De mí quedarán pocas cosas. Algunas de ellas retazos musicales que me han acompañado en el viaje y que de tanto oírlos en mi cabeza ya son míos y quizá más ciertos que los datos reflejados en mi documento de identidad. Nunca he seguido con devoción a ningún cantante, a ningún grupo: soy ecléctico y duro de oído. Aun así, supongo que como a todos, algunas canciones, el gesto de algunos intérpretes, la voz de un solista o el sonido de una guitarra se me han pegado al cuerpo. Con la música popular sucede que uno siempre tiene veinte años: así es la banda sonora que mejor nos define. Antonio Vega ha muerto y lo recuerdo, ahora, cuando yo no sabía que llegaría a recordarme escuchándolo. Su voz y algunas de sus canciones me parecieron siempre de la densidad exacta de la melancolía: alguien que se está despidiendo apenas llegado, una persona que, al entrar en una habitación, va directamente a la ventana y se nos ofrece siempre de espaldas porque sabe mirar hacia fuera desde muy adentro, como en las mejores películas que todos recordamos, para después volver a salir hacia el bar de enfrente y pedir, acodado y solo en la barra, una copa. O alguien entrevisto en un espejo y que resume, de esta forma fugaz, nuestra propia vida. Quizá, a estas alturas del juego, no somos más que unas notas musicales que se quedaron perdidas en el aire en las paredes de una habitación de hotel a la que nos llega la noticia de la muerte de alguien que no fuimos nosotros pero nos acompañó más que nuestra propia consciencia. Que la tierra le sea leve.