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sábado, 11 de marzo de 2023

entre espinas crepúsculos pisando

 


El náufrago se convierte en peregrino. En las Soledades, Góngora demuestra su absoluta libertad como poeta. Se ha liberado ya de todo. El protagonista ha secado su ropa en la playa y echa a andar. No sabemos nada de él, no sabremos ni cómo piensa, pero sí la decisión de echar a andar. Es libre del dolor que le había empujado a embarcarse, libre de su nombre y de toda su vida anterior. Echa a andar. Ese primer paso significa la decisión de construir su vida, de hacerse, pero de hacerse de una manera muy especial, a lo que venga. Se deja conducir por el camino. Escala el acantilado para salir de la playa mientras atardece (entre espinas crepúsculos pisando) y ya arriba se toma un momento de descanso. Lo imagino en ese momento. Detrás de él, el mar y su pasado; delante, una tierra desconocida y su su futuro. Es un momento de absoluto presente. Góngora ha conseguido que todo lo que le suceda a su personaje sea presente radical y cotidiano. El poeta engrandece la vida con la más alta poesía que se ha escrito jamás en español, prescindiendo de cualquier manipulación emocional, ideológica o religiosa. Es la primera vez que un poeta lo logra: elevar la vida. En el peregrino ya no hay nada de quien fue y tampoco hay ansiedad de futuro. Solo camina y en el camino asiste al espectáculo grandioso de la naturaleza y de la vida cotidiana de aquellos con los que va encontrándose.

Ahora, que ya hemos naufragado tantas veces, si nos dedicáramos al asombro de la vida cada día...

lunes, 6 de marzo de 2023

tantos jazmines cuanta hierba esconde

 


Góngora describe a Galatea tendida sobre la hierba. La ninfa descansa un momento en su huida de Palemo, que la acosa. Agotada, se siente segura en aquel lugar en el que todo es armonía: el canto de los ruiseñores, el sonido acogedor del manantial cercano. Su cuerpo es el jazmín blanco que esconde la hierba que queda bajo él. Blanco y verde, un verde limpio a la sombra de un laurel que oculta la escena de los rayos del sol, es decir, del propio Apolo. Qué precisión la de Góngora, que acaba de encontrar su propia manera de decir lo que otros muchos habían dicho antes sobre este mito, pero también qué hermosa manera de construir un espacio íntimo para Galatea. Nadie lo había hecho antes porque se habían centrado en la persecución y el dolor final del argumento mítico. Góngora ofrece a Galatea un momento de sosiego en el que toda la naturaleza la abraza y procura su sueño. Curiosamente, ese espacio se convierte en un verdadero locus amoenus gracias al laurel que allí está presente. Este laurel es una referencia directa a otra ninfa, Dafne, perseguida por Apolo y convertida en árbol para que pudiera escapar del acoso del dios sol. Es decir, una ninfa propicia un lugar seguro de intimidad para otra que sufre parecida persecución a la suya. Un alarde de hermandad de causa construido por Góngora.

 ¿Qué soñaría la ninfa? Quizá soñó umbrías serenas, tocar con la mano la corriente del agua, encontrar a quien besar allí por amor o por deseo, la levedad de la brisa. Góngora quiere que el sueño de la ninfa sea dulce, que se olvide durante un breve momento de su perseguidor. Allí la sorprende Acis, que se enamora inmediatamente de ella al contemplar el cuerpo desnudo de la hermosa ninfa tendido en la hierba, pero con un amor correspondido y, por lo tanto, acorde con la armonía. Ambos atrapados por una sensual conjunción de todos los sentidos físicos.

El mito avisa de que todo terminará mal, con la muerte del amado. Góngora no puede evitar el final del mito, pero delicadamente deposita el cuerpo desnudo de Galatea sobre la hierba y deja que se vaya hacia el sueño, besada por la brisa, el rumor de la fuente y el sonido del ruiseñor, que canta. Su cuerpo, blanco como la nieve, es comparado con el jazmín y, por lo tanto, trasformado también en aroma inolvidable. Como si el mundo fuera siempre así, sosegado y hermoso.

¿Cuánto tiempo hace que no sueño?


La fugitiva ninfa, en tanto, donde
hurta un laurel su tronco al sol ardiente,
tantos jazmines cuanta hierba esconde
la nieve de sus miembros, da una fuente.
Dulce se queja, dulce la responde
un ruiseñor a otro, y dulcemente
al sueño da sus ojos la armonía,
por no abrasar con tres soles el día.

                        (Fábula de Polifemo y Galatea, XXIII)

domingo, 21 de febrero de 2021

Este escrito me lleva de Luis de Góngora a Pablo Hasél pasando por Quevedo

 


Estoy con Luis de Góngora en mis clases. Hace tiempo que me despojé de los prejuicios que enfrentan a Góngora con Francisco de Quevedo en favor de este. Ambos grandes escritores, de enorme influencia en la literatura posterior. A Góngora le ha perjudicado que Quevedo fuera más hábil para el mote y cayera mejor, como suelen caer mejor los camorristas. Hasta el punto de que se ha construido una visión amable de don Francisco que no corresponde al original, como se ha levantado la idea de un Góngora muy poco atractivo. Basta con darse un garbeo por sus biografías. Y por sus obras. Muchos de los que admiran tanto a Quevedo no aguantarían ni cinco minutos sentados junto a él en una conversación: es todo lo opuesto a una persona moderna. Sin embargo, Góngora se alejó del mundo cortesano y pudo crear un mundo literario propio de gran modernidad. En ambos casos hay que tener en cuenta que pertenecen a una época regida por la teología y carcomida por la miseria moral del final del imperio español. En contra de lo que muchos afirman, no es Góngora el más retrógrado de los dos en parámetros modernos, ni mucho menos. Los que piensan que no lo entienden tampoco entienden a su rival. De los dos, el cordobés supo mejor construir conceptos nuevos que iban más allá de lo esperable.  Basta con leer el pasaje del macho cabrío en las Soledades, a punto de la blasfemia, para comprenderlo. De todas las formas, esto no es una competición literaria, pero si lo fuera no es seguro que ganara don Francisco echando a correr.

Escribo esto mientras veo en los informativos cómo se asaltan y destruyen espacios públicos y locales de empresas privadas en Barcelona en el trascurso de las manifestaciones que piden la libertad del rapero Pablo Hasél, que ha ingresado en la cárcel por una suma de condenas entre las que está una por enaltecimiento del terrorismo por el contenido de sus letras que, por sí sola, no le hubiera echo ingresar en prisión.  Los jueces aplicaron una ley y una doctrina muy discutible, porque aquel delito no debería serlo al afectar a la libertad de opinión. Las otras condenas son por agredir a un periodista y amenazar a un testigo en un juicio y estas me parecen ajustadas. Las letras de Hasél son pésimas y fáciles, se dirigen a las emociones básicas y no al razonamiento que de verdad provoca las revoluciones sociales, y en su comportamiento está inscrito que asume las consecuencias de sus actos y sabe instrumentalizarlos en beneficio de su causa. Como consecuencia de su ingreso en prisión, se han convocado estas manifestaciones y en ellas una minoría ha aprovechado, como es habitual en estos casos en todo el mundo, para saquear tiendas de lujo y destruir propiedad pública. Los medios de comunicación ponen el foco en estas actitudes vandálicas, despreciables y que tendrán sus esperables consecuencias judiciales si se puede identificar a los que las perpetran. Y en mitad de todo, las negociaciones para formar nuevo gobierno en Cataluña, que anda desde hace unos años a la deriva.

Es curioso lo que me lleva de Quevedo y Góngora a Hasél. A saber qué mecanismos mentales han provocado esta deriva. Lo único que se me ocurre para concluir es que de los dos, Quevedo hubiera sido el que menos hubiera comprendido las razones del rapero.

miércoles, 19 de marzo de 2014

La creatividad en el arte. La vanguardia necesaria.


Esta mañana, en mi clase de literatura barroca, no sé cómo -sí sé cómo pero ahora no importa- pasé de Góngora a Rothko. Antes de la vanguardia del siglo XX, Luis de Góngora es el representante máximo de una de las claves de lo que ocurre en las primeras décadas del siglo XX: el arte se reivindica a sí mismo de tal manera que se pone en primer plano. El tema es el mismo arte. Por eso, los autores del grupo del 27 recuperan a Góngora como maestro vanguardista hasta tal punto que el homenaje que le hicieron en Sevilla en 1927 se convirtió en el emblema con el que pasan a la historia de la literatura. No eran inocentes, sabían que los procedimientos eran los mismos, sabían que tanto Góngora como ellos coincidían en centrar la mirada sobre el lenguaje artístico antes que sobre el tema o cualquiera de las connotaciones emocionales, sociales o históricas que solemos enlazar con el arte; pero también sabían que sus mundos y sus objetivos finales eran muy diferentes. Como vio bien Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, la vanguardia de aquellos tiempos tendía a la falta de trascendencia: el arte era un objeto en sí mismo.  El llamado arte puro. Hoy no somos conscientes del valor revolucionario que suponía aquel gesto y algunos lo clasifican como un mero juego de salón de artistas procedentes de la burguesía acomodada. Esta descalificación se cae por sí misma: fueron ellos los que unos pocos años después tendieron desde la vanguardia al compromiso no para volver a un estilo realista sino para hacer vanguardia comprometida, lo que no es una contradicción a la altura de mediados de los años treinta ni mucho menos. Pero antes del compromiso, elevaron el arte puro a ruptura con el arte anterior. Góngora pretendía algo más. Quiso poner el lenguaje artístico en un primer plano por dos razones. En primer lugar, porque exigía de sus receptores un esfuerzo que les era recompensado intelectualmente. Un gozo estético que convertía en gozo intelectual: cuanto mayor era, más se ascendía en la jerarquía de los seres humanos, tal y como dejó establecido Gracián en Agudeza y arte de ingenio. Hasta aquí, algo similar al placer estético que define Ortega para la vanguardia y que, según él, no era posible para el hombre-masa. Pero Góngora da un paso más: este estilo puesto en primer plano sirve para ordenar el mundo, comprenderlo y ampliarlo. Es, por lo tanto, una herramienta del conocimiento y del pensamiento y elabora conceptos de acuerdo a una filosofía. Bajo la vanguardia poética Góngora se guía por un afán trascendente. El cordobés, lógicamente, es hijo de su tiempo.

Constato con curiosidad que a mis alumnos les es cada año más difícil aceptar la vanguardia que nace en el siglo XX. Intento volver en positivo todos los argumentos que ellos exponen: en efecto, el arte de vanguardia es sencillo, lo puede hacer y comprender un niño y aparentemente no exige unas destrezas técnicas como la pintura de Velázquez o una talla de la imaginería barroca. Todo esto que habitualmente se maneja contra la vanguardia es su defensa más clara. Solemos confundir arte con técnica y habilidad artística. Ideológicamente se fabricó una interesada consigna contra esta vanguardia adjudicándola, por la procedencia sociológica de la mayoría de los artistas, a unos principios conservadores. Al contrario: si algo busca el arte de vanguardia tal y como nace en las primeras décadas del siglo XX es la creatividad precultural del ser humano en contra de la cultura unidireccional creada desde el renacimiento y, especialmente, desde la construcción de la sociedad liberal. Por eso son los niños los más capacitados para comprenderlo. Decir que un niño puede pintar igual o mejor que Miró no es una descalificación de la obra de Miró sino su más exacto elogio.

Si algún legado nos dejaron los vanguardistas de aquellos años es la idea de que la creatividad es común a todos los seres humanos y que debemos explorarla rechazando los límites marcados por la educación o las convenciones artísticas y sociales. La creatividad nos hace libres y verdaderos artistas, no la técnica que, cada vez más, está al alcance de todos y puede reproducirse eficazmente a partir de procedimientos informáticos (hoy una impresora 3D puede hacer una escultura perfecta a partir de una fotografía). La técnica, además, siempre ha sido un corsé canónico. Es más difícil crear arte de verdad que dominar y  perfeccionar la técnica de cualquier modalidad artística.  A los 18 años, Picasso pintaba con tal asombrosa perfección técnica que buscó el arte en otro lado: desaprendiendo esa misma técnica y buscando inspiración en fases preculturales, antes de la modernidad renacentista. Y en cuanto a los procedimientos ideológicos, hoy les he pedido a mis alumnos que se pregunten por qué todos los gobiernos autoritarios del mundo persiguen la vanguardia, la desprecian por inmoral, inútil, vacua, etc., e intentan dirigirla a una única forma de entenderla, al servicio de la propaganda. En esto coincidieron Stalin y Hitler. Fomentando la creatividad que está en la base de la vanguardia -es decir, todos podemos ser artistas y un niño puede pintar como Miró- seremos más libres y seremos más difícilmente controlables. Por desgracia, la educación de las materias artísticas nos lo pone difícil porque no fomenta la creatividad y encorseta nuestra mirada. Me gustaría que alguien me explicara por qué nunca hay tiempo para explicar la vanguardia que nace a principios del siglo XX en clase cuando esa vanguardia es lo que mejor explica nuestro mundo.

En todas las guarderías y escuelas infantiles occidentales, hoy se utiliza la creatividad basada en conceptos de vanguardia artística para educar a los niños. Sin embargo, hay un momento en el que se decide que la creatividad ya no es tolerable y se adocena a los jóvenes estudiantes sometiéndolos a procedimientos tradicionales de enseñanza en los que se usa la tecnología no tanto como un procedimiento de libertad sino como un sustituto fácil de las antiguas enciclopedias. De ahí el recurso al corta-pega y la reproducción sin más de la información hallada. De hecho, en España, con la última reforma se han perjudicado notablemente las enseñanzas artísticas y se conduce todo a una educación resultadista: inevitablemente, se estudiará solo lo que resulte evaluable en las pruebas finales de cada ciclo. Si alguien se molesta en repasar la normativa, lo que se deja fuera es, precisamente, la creatividad y la cultura que nace de ella. Así seremos productores y consumidores de un arte basado eficazmente y casi en exclusiva en la técnica pero muy alejado de la verdadera creatividad del ser humano.

lunes, 13 de junio de 2011

Ropa tendida al sol


Sé que no puede estar de moda Góngora en una época en la que todo tiene que ser tan directo y breve que una vez leído ya no haya que darle más vueltas. No voy a ponerme estupendo, pero bien quisiera que la literatura tirara siempre del lector para provocarle las ganas de aprender más sobre cualquier cosa. Por lo tanto, no pretendo que volvamos a Góngora, pero yo de vez en cuando lo hago, casi a escondidas para que no me lo afeen ni tomar mala fama, y hallo el goce estético que pretendía el cordobés alejando el lenguaje poético de la realidad.

Qué gran ejercicio de libertad de estilo Las Soledades en una época en la que pocas cosas podían ser libres. Un joven náufrago herido de amor -de desamor, más bien, aunque viene a ser lo mismo- alcanza una playa ignota. En contra de los que piensan que Góngora no tiene en cuenta los hechos cotidianos y los detalles -qué poco se le ha leído si alguien es capaz de decir estas cosas-, el autor se demora al contarnos los primeros pasos del joven en la playa. Es curioso que lo primero que haga sea desnudarse y poner la ropa a secar al sol:

Desnudo el joven, cuanto ya el vestido
Océano ha bebido,
restituir le hace a las arenas;
y al Sol lo extiende luego,
que, lamiéndolo apenas
su dulce lengua de templado fuego,
lento lo embiste, y con süave estilo
la menor onda chupa al menor hilo.

Es todo un buen propósito: ante el infortunio, comenzar de nuevo. Desnudarse y tender la ropa al sol, para que se seque. Con la ropa bien seca y echando a andar.