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viernes, 12 de abril de 2013

Distancia de seguridad entre ciudadanos y políticos

Las autoridades españoles se han posicionado firmemente ante los escraches, que ya hemos comentado en este espacio. Se establecerá una distancia de seguridad para proteger a los políticos, sus familias y sus intereses materiales, de aquellos ciudadanos que se manifiestan ante sus puestos de trabajo o domicilios. Cada vez es más frecuente el desalojo de los ciudadanos que alteran el orden plenario de ayuntamientos y parlamentos o la suspensión de estos plenos ante las ruidosas manifestaciones de los implicados. La prensa da cuenta casi a diario de tensas situaciones en las que algunos políticos tienen que abandonar restaurantes y otros lugares de ocio al ser increpados por ciudadanos que les señalan con el dedo como los responsables de la situación de crisis actual. Políticos que tienen la tentación de participar en concentraciones de plataformas ciudadanas acaban abandonándolas porque los ciudadanos que se encuentran en ellas los increpan.

La separación entre la sociedad y los políticos es cada vez más profunda. La mayor parte de estos reaccionan reclamando ese cordón sanitario o manifestando su perplejidad ante la situación al considerarse los legítimos y únicos portavoces de la voluntad popular: repiten un error manifiesto, el creerse que la ciudadanía solo puede manifestarse cada cuatro años en las urnas y el resto del tiempo debe delegar en ellos o utilizar los cauces tradicionales (como la iniciativa legislativa popular) a los que, también tradicionalmente, los partidos políticos españoles hacen poco caso.

Los políticos españoles saben poco de historia y sociología. Por eso desconocen que, en situaciones como las actuales, reaccionar levantando murallas y aplicando distancias de seguridad no sirve, como no sirve encerrarse en los palacios para no oír el ruido de la calle. En cualquier momento el mayordomo puede abrir la puerta y anunciar: Señor, la revolución.

Pero los políticos españoles tampoco saben mucho del tiempo presente. Llevan tanto tiempo dedicados a la lucha de salón que desprecian las nuevas realidades de los movimientos sociales actuales que no reclaman la caída del sistema sino, precisamente, más democracia. Es decir, mayor participación en la vida pública. De nada servirá aumentar día a día los metros de la distancia de seguridad. De esta situación se salvarán los políticos que se aproximen a la gente para comprenderla: el problema es que aparecerán muchos populistas que entenderán la situación antes que otros. Ojalá que, en esos casos, sea la sociedad la que imponga el perímetro de seguridad.

lunes, 8 de abril de 2013

La acción ciudadana. Notas sobre el escrache a los políticos en España (y IV)

En las últimas semanas, en España, se ha utilizado el escrache como forma de acción ciudadana organizada, en especial a partir de las convocatorias lanzadas por las diferentes plataformas contrarias a los desahucios, una de las consecuencias más dramáticas de la crisis económica.

El término es relativamente nuevo y se originó en Argentina, en donde se usó a mediados de los años noventa para definir una protesta pacífica de los ciudadanos frente a los domicilios particulares o lugares de trabajo de personas significadas de la vida pública y, en aquel caso, relacionadas con los indultos concedidos por el presidente Menem a los implicados en los crímenes cometidos por la dictadura militar de aquel país. El objetivo prioritario que persiguen las organizaciones que lo usan -relacionadas siempre con movimientos en defensa de los derechos humanos o plataformas de afectados por problemas no resueltos por la política a pesar de existir una demanda social- es hacer visible el problema ante la opinión pública y ejercer una presión sobre los políticos encargados de legislar o gobernar sobre las cuestiones afectadas.

Aunque es un método pacífico de acción ciudadana y en los países democráticos, como tal, difícilmente perseguible por la legislación, no deja de contar con aristas peligrosas: en cualquier momento la situación puede irse de las manos y supone una inevitable molestia para los vecinos y para los familiares de los políticos a los que van dirigidos. Por eso, las organizaciones que los promueven deben ser muy celosas tanto en los límites como en su número.

Los políticos afectados han reaccionado de diversa manera: un diputado del PP por Orense se encontró con esta acción a la puerta de su casa cuando regresaba y se detuvo a hablar con normalidad con los participantes; los dirigentes de su partido, en cambio, en un alarde de exceso verbal, han llegado a acusar de proetarras y de uso de técnicas terroristas a los organizadores de los escraches.

Hay que partir de una realidad: los escraches son fruto de una situación en la que la politica ha fracasado al no recoger una demanda social justa y pertenecen a sistemas políticos y momentos históricos en los que nada funciona como debería. Son también la manifestación de que en esos países los ciudadanos todavía no han podido o no han sabido organizarse en grupos de presión a la manera de los grandes sectores corporativos empresariales o de intereses. En España hay una justificación que se comprenderá mejor con la lectura de las entradas precedentes: las mismas plataformas que han organizado estos escraches promovieron una iniciatvia legislativa ciudadana recogiendo decenas de miles de firmas, cuya aceptación por el partido en el gobierno costó y que se está descafeinando en su tramitación parlamentaria.

Los escraches, por lo tanto, son un producto lógico de una ciudadanía que por fin ha tomado conciencia -en España esto ha crecido sustancialmente desde el Movimiento del 15 de mayo- pero que aun no encuentra eco en el mundo político. La política tradicional ha reaccionado rechazándolos y torpedeando sus iniciativas, desde el ninguneo hasta el desprecio o la descalificación. Es un tipo de acción típica de un momento histórico de transición: los ciudadanos quieren tomar parte en la acción legislativa y en la creación de opinión pública precisamente por conciencia democrática. Los políticos harán mal en rechazar estas iniciativas y en ningunear las plataformas de ciudadanos que no responden a intereses partidistas. Si siguen despreciándolas, estas acciones irán creciendo en desprestigio de los mismos politicos que los rechazan. Si los diputados no tienen abierto despacho en sus circunscripciones para recibir a los ciudadanos, si los partidos políticos no abren sus puertas a los votantes aunque no sean militantes, si las instituciones -ayuntamientos, parlamentos regionales, parlamento nacional- siguen entendiendo el ejercicio de la política como una cosa muy seria que no puede dejarse en manos de los ciudadanos, no deberían extrañarse encontrar unas cuentas decenas de personas a las puertas de su casa. No lo justifico, solo lo explico: a un ciudadano no se le puede seguir marginando de toda acción democrática que vaya más allá de las urnas. Basta con mirar la historia para encontrar los resultados de esta forma de actuar.

domingo, 7 de abril de 2013

La separación entre políticos y sociedad. Notas sobre el escrache a los políticos en España (III)

Los políticos que conozco se extrañan de la baja consideración en que tienen a la política los ciudadanos. En las conversaciones más abiertas y sinceras insisten en las horas que dedican a su trabajo, en su dedicación y honestidad total, en el poco dinero que ganan la mayoría de ellos ejerciendo la política frente a lo que podrían ganar en otra profesión y en lo desagradable que suele ser su día a día entre la incomprensión de aquellos a los que representan y el juego sucio en el que consiste la vida de partido y el debate político con los oponentes.

Buscando razones para esa baja consideración, suelen aludir a un defecto en la comunicación de aquello en que consiste su trabajo diario, lo que ocasiona tanto la fácil divulgación de creencias que les hacen a todos iguales en la corrupción, la ambición de poder, la mediocridad, la pereza, etc.

Hace relativamente poco sostuve una acalorada pero bienintencionada discusión con un joven político del PSOE de Castilla y León que se quejaba amargamente de la dificultad que tenía este partido en esta región para poder llegar a la ciudadanía en un espacio dominado por empresas de la comunicación que él entendía poco afines a su partido, por no decir contrarias no solo por razones ideológicas sino también económicas puesto que buena parte de sus ingresos dependen del reparto de la publicidad institucional y otras cuestiones relacionadas siempre con quien domine la administración financiadora. En sus palabras también aludía al tipo de población que existe en esta comunidad: históricamente conservadora, especialmente en el mundo rural, y envejecida (lo que se agrava con la crisis, dado que los jóvenes salen a miles de esta región según las estadísticas más recientes). Detecto un tono lastimero siempre que abordo este tema con políticos sea cual sea su color, que no se corresponde bien con una realidad: son ellos los que deberían impulsar esta comunicación. Es a ellos a los que corresponde tanto pisar la calle como dirigirse a los medios de comunicación. Cuando insisto en esto siempre me asombra el gesto de sus caras, entre temor y hastío. Me suelen mirar compadeciéndose de mi ingenuidad.

A los políticos españoles les da miedo pisar la calle en momentos diferentes a las elecciones y no les gusta participar en los medios de comunicación que no sean afines, como tampoco les gusta demasiado las ruedas de prensa abiertas. Los partidos políticos apenas explotan la comunicación con los ciudadanos a través de las redes sociales: Si los políticos españoles piensan que son injustamente tratados por la opinión pública, deben ponerse a la tarea sin excusas. Pero conectar con la sociedad tiene un matiz tan interesante como la información: saber encajar las opiniones de aquellos que las emiten, aunque no les gusten. Y esto es algo poco usual entre nuestros políticos.

Por otra parte, la sociedad española tiene también una responsabilidad en lo que sucede. La forma en la que se tejió la Transición y se delegó en los partidos políticos hizo que estos constituyeran una democracia como es la española: poco o nada acogedora de las propuestas legislativas populares, poco o nada favorecedora de los plebiscitos en los que se consulta a la ciudadanía sobre todo tipo de aspectos (incluso las últimas reformas constitucionales se han hecho sin consultar la opinión de los españoles, lo que será laberínticamente legal pero es poco ético y tiene la consecuencia secundaria de aumentar la separación entre políticos y sociedad), poco o nada proclive a aceptar la presión de los ciudadanos cuando se manifiesta en cualquiera de las formas que puede hacerlo, poco o nada respetuosa con lo que no se canalizaba a través de los grandes partidos políticos que -gracias a la legilsación electoral- se han repartido el poder en todos estos años tanto a nivel nacional como regional.

El sistema democrático español ha levantado tantos filtros sobre la opinión pública que se puede definir como una democracia burocratizada en la que los burócratas son exclusivamente los políticos y solo a ellos les compete la capacidad de legislar y gobernar de una forma que podríamos llamar neodespotismo: una democracia con comportamientos tipicos del despotismo ilustrado. Hay quien cree que es una especie de castigo histórico porque en España las reformas del Despotismo ilustrado no tuvieron demasiado éxito cuando llegó su momento en el siglo XVIII.

A la sociedad española, hasta hace relativamente poco, le ha resultado cómodo este sistema de democracia. En los primeros años porque había un cierto miedo a la desestabilización que pudiera beneficiar a los involucionistas, después porque el sistema funcionó bien en lo que la sociedad española ha considerado fundamentalmental: el progreso material y la modernización del país. Debe añadirse otro mariz: el poso mental que dejó en la sociedad española una dictadura tan larga. Incluso se generó un término que daba nombre a la poca actividad democrática de la sociedad española: el pasotismo. Llegó a ser un comportamiento social que definió a toda una generación.

Pero la crisis actual es tan profunda que ha dejado en evidencia todos los defectos de una democracia en la que la sociedad no participa activamente a diario a la hora de ejercer sus derechos y controlar a aquellos en los que delega su representación. No está pasando nada que no pasara antes, pero ahora no se puede vestir con palabras ni con promesas de bienestar. Una de las razones para el escepticismo es la creencia de que, en cuanto vuelva a fluir el dinero, la mayoría se olvide de lo que ahora demanda.

Por estas razones, España tiene una opinión pública bipolar en cuanto a la participación democrática: casi ninguna -salvo depositar el voto- cuando las cosas van bien; indignada y levantisca cuando van mal. De la ausencia de un término medio que consiste en ejercer los derechos y deberes a diario y reclamar responsabilidades como parte de la vida cotidiana de un ciudadano viene gran parte de los males de este país y las razones de esta separación tan radical entre políticos y sociedad. La historia nos enseña, tozuda, que las soluciones que se han dado a estas separaciones, cuando se prolongan más de lo debido en el tiempo, pasan por sistemas autoritarios o revoluciones. Ambas entendidas en sus más amplias gamas, por supuesto. Por esas mismas razones, el político español ha tenido una aprendizaje cortesano en el que la opinión pública solo era una estrategia de comunicación a corto plazo y no para detectar las necesidades de la sociedad sino para ganar las elecciones que se aproximaran. No sé de qué nos extrañamos los españoles ni sé de qué se extrañana nuestros políticos, salvo que la comodidad haya generado una cierta lentitud mental a la hora de aceptar las consecuencias de los actos. Continuaremos.

sábado, 6 de abril de 2013

¿Por qué no dimiten los políticos españoles? Notas sobre el escrache a los políticos en España (II)

¿Por qué no dimiten los políticos en España cuando son pillados en comportamientos que, aparte de sus consecuencias jurídicas, son éticamente criticables y ocasionarán problemas tanto a sus partidos como a sus futuras carreras? 

Hace poco, uno de los jóvenes dirigentes del PSOE (según su biografía, a los 24 años ya trabajaba para el partido) provocó por acción u omisión tal embrollo a partir de una moción de censura con la que su partido se hacía con un ayuntamiento de una ciudad de provincias que la solución final no satisfizo a nadie. Él debería haber dimitido, en vez de limitarse a poner el cargo a disposición de la ejecutiva, y abandonar definitiva o temporalmente la política. Sigue en sus cargos, pero está inhabilitado según el juego de estrategias políticas para conseguir aquello a lo que parecía aspirar en el futuro como nombre prometedor: por su propia conciencia, porque sus oponentes siempre le recordarán este embrollo y porque, dentro del partido, las familias rivales afilan los cuchillos. En el seno del PP, del PSOE, de CiU y el resto de los partidos españoles encontramos cientos de ejemplos en el mismo sentido. Y más graves: la lista de políticos imputados que siguen en el cargo después de que hayan sido imputados es larguísima (soy consciente de que una imputación no es una condena); la lista de políticos con comportamientos éticamente reprochables que siguen tiene todavía mayor extensión.

¿Por qué no dimiten estos políticos? Por un conjunto de razones. La primera porque hasta ahora, la sociedad española era demasiado tolerante con estos comportamientos por falta de verdadera cultura democrática: en España ha existido una extraña creencia según la cual lo que es de todos no es de nadie y se piensa que el ciudadano no es propietario de lo público más que para aprovecharse de ello y no para exigir responsabilidades o asumir las propias. Lo que se suma a la actitud acomodaticia de la mayoría, que no se molesta en estar al tanto ni de las noticias ni de las cuentas de la administración pública -local, regional, nacional- o su real eficacia. En España, hasta hace unos pocos años, el ciudadano solo aparecía en los momentos de votación y, excepcionalmente, en otros momentos críticos de la historia reciente -el intento de golpe de estado de Tejero o cuando el equipo de su localidad está amenazado de bajar a la segunda división-. En los tiempos de bonanza económica, además, España se convirtió en un parque temático en el que nadie pedía responsabilidades a nadie mientras la fiesta continuara. Durante años se ha votado a políticos sospechos de corrupción y otros con comportamientos inadecuados para ejercer la función política. En algunas localidades o regiones porque estos políticos habían desarrollado un necocaciquismo que generó intereses comunes entre muchos sectores de votantes. Esta es una de las raíces de nuestra crisis económica actual: se gastó lo que no había para ganar votos. Curiosamente, muchos votantes añoran aquellos tiempos y darían todo para volver a ellos aun conociendo -y sufriendo- sus consecuencias.

La segunda, porque los partidos políticos se aliaron con los grandes medios de comunicación españoles en una alianza que terminó por fomentar un forofismo político. En España se es de un partido como se es de un equipo de fútbol: de forma compulsiva e irracional. Esto ha sido fomentado, especialmente, por los grandes partidos nacionales y por los que tradicionalmente han gobernado en las autonomías con mayor conciencia nacionalista: en todos estos ámbitos, cuando se llegaba a gobernar se administraban oportunamente las licencias de radios y televisiones y se creaban relaciones de intereses con las empresas del sector de la comunicación. Estos medios de comunicación atacaban o disculpaban el mismo escándalo político según fuera de uno u otro partido. Y el público fiel, mayoritariamente, reaccionaba como un forofo de fútbol ante estas noticias: es o no penalti según beneficie o no al equipo propio. Esto es lo que, según los expertos, se llama suelo electoral: un número de votos del que no se bajará nunca se haga lo que se haga. Los dirigentes políticos se limitan a crear estrategias para ganar el voto que se añada a este suelo, aun prometiendo cosas que van contra la creencia de los adictos.

La tercera, porque la organización interna de los partidos políticos dificulta la dimisión. Cuando un político llega a un cargo lo hace no por ser el mejor sino por ser el más adecuado para la familia que dirige, en esos momentos, el partido. Hay, por lo tanto, un sentido de familia que hace que la organización proteja a los políticos con comportamientos reprochables y que solo se dimita cuando el escándalo es gravísimo -y aun así, depende de quién se trate-. Esto cuando no es toda esa famlia la afectada, en cuyo caso hay un cierre general de filas que provoca que el escándalo, en vez de solucionarse, se demore y crezca y temine afectando a la estabilidad del sistema o a la normalidad en la toma de decisiones. De hecho, es la raíz de la falta de verdadera regeneración interna de los partidos políticos, cuyas principales caras se repiten año tras año independientemente de la eficacia de su gestión.

La cuarta, porque en España, a causa de todo ello, no ha habido una cultura de la dimisión política: ese comportamiento por el que uno asume las responsabilidades o por el que uno, simplemente, reconoce que aun siendo inocente no puede perjudicar ni a su familia ni al partido ni a la sociedad condicionando el debate de lo público más allá de lo razonable. Sí que ha habido dimisiones a tiempo, por supuesto. Siempre habrá de recordarse el caso de Demetrio Madrid, político destacable del PSOE en tiempos de la Transición, primer Presidente de la Junta de Castilla y León Dimitió por un caso del que, finalmente, fue absuelto. Precisamente, que todos podamos recordar algunos ejemplos de este tipo viene a siginificar lo escasos que son. Curiosamente, todos los partidos exigen rápidamente la dimisión de los políticos contrarios, pero respaldan la no dimisión de los propios.

La quinta, porque la mayoría de los políticos españoles no tienen a dónde ir si dimiten. Al menos de manera que mantengan el mismo nivel de vida alcanzado ejerciendo cargos públicos.

Todo esto proviene de la misma raíz: a nadie le ha interesado, desde la Transición, generar una cultura política según la cual ejercer la política tiene muchas prebendas pero también muchas responsabilidades. Una de ellas, la de que el político es un modelo de comportamiento social y debe dar cuenta a la sociedad de sus actos a diario y no solo cada cuatro años. Como a la sociedad tampoco le ha dado por reclamar esto hasta ahora, puede temerse que los políticos españoles sean el espejo de la sociedad española. Si esto fuera cierto, mal solución tendríamos. Continuaremos.

viernes, 5 de abril de 2013

La politocracia y el despotismo ilustrado. Notas sobre el escrache a los políticos en España (I)

En octubre del año pasado publiqué una entrada en este blog sobre la forma en la que los políticos españoles suelen tratar a la opinión pública cuando esta no les es favorable. El político español de las últimas décadas procede de tres generaciones: una, ya en franca retirada, que protagonizó (o estuvo allí) la transición española a la democracia tras la muerte del dictador Franco; otra, que no pudo protagonizarla pero quiso, con fuerza y ansiedad, desalojar a los protagonistas de la transición; una tercera, los más jóvenes, que comienzan a ocupar cargos de poder justo cuando se avecina la crisis económica que padecemos. Los primeros tuvieron la tarea de construir un estado democrático donde no existía, en contra de unas poderosas fuerzas involucionistas y teniendo que pactar urgentemente una intersección posibilista en la que casi todos dejaron las posiciones ideológicas de las que procedían para modernizar España en casi todos los aspectos, aunque supusiera la cesión de algunos principios éticos que ensombrecen un tanto los logros de un cambio de régimen en cuyas directrices generales estuvo de acuerdo la mayor parte de la población. Esta primera generación sabía -porque la protagonizó y porque la sufrió, porque la impulsó o porque se enfrentó a ella- de la presión social y de los conflictos ciudadanos en la calle. En ellos, cada uno según su color político, era frecuente el uso de las doctrinas más socorridas sobre esta conflictividad social porque también esta conflictividad respondía a parámetros canónicos experimentados desde el siglo XIX. Hay que retener un dato importante de esta generación de políticos: incluso los partidos políticos más consolidados (el PCE y el PSOE) apenas tenían un sistema de partido consolidado y tuvieron que inventarlo. De la forma en la que dedicieron la composición de los partidos políticos españoles, tanto en sus estructuras, como en sus dinámicas internas como en su financiación, nos vienen gran parte de nuestros problemas actuales y buena dosis de desprestigio.

Las dos siguientes generaciones son diferentes. Llegaron a los partidos políticos cuando estos se construyeron bajo la inspiración de los primeros, pero hay diferencias entre ambas. En la segunda, la mayor parte había tenido un currículum previo y una vida antes de la política: funcionarios públicos, profesiones liberales, empresarios, etc y se incorporaron ante la urgencia de constuir estos partidos con la idea de no salir de ellos. La tercera es distinta: muchos ingresaron en puestos políticos antes de terminar las carreras académicas -o no tienen formación ninguna- y casi ninguno de ellos ha tenido vida más allá de la política, su único trabajo, por lo tanto, es ser políticos, sin experiencia fuera de esta opción.

Hay algo que une a las tres generaciones: una vez que entran en política, son pocos los que salen de ella de forma natural y en las mismas condiciones profesionales y económicas que entraron. Aunque algunos ejemplos hay, la mayoría de los políticos españoles que logran ingresar en los puestos dirigentes de los partidos se convierten en políticos profesionales y cuando dejan de ejercer los cargos políticos suelen salir en una situación mucho mejor que la que entraron: con mayor patrimonio, más contactos y posibilidades. Son muy conocidos los casos de aquellos que van a los sectores profesionales cuya administración ejercieron en sus cargos públicos sin que antes hubieran tenido experiencia en ese mismo sector (especialmente escandalosos y faltos de ética son los ejemplos de políticos que son fichados por las empresas que ganaron concursos públicos en los que se privatizó la gestión de la sanidad o de algún otro de los sectores básicos que ellos mismos decidían en su vida política activa; son también cientos los nombres de políticos que cuando dejan el cargo pasan a ser consejeros de grandes empresas públicas o privadas).

La forma en la que se han constituido los partidos políticos españoles ha creado una politocracia: una clase política que solo por ser políticos ha subido notablemente su nivel de vida y hacen todo lo posible para no rebajarlo ni siquiera en estos tiempos de crisis. Se han aislado tanto de la sociedad y han vivido una vida cortesana tan cerrada en sí misma que ven con recelo, con mucho recelo, los movimientos sociales que les cuestionan e intentan ejercer presión sobre ellos. Esta clase política española se siente más cómoda sin tener que ver a los ciudadanos de verdad, es decir, aquellos que no están puestos por los asesores de imagen. En el fondo, actualizan el viejo concepto del despotismo ilustrado. Continuaremos.