Mostrando entradas con la etiqueta Gustavo Martín Garzo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gustavo Martín Garzo. Mostrar todas las entradas

sábado, 6 de febrero de 2010

Espigar alegrías y penas (La carta cerrada de Gustavo Martín Garzo).

Amar no nos llena siempre de felicidad. Las personas que sienten el amor como parte esencial de la vida caminan siempre sobre la cuerda floja, pero no pueden buscar amparo en el suelo porque entonces la vida se convertiría para ellas en una sucesión de días sin sentido y se dejarían morir o caerían en la locura. Las personas que viven de esta manera, además, juzgan todo a partir de esa emoción y pueden llegar a ser injustas con los que les rodean, pero no pueden evitarlo: exigen lo que dan, como si dar creara una obligación en quien recibe. El amor siempre está muy próximo a lo patológico: conforta y duele. Y cualquier suceso puede empujar a quien ama a un estado psicológico que lo desequilibra. Desde muy antiguo, el amor se ha incluido en los tratados médicos.

Con La carta cerrada (Lumen, 2009), Gustavo Martín Garzo (1948), uno de los escritores actuales que mejor saben tratar las emociones, ha escrito una extraordinaria novela que contiene el retrato de una mujer que ama y vive en la fantasía de las emociones de una manera superior a la razón:

-¿La razón? -replicaba ella-. Nuestra vida no cabe en una cosa tan pequeña.

Ana, la protagonista, vive en un mundo y un tiempo -una ciudad de provincias de la España de postguerra- al que siente no pertenecer. Se enamora apasionadamente, pero fracasa en la relación con su esposo. Tiene dos hijos a los que ama con locura pero pierde uno en un trágico accidente. Todo le conduce a lo contrario de lo que había esperado. En el fondo, su forma de sentir no puede encajar en la grisura de aquellos tiempos.

Conocemos su historia porque nos la cuentan dos voces en un diálogo literario: su propia voz y la de su hijo. El hijo indaga en las emociones de su madre con amor, recordando las circunstancias que trascurrieron desde sus primeros recuerdos hasta su entrada en la adolescencia, intentando comprenderla. Toda la red de amor se teje desde la perspectiva femenina: en las mujeres -como en casi todas las novelas de Martín Garzo- se deposita el cuidado de vivos y muertos, la conservación del amor incluso cuando se equivocan. Los hombres, más aún en la época retratada, no pueden o no saben expresar sus sentimientos y deben actuar con un rol que los bloquea: pero esto ni les salva ni les condena, porque también reciben todas las penas y las alegrías.

Todo en la novela está lleno de historias relacionadas con el sentimiento amoroso: hacia los otros, hacia los animales, hacia las cosas. Martín Garzo ha escrito una novela en la que hallamos una amplia gama de formas de sentir ese amor, desde las que construyen la felicidad hasta las que construyen el drama. Se ama o se rechaza el amor, pero todo gira en torno suyo.

El lector es testigo de ese diálogo y siente que ha entrado de puntillas en una intimidad de tan alto grado que no le importan tanto las circunstancias argumentales como la expresión de las emociones y las reflexiones de los protagonistas, salpicadas de breves relatos que los conducen hacia el final. No nos sentimos capaces de juzgar lo que leemos -lleno de idas y vueltas, rechazos y reconciliaciones- porque pronto comprendemos que todo nace de una exploración interior que no tiene que contener más verdad que aquella con la que uno siente las cosas. Toda la materia con la que se ha escrito esta novela es reconocible dentro de cada uno de nosotros, aunque no compartamos la conclusión de la protagonista, porque esta es sólo suya a partir de sus circunstancias:

pasamos por encima de nuestra vida, espigando alegrías y penas. Buscamos el amor sin encontrarlo, pero el amor está en todas partes y, gracias a él, todo vuelve, aunque de otra manera.

martes, 6 de marzo de 2007

Resumen apresurado de doce días


He procurado recuperarme, aunque no he hecho mucho caso al médico puesto que no he faltado a mis clases. Y es que, según parece, necesito reposo para cortar esto.

Doce días.


He dedicado buena parte del tiempo a la lectura en el sofá. Devoré los libros que me faltaban por leer de la docena de títulos seleccionados para la fase final del V Premio de la Crítica de Castilla y León. Y entre los últimos, saltó la sorpresa: Autómata, de Adolfo García Ortega (Barcelona, Bruguera, 2006), que ya tenía en el montón de pendientes antes de que me llegara la lista definitiva.
Los miembros del Jurado nos reunimos en el Teatro Liceo de Salamanca el pasado viernes, día 2 de marzo. Y la mayoría coincidimos. Autómata es una magnífica novela que crecerá con el tiempo -se prepara ya su traducción al inglés-. El autor juega con diferentes niveles de narración. La historia, plagada de referencias literarias, se deja leer con apasionamiento en su ropaje de novela de aventuras que surca varios siglos. No desvelaré más sorpresas, porque animo a leerla. Y más cuando este tipo de literatura no es nada frecuente en este país. Enhorabuena a Adolfo García Ortega.

Entre los finalistas, quiero resaltar Calle del Paraíso, de Gustavo Martín Garzo, que se lee con placer. Y Leyendo las piedras, de Antonio Colinas: novela entreverada de relatos breves, o colección de relatos con consistencia de novela.

El año 2006 ha sido una buena cosecha para la literatura.

Por cierto: Salamanca, bellísima. Hace tiempo que no la visitaba (antes era casi obligada cita anual) y me reencontré con una ciudad que siempre me gustó.

Mi libro de cabecera no es novedad sino una novela de Vargas Llosa que se me pasó en su día: Historia de Mayta. Voy a saltos de cuarto de hora, así que tardaré en terminarla.

Fatigado del tren, del mismo cansancio y de mi cuerpo, he pasado estos días. Gracias a los amigos que se han preocupado. Y perdón a aquellos a los que no he podido dar debida cuenta de los trabajos pendientes. Los plazos de entrega incumplidos pesan sobre mi cabeza. Pero no doy más de mí (por ahora).