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domingo, 10 de febrero de 2013

El musical efectista: Los miserables.


Tom Hooper ha dirigido esta adaptación cinematográfica del famoso musical estrenado en 1980 basado en la novela que Víctor Hugo publicó en 1862. Ha conseguido un éxito de público y cuenta con ocho nominaciones a los premios Óscar de 2012.

Todo lo que ha contribuido a este éxito estaba ya en la historia original y en la comedia musical: un argumento lleno de conseguidos efectos destinados a despertar de forma eficaz las emociones en los receptores. Lucha contra la injusticia, caracteres nobles perseguidos por la desgracia y arrastrados al sufrimiento extremo ante una organización social que favorece la desigualdad y extiende la pobreza, los poderes públicos al servicio de esta injusticia, un puñado de idealistas que arriesgan su vida para conseguir una prometida revolución que mejore la condición de los miserables, sentimientos nobles que purifican las almas de aquellos que los sienten. El final no es tanto la consecución de aquello a lo que se aspira como la promesa de que llegará un tiempo en el que se logre si se persevera. Víctor Hugo construyó un texto perfecto dentro de los cánones de los folletines decimonónicos, que ha sostenido todas las versiones posteriores de la novela.

Hooper ha optado por una película efectista, extremando la visión de la mugre y la injusticia social -así, en la escena de degradación de la protagonista- pegando la cámara en primerísimos planos para hacerlo todo más patente, asifixiante incluso. El problema es que, de tanto pegar la cámara a la mugre y moverla para conseguir el efecto desasosegante, se pierde la perspectiva más amplia y la película resulta un tanto troceada y no encaja bien cada uno de los cuadros hasta el punto de que se llega a perder la historia de Jean Valjean en gran parte del metraje y, cuando reaparece es como encontrarse con alguien de otra historia.

A pesar de eso, tiene momentos excepcionales, como el inicio en los muelles o las escenas que suceden en las barricadas -lo mejor de la película- que hacen perdonar otros muy poco logrados -como los que rodean la muerte de Valjean o el suicidio de Javert.

Una película irregular también en los protagonistas, a pesar de sus candidaturas a premios diversos. Lo mejor, sin duda, las escenas corales.

Y una pregunta: ¿es necesario recrear la mugre para justificar la lucha social?

sábado, 19 de mayo de 2012

Las nieves del Kilimanjaro



Robert Guédiguian ha dirigido una película para pensar en la que, precisamente por eso, el espectador queda atrapado. En Las nieves del Kilimanjaro (2011) no puede refugiarse en la acción, por mucho que en ella haya una trama que interesa y despierta la curiosidad sobre su desarrollo. Guédiguian pone en pantalla una historia que exige la opinión del espectador durante y después de verla, sin convertirse por ello en una monónota tesis ideológica ni caer en la moralina habitual de un cierto tipo de cine reivindicativo. No hay concesiones en esta película: un cine directo, sin trucos técnicos, que sitúa una detrás de otra las escenas que desenvuelven un argumento basado en la crisis actual e identificando sin complejos una de sus raíces: la crisis de valores y de ideas y la falta de adecuación de las viejas formas de afrontar los confllictos sociales a una realidad que se ha trasformado radicalmente en las últimas décadas. Con esta película, además, Guédiguian vuelve a su cine más identificable y a dirigir a los actores de las películas que le han dado un puesto propio en el cine europeo desde la década de los noventa. Los actores protagonistas son creíbles en sus papeles, no tanto los más jóvenes.

La tesis está adecuadamente encarnada en emociones reconocibles que logran captar la atención eficazmente para que la película no se convierta en una pesadez ideológica, riesgo evitado por Guédiguian. Michel, un viejo sindicalista de la zona portuaria de Marsella, se queda en el paro en aplicación de un acuerdo de su sindicato  con la empresa para la que trabaja, a pesar de que podría haberse librado de esa situación como enlace sindical. A partir de ahí comienza una nueva etapa de su vida, próxima a la jubilación: feliz por lo que ha conseguido (una casa en propiedad, una familia estable, unos hijos y nietos que le quieren, una posición económica sin demasiados problemas a pesar de la nueva situación profesional) pero con una mirada al espejo ideológico que le remueve. Es consciente de que toda la lucha sindical en la que ha participado no sirve ante la nueva situación de crisis en la que la realidad es mucho más compleja: una economía globalizada, barrios de inmigrantes y personas desfavorecias, especialmente jóvenes, que no han alcanzado el bienestar que ellos tienen y que no comparten ya las viejas tesis del sindicalismo como forma de mejorar la condición de los proletarios. En el fondo, teme haberse convertido en aquello que criticaba treinta años antes, un pequeño burgués acomodado con cierta preocupación social pero sin capacidad ni ganas para cambiar la realidad. Este conflicto se agudiza ante las críticas que recibe tanto de sus hijos, criados en el estado de bienestar de los últimos años, como de los jóvenes de las zonas pobres de Marsella.

La idea de la película se le ocurrió a Guédiguian cuando citó un poema de Víctor Hugo, Les pauvres gens, al redactar en el año 2005 un texto en el que pedía el voto contra la Constitución europea. Al releer el poema, especialmente el final, vio en él el germen de la solidaridad necesaria entre los desfavorecidos ante los nuevos conflictos globales. Consigue así un rayo de esperanza en el final que salva de una situación en la que, a pesar de no ocurrir grandes tragedias históricas o colectivas, todo es angustioso. Las nieves del Kilimanjaro trascurre con cierta placidez hasta una escena en la que los protagonistas son víctimas de un atraco: a partir de ahí, sin necesidad de acelerar el ritmo de las imágenes, el espectador se desasosiega porque se enfrenta, de una forma en la que no puede escaparse, a la realidad actual y, en especial, a su propia conciencia. Y desde ese momento, o se aburre y abandona la sala o se pone a pensar. Guédiguian propone un final en el que, ante la dureza de la realidad actual en la Europa mediterránea y el fracaso de las formas tradicionales de lucha obrera por inadecuadas frente a un sistema globalizado en el que los dueños de las empresas ya no son visibles, solo queda la solidaridad individual entre los desfavorecidos. Me temo, sin embargo, que mi conclusión es muy diferente: esta opción solo amortigua el golpe. Necesaria en tiempos difíciles, solo es un primer refugio a la espera de nuevas formas de defensa colectiva.

Las nieves del Kilimanjaro es una película necesaria en los tiempos actuales. Un cine para debatir ideas que, sin renunciar a atraparnos por lo que cuenta, nos enfrenta con nuestra realidad social y no sirve solo para pasar un buen rato. Los que vayan a verla que no se llamen a engaño.