El arte moderno, a partir de finales del siglo XIX, buscó en ese trabajo la propia obra. Hay autores en los que el proceso construye la clave de su poética, como Juan Ramón Jiménez, que la llamó obra en marcha y no la daba por terminada nunca, trabajando infatigable sobre todo lo escrito para ajustarlo nuevamente. Había precedentes, como los pintores barrocos que se retrataban en el proceso del trabajo (Velázquez, en Las Meninas) o el metateatro de muchas obras dramáticas, incluso Cervantes personaje dentro de El Quijote -en el prólogo al lector o en busca de la continuación del manuscrito en el mercado de Toledo- pero, a partir de las estéticas nuevas del siglo XX cada uno de los pasos en la construcción del arte se constituían en objetos artísticos: la improvisación, el fragmentarismo, la intertextualidad, la obra inacabada, todo el proceso (como en El sol del mebrillo de Víctor Erice). En muchas ocasiones, esta nueva mirada explicaba mejor la obra que el momento de poner el punto y final. Y era tan artística como ella. De eso saben mucho los mercaderes del arte, que ahora subastan a buen precio, los apuntes, los primeros manuscritos, la ropa sucia que el escultor usaba en su taller. En algunos casos se trata de arte, en otras es fetichismo puro. Perversiones, en ambos casos, diría un amigo mío.
Hoy sabemos que el proceso artístico es arte ya y cada una de sus fases importa. Por eso, cuando veo un cuadro en un caballete, también bajo la mirada para ver los trapos usados por el pintor.