Fotografía de Amalia Trujillo.
Cada día me parezco más a mi padre. O eso quiero creer. Lo pensaba esta mañana, cuando Amalia Trujillo me remitió una selección de las excelentes fotografías que tomó en el acto de ayer (Amalia crece día a día como fotógrafa y ya tiene un buen puñado de ellas que merecen exposición en Burgos). La ocasión fue el encuentro que mantuvimos en el Museo del Libro Fadrique de Basilea los miembros del Club de lectura de La Acequia con José Antonio Abella, el autor de La sonrisa robada, la novela que hemos leído en el último mes (mañana daré cuenta aquí del coloquio). A Amalia la conocí en los tiempos ilusionantes en los que constituíamos la Burgosfera porque ella, junto a otras bibliotecarias burgalesas, ponía en marcha el acertado blog Burgostecarios. A los integrantes del gremio de los bibliotecarios deberían condecorarlos todos los días del año por su meritoria y no siempre agradecida labor.
Cada día me parezco más a mi padre. Lo pensaba mirando las fotografías que me tomó Amalia. Me dejo el pelo más largo que mi padre -que se lo cortaba una vez al mes-, me visto de manera menos formal -mi padre casi siempre llevaba corbata y pañuelo en el bolsillo de la americana-, pero cada día me parezco más a mi padre. Incluso en la forma en la que me comienza a escasear el cabello en algunas zonas de la cabeza o en la sombra de la barba a las pocas horas de afeitarme. El perfil es suyo, así como las cejas. Cuando a mi padre le operaron de cataratas le cambió la forma de mirar, que era como la que yo tengo ahora. Lo que no le cambió ni la enfermedad que acabó con él fue la sonrisa, que dicen que yo tengo desde joven.
También me parezco cada día más a mi padre en querer más a los míos, en ser amable con todo el que se me acerca pero no aguantar a los hipócritas y falsos y desenmascararlos primero para luego apartarlos de mi lado. Soy cada vez más tolerante con la forma de ser de la gente humilde pero cada vez más intolerante con los que tienen poder -el que sea, del nivel que sea- y lo usan sin ninguna compasión ni piedad ni elegancia pudiendo hacerlo de otra manera -y siempre hay otra manera de usar el poder-. En eso también me parezco cada vez más a mi padre. Como cada vez me parezco más a mi padre en comprender las razones del otro pero no comprender la falta de empatía, de solidaridad y de respeto. Quisiera creer que en todo esto me parezco cada vez más a mi padre.
Según pasan los años mi rostro se parece más al de mi padre -él era un poco más alto que yo y más grueso, tenía una percha envidiable y siempre llevaba recta la espalda y la cabeza alta-. Lo único que me falta por saber es si cuando me llegue el momento lo afrontaré con la misma dignidad que él tuvo. No estaré aquí ya para contarlo.