[parte de la Peña Amaya]
Durante unos días, he decidido perderme en busca del origen de los vientos que acuchillan estas tierras, en las que el verano parece ya haberse cansado o no haber venido. En la vega del Brullés, tan llena de historia, el viento venía a cuchillo y al levantar la mirada en la dirección de la que soplaba siempre me topaba con ese muro sólido de la Peña Amaya. Allí se acumulaban las nubes, a punto de desbordarse y rodar hacia la ruta romana de Sasamón. La existencia de los fuertes campamentos romanos cercanos se debe, precisamente, a los pueblos cántabros resistentes en estas alturas. Es fácil imaginar la dureza de estos hombres contemplando los restos de sus emplazamientos. Los legionarios romanos la mirarían desde la calzada que aun se ve cerca de Sasamón, temiéndola y deseándola, mientras a su lado el campesino de entonces, como el de ahora, controlaba la dirección de las tormentas.
La Peña es imponente y no necesita una gran preparación física para recorrerla, excepto en invierno. Otra cosa es comprender su magia. En ella mueren las montañas y la meseta triunfa en horizonte. Dice Navarro Villoslada, el creador literario de gran parte del imaginario colectivo vasco en el siglo XIX que Amaya, en vacuence, significa fin. Lo dice al comienzo de esa novela histórica de nervioso fuste y calado ideológico que nos ayudaría a comprender tantas cosas titulada Amaya o los vascos en el siglo VIII. Aunque, ya digo, debe tomarse como parte de una construcción cultural que los datos históricos contradicen. Vaya usted a saber la etimología. Hoy no me interesa este tema, sino el paisaje.
[paisaje desde la Peña]
Y Amaya es alfa y omega. Es el fin de la cordillera, allí muere la montaña y una forma de vida. Es el inicio de la meseta castellana y sus llanadas, allí nace el horizonte y otra vida. Es vigía y enigma. Ni subiendo a su punto más alto se puede estar seguro de dominarla.
Tengo que apuntar por aquí, en alguna parte, que debo volver a esta Peña para pensar estos límites, y comprenderlos para poder encontrar mejor los caminos y puertos que me hagan ir de un lado a otro y hallar el cauce de estos vientos que lo azotan todo.