cuando regresó de América en 1866 hubo gente que acampó durante días en el puerto de Barcelona, al que había de llegar su barco, para recibirlo como el poeta más popular de la literatura española que había existido nunca. Cuando se le coronó como poeta nacional en Granada en 1889 acudieron decenas de miles de personas a contemplar el acto.

¿Qué pensaría Zorrilla cuando regresó a Valladolid en 1884 para ser nombrado Cronista de la ciudad, qué pensaría cuando volvió a pisar la casa en la que había nacido y en la que vivió los únicos años de verdadera armonía familiar que disfrutó? Nunca se arrepintió de haber sido mal estudiante o de haber elegido el camino de la literatura pero echó mucho de menos la vida familiar que nunca tuvo, echó de menos el amor de su padre, un padre que lo comprendiera, que entendiera que él no podía ser un jurista ni un hombre que acudiera cada día a un despacho. Pero esa misma carencia lo había impulsado a lo largo de los años, lo había llevado a buscar el éxito en la literatura y obtenerlo y conseguir, ante todas las cosas, ser poeta y vivir de su obra. La voluntad de ser lo que uno quiere ser por encima de todas las cosas y buscar el amor de aquellos que quieran entenderlo y alentarlo. Zorrilla fue un ejemplo de lo que hoy llamamos conflicto generacional entre padres e hijos, un dolor permanente en su vida, pero también fue un ejemplo de voluntad en la vocación, un joven que sintió pronto cuál era la profesión que quería ejercer y luchó por ello. El valor emocional de ese precio tiene que ponerlo cada uno a la hora de hacer balance de su vida.

Muchas gracias.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El Hospital Militar de Burgos reconvertido en Facultad universitaria. Y una piña.



El pasado lunes hablaba, en en este blog, de una piña. Esta es la foto, que no pude subir por problemas técnicos. Este curso se ha trasladado la Facultad de Humanidades y Comunicación de la Universidad de Burgos, en la que imparto mi docencia, a las antiguas dependencias del Hospital Militar (levantado a finales del siglo XIX, fecha también de la plantación de los árboles más imponentes de la zona, pinos y cedros, sobre todo). Los diferentes edificios del complejo no pueden esconder su antiguo uso y para lo que fueron concebidos, pero eso no es malo, pienso que todo lo contrario. La mayor parte de ellos están cerrados, como el edificio central (la antigua capilla y residencia de las monjas de la caridad). Los barracones se han reformado como aularios y los bloques en los que se pasaba consulta desde los años sesenta se dedican a espacios administrativos, despachos de los profesores y lugares de reunión. Se proyecta que el resto se destine a fines culturales y de extensión universitaria. Algunos compañeros se han quejado de las molestias del traslado con las obras sin terminar y las dificultades del inicio de curso, pero de todo eso nos olvidaremos en unas pocas semanas. La Facultad ha ganado en espacios y en posibilidades futuras.

He dedicado varias horas de estos primeros días de clase a pasear por todo el entorno, que ya conocía bien pero sin el interés que posee ahora para mí. Cruzando el río Arlanzón se llega en tres minutos a San Pedro de la Fuente, un barrio que, a pesar de su crecimiento reciente, aún conserva gran parte de su trazado antiguo y sentido de vida tradicional, aunque en peligro por las nuevas superficies comerciales y la aparición de edificios modernos con el tipo de vida actual, anónima y estresante. He buscado en él cafeterías, quioscos, pequeños restaurantes de menú diario, tiendas de toda la vida o que, al menos, lo parezcan. De hecho, en una de las cafeterías de este barrio ya me ponen en la barra el café cortado con vaso de agua de las nueve de la mañana sin pedirlo. También allí se encuentra la biblioteca pública Miguel de Cervantes, que cumple ahora diez años de funcionamiento. Un edificio agradable y muy adecuado para esta función, con personal atento y profesional y una capacidad de organización de actividades que hay que reseñar. A cinco minutos tengo uno de mis espacios favoritos de la ciudad, el barrio de las Huelgas, con esa maravilla monumental que es el monasterio cisterciense. Justo enfrente del monasterio me tomo mi segundo café de la mañana y suelo comer a mediodía.

Lo que más me gusta de la nueva ubicación de la Facultad es la naturaleza que la rodea. El espacio central es un jardín al que le viene bien cierto descuido, sobre todo ahora que caminamos hacia el otoño. Exhibe aspecto de otros tiempos -no se hacen ahora jardines así- y un aire entre rural y bucólico. Los bancos más antiguos tienen verdín que supongo desaparecerá -lamentablemente- con las obras de adecuación. Los rosales aún tienen rosas en septiembre, que llegarán a octubre a poco que el clima ayude. El jardín cuenta con grandes castaños de indias, pinos reseñables por su altura y porte, algún magnolio y plantas típicas del monte bajo mediterráneo. Justo enfrente del acceso se encuentra el parque del Parral, un gran espacio natural de Burgos no siempre bien usado y cuidado. Al otro lado del río, el Parque de la Isla, con su aire burgués y centroeuropeo. Y el río, el Arlanzón, ajardinado en sus márgenes hasta esta zona. Lo cruzo por el puente de Malatos, todo un hito identificador del paso del Camino de Santiago por la ciudad. Creo que durante los próximos cursos pasearé mucho más, para despejarme, meditar o, simplemente, observar el cambio de las estaciones.

Ha sido todo un acierto recuperar este espacio y habilitarlo para funciones docentes. Yo, por lo menos, me siento en gran medida privilegiado. No sé si esto mejorará o no mi docencia, pero sí la calidad del tiempo que paso en mi trabajo. Por suerte -soy afortunado, lo reconozco-, mi trabajo es también mi vocación. He terminado ya de abrir las cajas de la mudanza y colocado mi despacho, puesto en marcha el ordenador con la ayuda de los técnicos del servicio de informática y  comenzado mis clases. Sigamos.







lunes, 5 de septiembre de 2016

Inicio de curso

Espacio central del antiguo Hospital Militar de Burgos, nueva sede de la Facultad de Humanidades y Comunicación

Hoy he comenzado mis clases del presente curso en la Universidad. Por muchos años que uno tenga y por mucha que sea la experiencia acumulada, el retomar las clases y conocer al grupo de estudiantes con los que vas a compartir unos meses de su carrera universitaria es siempre un reto y una aventura. Comencé a dar clases en la Universidad en los años ochenta y hasta hoy he tenido siempre la misma sensación el primer día de curso. Han cambiado varias veces las modas de vestir y de relacionarse con el profesor, se ha introducido definitivamente la tecnología digital en la docencia, la forma de afrontar las clases se ha trasformado. He notado lo que mis profesores me decían: se te quedan anticuados los chistes y las referencias con las que partías entonces y de pronto te das cuenta de que la mayor parte de tus alumnos tienen la edad de tu hijo y que no han visto las películas o las series de televisión que tú viste y consideras tan importantes o que no han leído aquellos libros que te marcaron. Por suerte, estar en contacto con jóvenes te mantiene, de alguna manera, joven porque debes interactuar con ellos, comprenderlos para hacerles llegar los conocimientos que consideras imprescindibles.

Si tuviera que resumir mucho, diría que en la forma de afrontar la docencia universitaria han cambiado, sobre todo, dos cosas más allá de la tecnología. En primer lugar, en ninguna de las carreras universitarias se pretende que un estudiante aprenda todo durante los años de su estancia en la Universidad -antes tampoco sucedía pero se fingía que era así-, lo que nos lleva a una formación permanente y a considerar la estancia en la Universidad como la etapa de adquisición de los conceptos fundamentales pero, sobre todo, de las destrezas y competencias que permitan renovar los conocimientos cada cierto tiempo. En segundo lugar, hemos pasado a considerar al estudiante como la pieza fundamental en el proceso de aprendizaje, no al profesor. Todo ello ha sido favorecido, evidentemente, por el desarrollo de las teconologías digitales, la facilidad de acceso a la información y la velocidad en el intercambio de conocimientos.

Por otra parte, el sistema universitario español y, en especial, la Universidad pública, arrastra las deficiencias del proceso de adaptación al sistema de Bolonia. El lamentable ministro Wert -al que tardaremos en olvidar-  intentó una reforma que provocó graves problemas en la gestión universitaria (que sí necesitaba una reforma pero no a la manera Wert) y que tampoco llegó a nacer. Así estamos desde hace un par de años, con una normativas que no son las mejores posibles y a la espera de que alguien se decida a hacer algo que reoriente, fortalezca e impulse el sistema universitario español. De todo ello ya he hablado mucho en este blog, así que evitaré repetirme hoy. Eso sí, tendremos que esperar a la formación de gobierno y que el nuevo ministro sea capaz de gestionar un  pacto educativo -todo el sistema está cogido con hilos-. Es imprescindible y urgente. Yo, que siempre he sido optimista, me voy creyendo que no lo veré hasta después de mi jubilación. Mientras tanto, cada uno hace lo que puede de la mejor manera que sabe. Yo entro en clase todas las semanas e intento explicar literatura, que es lo que me toca.

sábado, 25 de junio de 2016

Elogio de la libertad. Discurso pronunciado en la ceremonia de graduación de la promoción 2016 del Grado de español de la Universidad de Burgos


Elogio de la libertad.
Discurso pronunciado como padrino en la ceremonia de graduación 
del Grado de español de la Universidad de Burgos (24 de junio de 2016).



Sr. Vicerrector de Cultura, Deporte y Relaciones Institucionales, Sr. Decano de la Facultad de Humanidades y Comunicación, Sr. Coordinador del Grado de español, queridos alumnos graduados, compañeros, amigos y familiares:

CUANDO don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro, y que los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asunto de sus caballerías, y, volviéndose a Sancho, le dijo:
-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrecheces de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!

(Miguel de Cervantes, Don Quijote, capítulo LVIII de la Segunda parte)

Se cumplen cuatrocientos años del fallecimiento de quien escribiera estas palabras y en vuestra ceremonia de graduación no podían dejar de ser escuchadas porque no solo son el núcleo de la acción de don Alonso Quijano el Bueno cuando decide salir al mundo a reparar las injusticias que en él hallare tras transformarse primero a sí mismo sino el verdadero impulso de todo ser humano que tenga la esperanza de ser dueño de su destino.

Hay muchas formas de ser libre. Tantas como formas de ser esclavo. No todas ellas fáciles de identificar. Más allá de la necesidad de comer que nos conduce a aceptar aquello que de otra forma nos parecería inaceptable y del drama de las personas a las que la violencia –sea del tipo que sea, puesto que en este mundo globalizado que haya hambrunas en algunas regiones es parte de la violencia institucional de los intereses financieros y políticos- les ha afectado en la dignidad hasta el punto de que han caído en un estado que ha colapsado su voluntad y hasta su pensamiento, está en las decisiones que tomamos cada día la opción de ser libres o ser esclavos, la de comportarnos como seres humanos con criterio propio o hacerlo de forma servil. Incluso cuando necesitamos comer –nosotros o nuestros hijos- y aceptamos condiciones de esclavitud para poder hacerlo, deberíamos luchar para tener como un sello en el pecho la inquietud de la libertad, como le pasaba a don Quijote en casa de los duques.

Don Quijote aspira a ser libre. Porque la libertad es un camino, no un final ni una utopía. Recelad de quien os prometa utopías como esos parques temáticos propios de esta sociedad consumista que nos convierte el mundo en trampantojo para turistas. Don Quijote decide marchar a Barcelona porque alguien se ha empeñado en que cumpla un destino escrito que lo llevaba a Zaragoza, o decide liberar a los galeotes que iban encadenados por orden del rey. También apoya la libre elección de amor de los jóvenes frente a las convenciones sociales que obligaban a casarse por intereses familiares. Y lo hace arriesgándose en cada momento. La mayor parte de las veces acaba apaleado o apedreado o se ríen de él, porque es condición de serviles atacar a quien actúa con libertad. Pero de vez en cuando consigue el respeto de aquellos que tienen el suficiente interés como para detenerse a contemplarlo más allá de su extraño aspecto, de las armas anacrónicas que porta o de la bacía de barbero que le sirve de casco.

La libertad es ese camino que lleva a don Quijote de su pueblo manchego a la playa de Barcelona cuando el destino parecía no quererlo alejar de su aldea. En él hay que esforzarse a diario y transigir muchas veces cuando se trata del respeto a los otros. Cervantes quiere que su novela trascurra por un mapa reconocible de la España de su época porque sabe que la libertad debe trabajarse en el espacio de la realidad a pesar de que cada día puedan reírse de la persona extravagante que quiere hacer mejor el mundo. Se encontrará muchas veces solo, ninguneado e incluso acosado y difamado por el colectivo de seres gregarios al que ha decidido no pertenecer. También sabe Cervantes que para que una sociedad sea libre deben serlo primero sus individuos. Y que los más conscientes de esa condición deben comenzar el camino.

No sé bien qué os hemos enseñado estos años que habéis pasado bajo el amparo académico de la Universidad. Pero me bastaría con que os hayamos enseñado esto de lo que habla Cervantes por boca de don Quijote. Sin esa conciencia de la libertad no puede haber mejora individual, ni social. No puede haber un verdadero progreso material acorde con las necesidades del ser humano ni verdadera ciencia, porque todas las épocas en las que la ciencia y la tecnología se han puesto al servicio de la falta de libertad han supuesto un dolor intenso, expolios, guerras y gobiernos criminales.

El Quijote es la historia de un lector. Después de la descripción, lo primero que se nos dice de él es que su casa está llena de libros, que se gasta buena parte de su hacienda en adquirirlos y que se pasa las noches enteras leyéndolos. Siempre se ha tomado esto como parodia de los libros de caballerías pero en la novela cervantina hay otros personajes que también leen. La parodia no está en que don Quijote lea o que sus lecturas sean historias de caballerías sino en el juego narrativo de confrontar las historias fantásticas de las caballerías con el mundo real. En El licenciado Vidriera hay un estudiante que de tanto estudiar se vuelve loco y se cree hecho de frágil cristal. Este licenciado sí se ha trastornado, de don Quijote nos quedará siempre la duda. ¿Es locura, juego o voluntad de ser diferente haciendo lo que todos pensamos que debe hacerse pero no nos atrevemos? ¿No es parte de su libertad gastarse la hacienda como le dé la gana incluso en contra de sus herederos y amigos o salir al mundo aunque parezca extravagante su decisión? Después de ser salvajemente golpeado por el mozo de mulas en el capítulo IV de la primera parte, a don Quijote lo encuentra un labrador de su pueblo y ante lo que él entiende por desvarío del cerebro de su vecino, quiere volverlo a la sensatez:

-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor Quijana.

-Yo sé quien soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron, se aventajarán las mías.

                Una gran parte de nuestra libertad proviene de la cultura. Me gustan mucho las definiciones que de ella da el Diccionario de la Real Academia. En su segunda acepción se trata del “Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. Es decir, la más pura esencia de la libertad. Podemos ser libres incluso en una sociedad que no nos lo permite con su estructura social, sus leyes y sus costumbres. Tosca, paternalmente o de forma tan sutil como en gran parte de nuestra vida actual. Podemos ser libres gracias a la cultura y desde nuestra libertad como individuos favorecer la libertad de toda la sociedad. Quizá por eso algunos gobiernos aparentemente democráticos no apoyan la cultura con entusiasmo, no invierten en este necesario alimento de todo ser humano. Y aquí es en donde entra la tercera acepción del Diccionario: “Conjunto de modos de vida y costumbre, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.”

                Lo sabía Cervantes. Por eso hace entrar a sus protagonistas en el mundo de los Duques. Estos han leído mucho: conocen, incluso, la primera parte del Quijote (ya sabemos que una de las genialidades de esta novela cervantina es que los personajes son conscientes de ser personajes). Pero su forma de entender la cultura no es la de la libertad sino que la instrumentalizan para que les sirvan todos los demás de entretenimiento y convierten a Don Quijote y Sancho en poco más que bufones aparentando respetarlos. Cuando la cultura está en manos de los otros, ni nosotros podemos ser libres como individuos ni la sociedad lo es. En la corte de los Duques sucede lo que siempre ocurre en cualquier sociedad en la que falta la verdadera libertad: hay serviles, delatores, interesados y se respira un ambiente de opresión y control del disidente aunque aparentemente vivamos de forma cómoda y regalada. Por eso quiere salir de allí don Quijote.

Incluso, aunque no lo puede racionalizar de la misma manera, lo sabe Sancho, que renuncia a ser gobernador porque ha dejado de ser libre y vuelve junto al hidalgo. Él proviene de otra forma de entender el mundo, más práctica y por eso continúa la cita con la que arrancábamos este discurso:

-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede sin agradecimiento de nuestra parte doscientos escudos de oro que en una bolsilla me dio el mayordomo del duque, que como pócima y confortativo la llevo puesta sobre el corazón, para lo que se ofreciere; que no siempre hemos de hallar castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.

Sancho no deja de ser Sancho aunque evolucione a lo largo de la novela. Pero no nos engañemos. La verdadera libertad es contagiosa cuando se conoce de cerca. Y Sancho, que no ha leído nada, que solo portaba en sí la cultura popular de su tiempo, la propia de un campesino de La Mancha (que es mucha y no debemos despreciarla pero no contenía el concepto de la libertad individual ni, mucho menos, el de la libertad social), ha visto el ejemplo del que antes era su amo y que se ha convertido ya en su amigo. Y decide seguir junto a él el resto del camino ya sin más interés que aquella aventura extravagante que les llevará hasta donde nunca había llegado ninguno de los personajes de la literatura universal. Igual que había decidido compartir comida y conversación con su vecino Ricote a pesar de que era consciente de estar incumpliendo una orden del rey que prohibía todo trato –y menos amistoso- con los moriscos expulsados. Pero era su vecino y lo conocía de toda la vida y las leyes son abstractas y no se adaptan bien a todas las circunstancias.

Y aquí estáis vosotros. Habéis terminado vuestros estudios universitarios. Y si lo hemos hecho bien, si hemos servido de algo, habréis adquirido aquí lo necesario para que tengáis juicio crítico. Es decir, para que seáis libres. Debéis actuar como tales no solo por vosotros. Y debéis hacerlo en el plano real del mundo sin dejar de soñar en el horizonte aunque nunca pueda alcanzarse. Eso ya lo sabemos y no debería provocarnos frustraciones ni amargura ni rencor sino la alegría del camino en medio de todos los sinsabores, temores y golpes que nos deparen la vida y aquellos que sienten miedo ante la libertad ajena.

Esta sociedad está cambiando, nuestra época histórica se trasforma. Más rápidamente que nunca en la historia de la humanidad. Y en este momento os necesitamos libres. Necesitamos que cada uno de vosotros salgáis de vuestras casas, que salgáis de esta institución y que hagáis cada día vuestras vidas sin caer en servilismos, sin caer en la tentación de dejaros arrastrar por las consignas fáciles y cómodas y que extendáis esa libertad con vuestro trabajo diario y con vuestro ejemplo.

La cultura que habéis adquirido estos años tanto por nuestro estímulo como por vuestras propias inquietudes y la que adquiráis a partir de ahora en un proceso de sedimentación y renovación constante debe ayudaros a tomar decisiones que no suelen ser fáciles. De ellas dependerá vuestra libertad como individuos pero también algo más importante. Si vosotros sois libres la sociedad será mejor. 

Es la comisión que lleváis junto al título que acredita vuestros estudios y la beca que ahora vamos a imponeros. No hay otra forma de entender la Universidad, incluso en estos tiempos en los que parece predominar el mero valor mercantil de los estudios superiores y todo se traduce en cifras y parámetros de calidad que no miden lo importante. Porque lo importante no es que recordéis el año en el que fue escrito el Quijote para cumplimentar un formulario sino que en él se habla de libertad. Que hagáis esas palabras vuestras y que sepáis trasmitirlas a las generaciones siguientes.

Vuestros estudios son humanísticos, no lo olvidéis nunca, incluso aunque en vuestros trabajos futuros os pidan que pongáis valor económico a lo que hagáis. Vuestros estudios tratan sobre el ser humano y sus creaciones culturales. Es decir, sobre cómo un individuo alcanza el juicio crítico, como llega, por lo tanto, a ser libre y cómo puede hacer que la sociedad también lo sea y las razones por las que otros no pueden alcanzarlo.

No conozco misión más elevada que la vuestra. Estoy convencido de que estaréis a la altura de ese reto, os conozco y sé que seréis capaces.

Enhorabuena y muchas gracias.

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