Ayer se celebraba el Día Internacional de la Música. Soy de aquellos que se asombra ante la capacidad de hacer música que tienen algunas personas, de crear ritmos y sonidos a partir de unos maderos, unas piedras, de instrumentos, de la voz. Ahora también -por qué no- a partir de los avances tecnológicos digitales. Yo soy de aquellos que carecen de oído y de sentido del ritmo pero le ponen mucha voluntad. Nunca podré superar mis muchas carencias pero siempre buscaré la forma de asistir al virtuosismo de otros. A veces el virtuosismo es algo natural y me asombra la facilidad que tienen aquellos que consiguen que suene hasta una mesa de un bar en una noche de sarao flamenco. En otras ocasiones el virtuosismo es el resultado de años de esfuerzo, horas de trabajo continuo en las que hay que vencer también las etapas de desfallecimiento.
Ayer dediqué mi día completo a la música y fui feliz, muy feliz. Mi hija Elena terminaba el curso en el que ha obtenido el Grado Profesional de Música con una actuación de la orquesta del Conservatorio Pianísimo, en el que ha estudiado estos últimos años. Fueron casi dos horas de maravillosa música entre solistas y orquesta. La orquesta, dirigida por Pablo Simonetti ejecutó piezas de Ramskill (Don Quixote Rides Again), Pachelbel (Canon), Popely (The King and the Miller), Bach (Badineire) y Grieg (En la gruta del rey de la montaña).
Con la misma naturalidad con la que por la mañana tocaba a Bach, por la tarde debutaba con su nuevo proyecto musical, La Calle de los Versos, junto a Beatriz Carranza. Los dos conciertos del nuevo grupo resultaron bien, pero yo soy el padre y no puedo opinar. Solo decir que ellas disfrutaron y cuando una persona joven disfruta con la música hay pocas cosas que deban añadirse.
(Esta última foto es de Juan Postigo para TribunaValladolid.com.
En este enlace puede verse su reportaje fotográfico.
Elena a la izquierda, Beatriz a la derecha)