¿Por qué no dimiten los políticos en España cuando son pillados en comportamientos que, aparte de sus consecuencias jurídicas, son éticamente criticables y ocasionarán problemas tanto a sus partidos como a sus futuras carreras?
Hace poco, uno de los jóvenes dirigentes del PSOE (según su biografía, a los 24 años ya trabajaba para el partido) provocó por acción u omisión tal embrollo a partir de una moción de censura con la que su partido se hacía con un ayuntamiento de una ciudad de provincias que la solución final no satisfizo a nadie. Él debería haber dimitido, en vez de limitarse a poner el cargo a disposición de la ejecutiva, y abandonar definitiva o temporalmente la política. Sigue en sus cargos, pero está inhabilitado según el juego de estrategias políticas para conseguir aquello a lo que parecía aspirar en el futuro como nombre prometedor: por su propia conciencia, porque sus oponentes siempre le recordarán este embrollo y porque, dentro del partido, las familias rivales afilan los cuchillos. En el seno del PP, del PSOE, de CiU y el resto de los partidos españoles encontramos cientos de ejemplos en el mismo sentido. Y más graves: la lista de políticos imputados que siguen en el cargo después de que hayan sido imputados es larguísima (soy consciente de que una imputación no es una condena); la lista de políticos con comportamientos éticamente reprochables que siguen tiene todavía mayor extensión.
¿Por qué no dimiten estos políticos? Por un conjunto de razones. La primera porque hasta ahora, la sociedad española era demasiado tolerante con estos comportamientos por falta de verdadera cultura democrática: en España ha existido una extraña creencia según la cual lo que es de todos no es de nadie y se piensa que el ciudadano no es propietario de lo público más que para aprovecharse de ello y no para exigir responsabilidades o asumir las propias. Lo que se suma a la actitud acomodaticia de la mayoría, que no se molesta en estar al tanto ni de las noticias ni de las cuentas de la administración pública -local, regional, nacional- o su real eficacia. En España, hasta hace unos pocos años, el ciudadano solo aparecía en los momentos de votación y, excepcionalmente, en otros momentos críticos de la historia reciente -el intento de golpe de estado de Tejero o cuando el equipo de su localidad está amenazado de bajar a la segunda división-. En los tiempos de bonanza económica, además, España se convirtió en un parque temático en el que nadie pedía responsabilidades a nadie mientras la fiesta continuara. Durante años se ha votado a políticos sospechos de corrupción y otros con comportamientos inadecuados para ejercer la función política. En algunas localidades o regiones porque estos políticos habían desarrollado un necocaciquismo que generó intereses comunes entre muchos sectores de votantes. Esta es una de las raíces de nuestra crisis económica actual: se gastó lo que no había para ganar votos. Curiosamente, muchos votantes añoran aquellos tiempos y darían todo para volver a ellos aun conociendo -y sufriendo- sus consecuencias.
La segunda, porque los partidos políticos se aliaron con los grandes medios de comunicación españoles en una alianza que terminó por fomentar un forofismo político. En España se es de un partido como se es de un equipo de fútbol: de forma compulsiva e irracional. Esto ha sido fomentado, especialmente, por los grandes partidos nacionales y por los que tradicionalmente han gobernado en las autonomías con mayor conciencia nacionalista: en todos estos ámbitos, cuando se llegaba a gobernar se administraban oportunamente las licencias de radios y televisiones y se creaban relaciones de intereses con las empresas del sector de la comunicación. Estos medios de comunicación atacaban o disculpaban el mismo escándalo político según fuera de uno u otro partido. Y el público fiel, mayoritariamente, reaccionaba como un forofo de fútbol ante estas noticias: es o no penalti según beneficie o no al equipo propio. Esto es lo que, según los expertos, se llama suelo electoral: un número de votos del que no se bajará nunca se haga lo que se haga. Los dirigentes políticos se limitan a crear estrategias para ganar el voto que se añada a este suelo, aun prometiendo cosas que van contra la creencia de los adictos.
La tercera, porque la organización interna de los partidos políticos dificulta la dimisión. Cuando un político llega a un cargo lo hace no por ser el mejor sino por ser el más adecuado para la familia que dirige, en esos momentos, el partido. Hay, por lo tanto, un sentido de familia que hace que la organización proteja a los políticos con comportamientos reprochables y que solo se dimita cuando el escándalo es gravísimo -y aun así, depende de quién se trate-. Esto cuando no es toda esa famlia la afectada, en cuyo caso hay un cierre general de filas que provoca que el escándalo, en vez de solucionarse, se demore y crezca y temine afectando a la estabilidad del sistema o a la normalidad en la toma de decisiones. De hecho, es la raíz de la falta de verdadera regeneración interna de los partidos políticos, cuyas principales caras se repiten año tras año independientemente de la eficacia de su gestión.
La cuarta, porque en España, a causa de todo ello, no ha habido una cultura de la dimisión política: ese comportamiento por el que uno asume las responsabilidades o por el que uno, simplemente, reconoce que aun siendo inocente no puede perjudicar ni a su familia ni al partido ni a la sociedad condicionando el debate de lo público más allá de lo razonable. Sí que ha habido dimisiones a tiempo, por supuesto. Siempre habrá de recordarse el caso de Demetrio Madrid, político destacable del PSOE en tiempos de la Transición, primer Presidente de la Junta de Castilla y León Dimitió por un caso del que, finalmente, fue absuelto. Precisamente, que todos podamos recordar algunos ejemplos de este tipo viene a siginificar lo escasos que son. Curiosamente, todos los partidos exigen rápidamente la dimisión de los políticos contrarios, pero respaldan la no dimisión de los propios.
La quinta, porque la mayoría de los políticos españoles no tienen a dónde ir si dimiten. Al menos de manera que mantengan el mismo nivel de vida alcanzado ejerciendo cargos públicos.
Todo esto proviene de la misma raíz: a nadie le ha interesado, desde la Transición, generar una cultura política según la cual ejercer la política tiene muchas prebendas pero también muchas responsabilidades. Una de ellas, la de que el político es un modelo de comportamiento social y debe dar cuenta a la sociedad de sus actos a diario y no solo cada cuatro años. Como a la sociedad tampoco le ha dado por reclamar esto hasta ahora, puede temerse que los políticos españoles sean el espejo de la sociedad española. Si esto fuera cierto, mal solución tendríamos. Continuaremos.