
A veces todavía me sorprende lo poco que leen los encargados de la crítica literaria de los medios de comunicación (no todos, por suerte). Sobre Las cosas como eran de Esperanza Ortega (Menoscuarto, 2009), la crítica ha insitido en la mezcla de géneros: quizá no han salido de la solapa y las primeras líneas del libro.
Esperanza Ortega, una de las voces poéticas más asentadas de las últimas décadas, ha escrito un libro de recuerdos: estampas autobiográficas en las que no manda la exactitud de la fecha ni el orden cronológico de los acontecimientos. La materia narrada se ordena en torno a diferentes motivos: en este caso, espacios, objetos, sensaciones (La casa, La ropa, Los alimentos, Los libros, Olores y ruidos, Muñecos y muñecas, Los colegios, Las palabras, El cine, Lo invisible, Las escaleras). A partir de ellos, la autora recupera el tiempo de su infancia de niña de familia acomodada de una ciudad de provincias en la España de los años cincuenta y sesenta, Palencia.
El género autobiográfico de los recuerdos tiene en español un libro casi fundacional que apenas se lee porque en España el género no acaba de cuajar quién sabe bien por qué. Me refiero a los Recuerdos del tiempo viejo, de José Zorrilla: un texto que debería leerse más porque en él se halla toda una época a partir de la mirada de este escritor romántico, con una prosa tan certera y atractiva que uno echa de menos que Zorrilla no escribiera más en prosa.
Este tipo de libros, si se han escrito de forma sincera, tiene un doble interés: por un lado, ayuda a comprender el mundo personal en el que se forma la obra artística del autor; por otro, nos pone en pie un mundo ya perdido. Es el caso del libro de Esperanza Ortega. En él hallamos sus recuerdos de infancia trabajados desde la perspectiva del tiempo. El núcleo esencial, como no puede ser de otra manera, es la familia: la madre, el padre (muerto pronto pero siempre presente). Y la casa. Sorprende la ausencia de la calle y de los amigos que en ella se hacen: para la autora, la calle es sólo lugar de paso. A cambio, están retratados otros espacios: los colegios o los cines (el padre de la autora era el empresario de los cines de Palencia) y la escalera de la casa, en la que se recrea toda la vida de una casa de vecinos.
El amor por las sensaciones y las palabras (hay todo un admirable capítulo dedicado a las palabras y expresiones de la familia, algunos localismos tan hermosos como arambol) preside todo el libro: el lector percibe las emociones que despiertan los recuerdos, como si se acabaran de producir. No sé si Esperanza Ortega pretende continuar sus recuerdos a partir de los años setenta: sería de gran interés para reconstruir la vida cultural, social y política de Valladolid (a donde marchó a vivir en su juventud) en la Transición española a la democracia.
Rercordar la infancia es revivir un espacio y un tiempo del que procedemos, que nos nutre -para bien o para mal- y que está más cercano de lo que suponemos. Por eso, es certera la descripción de la sensación que se tiene cuando uno abandona la casa en la que vivió de niño y ya no puede volver a ella:
La casa la tiraron siete años después [de una operación de espalda que sufrió la autora a a los 15 años]. Los vecinos se desperdigaron y mi familia también, como si hubieran derribado un palomar y las palomas hubieran volado en todas direcciones. A mí me ocurrió algo curioso: después de que tiraran la casa, perdí el sentido de la orientación.
Esperanza Ortega, una de las voces poéticas más asentadas de las últimas décadas, ha escrito un libro de recuerdos: estampas autobiográficas en las que no manda la exactitud de la fecha ni el orden cronológico de los acontecimientos. La materia narrada se ordena en torno a diferentes motivos: en este caso, espacios, objetos, sensaciones (La casa, La ropa, Los alimentos, Los libros, Olores y ruidos, Muñecos y muñecas, Los colegios, Las palabras, El cine, Lo invisible, Las escaleras). A partir de ellos, la autora recupera el tiempo de su infancia de niña de familia acomodada de una ciudad de provincias en la España de los años cincuenta y sesenta, Palencia.
El género autobiográfico de los recuerdos tiene en español un libro casi fundacional que apenas se lee porque en España el género no acaba de cuajar quién sabe bien por qué. Me refiero a los Recuerdos del tiempo viejo, de José Zorrilla: un texto que debería leerse más porque en él se halla toda una época a partir de la mirada de este escritor romántico, con una prosa tan certera y atractiva que uno echa de menos que Zorrilla no escribiera más en prosa.
Este tipo de libros, si se han escrito de forma sincera, tiene un doble interés: por un lado, ayuda a comprender el mundo personal en el que se forma la obra artística del autor; por otro, nos pone en pie un mundo ya perdido. Es el caso del libro de Esperanza Ortega. En él hallamos sus recuerdos de infancia trabajados desde la perspectiva del tiempo. El núcleo esencial, como no puede ser de otra manera, es la familia: la madre, el padre (muerto pronto pero siempre presente). Y la casa. Sorprende la ausencia de la calle y de los amigos que en ella se hacen: para la autora, la calle es sólo lugar de paso. A cambio, están retratados otros espacios: los colegios o los cines (el padre de la autora era el empresario de los cines de Palencia) y la escalera de la casa, en la que se recrea toda la vida de una casa de vecinos.
El amor por las sensaciones y las palabras (hay todo un admirable capítulo dedicado a las palabras y expresiones de la familia, algunos localismos tan hermosos como arambol) preside todo el libro: el lector percibe las emociones que despiertan los recuerdos, como si se acabaran de producir. No sé si Esperanza Ortega pretende continuar sus recuerdos a partir de los años setenta: sería de gran interés para reconstruir la vida cultural, social y política de Valladolid (a donde marchó a vivir en su juventud) en la Transición española a la democracia.
Rercordar la infancia es revivir un espacio y un tiempo del que procedemos, que nos nutre -para bien o para mal- y que está más cercano de lo que suponemos. Por eso, es certera la descripción de la sensación que se tiene cuando uno abandona la casa en la que vivió de niño y ya no puede volver a ella:
La casa la tiraron siete años después [de una operación de espalda que sufrió la autora a a los 15 años]. Los vecinos se desperdigaron y mi familia también, como si hubieran derribado un palomar y las palomas hubieran volado en todas direcciones. A mí me ocurrió algo curioso: después de que tiraran la casa, perdí el sentido de la orientación.