Escultura en hierro reciclado de Juan Jesús Villaverde
Creo que no es la primera vez que hablo de la tiranía del presente y seguro que no será la última. No es mi intención debatir sobre el concepto filosófico del tiempo ni sobre su existencia física, así que no debe asustarse (hoy) el lector. Mi objetivo es la idea de que debemos instalarnos en el presente para ser felices y conectarnos con nuestras emociones en todo momento sin recordar ni anticipar. En primer lugar, esto es imposible a no ser que queramos perder nuestra condición de seres humanos. En segundo lugar, hay una urgencia social que nos lleva a buscar esa panacea: conectarnos en exclusiva con nuestro ahora como forma de curarnos todos los males, mentales y físicos. Esta urgencia la han desarrollado, sobre todo, los pensadores fáciles a partir de algunas necesidades terapéuticas y muchos autores de supercherías psicologicas que han hecho fortuna vendiendo libros y cursillos cuyas teorías no pueden regir ninguna vida. Comprendo que por necesidades terapéuticas un psiquiatra o un psicólogo quieran llevar a una persona hacia su presente cuando vive enfermizamente en el pasado o en el futuro. Incluso algunas religiones han buscado las formas de que estas personas superen esta problemática a través de la confesión y el perdón o la meditación. También es una opción estratégia para conseguir algunos objetivos. En efecto, es malo anclarse en el pasado o esperar el futuro -como individuo, como colectivo o como nación- cuando esto inhabilita para vivir el presente. Pero una persona sana debe entenderse en esa mezcla que es la vivencia de los tiempos pasado, presente y futuro que cada uno debe realizar. La urgencia por caer en la tiranía del presente que se ha extendido en el mundo occidental desde hace unas décadas no es más que una parte consustancial del consumismo y una aliada necesaria del llamado pensamiento único que ha generado el neoliberalismo actual. Se nos dice que si nos instalamos en el presente seremos inmediatamente felices pero en realidad lo conseguiremos por amputación. Esta persecución de la felicidad a costa de ignorarnos seres productos de una historia y con unas demandas hacia el futuro debe generar una gran tranquilidad para aquellos que detentan el poder financiero del mundo.
En realidad, nunca vivimos en el pasado o en el futuro. No hace falta conectarse con el presente porque éste siempre es la realidad en la que nos encontramos. Nadie vive en el pasado ni en el futuro. Cuando el recuerdo -o la nostalgia- del pasado nos asalta no es más que una autoficción. Si pudiera ser posible volver a él nos daríamos cuenta de que no todo es como nos lo contamos, ni lo mejor ni lo peor. Si anticipamos el futuro y nos instalamos en él, sólo proyectamos en nuestro presente los miedos o las esperanzas. Esto, que es válido para los individuos, también lo es para las naciones: lo saben perfectamente los políticos manipuladores de las emociones de la población. Algunos pueblos se han construido con la esperanza de un futuro -el israelí, por ejemplo pero también todos los imperios que en el mundo han sido y que han justificado su predomino por creerse pueblos elegidos por un dios- y otros -la mayoría- con la mentira de un pasado.
Pero también es mala la ansiedad del presente y su tiranía. Entre otras cosas, por la dificultad de definirnos en él dado que su misma esencia es la mudanza. El presente sin pasado y sin futuro es un absurdo y esconde, en el fondo, la tendencia hacia el egoísmo de los seres humanos. Ni siquiera las corrientes espirituales más serias que lo propugnan lo cumplen: la mayoría lo usan como una parte de una cadena de hipotéticas reencarnaciones o una visión integradora de fuerzas cósmicas eternas que niegan el tiempo, también el presente.
Cuando se suele hablar de instalarnos en el presente lo que en realidad hallamos es la ligereza de una vida y su condición superficial. También sucede con los países. Cuando en una nación se olvida el pasado o no se ajustan a tiempo las heridas de la historia reciente, estas suelen reaparecer porque el pasado, lo quieran o no los defensores de la condición tiránica del presente, es nuestra misma esencia individual y colectiva. En España, por ejemplo, muchos pretenden olvidar que en las cunetas hay todavía cientos de cuerpos de asesinados durante los tiempos duros de la Guerra civil. La inoperancia de las autoridades a este respecto provoca heridas no en el pasado sino en el presente. Cuando nos fatiga que alguien haga otra película o novela sobre la Guerra civil en realidad estamos negando la necesaria y continua del pasado que puede explicar nuestro presente. Cuando a una nación se le promete un futuro también se juega con las emociones del presente, no con la realidad del futuro. Si nos instalamos en el presente sin más siempre seremos juguetes en manos de los que nos manipulan con el pasado o con el futuro porque ambos, necesariamente, son condición de la vida humana y si no nos formamos también en ellos alguien nos los fabricará.
El presente como tiranía nos lleva a la amnesia histórica y al asesinato de las aspiraciones como individuos. No deberíamos instalarnos en el presente sin comprender que casi todo en él debe ser un pacto con nuestro pasado y un compromiso hacia el futuro. Sin ambas cosas el presente no existe. Nos engañarían menos y tendríamos nuestra propia forma de entender el mundo sin prescindir de apreciar la belleza de la puesta de sol de este mismo día. Eso sí, nuestro trabajo personal debería ir encaminado a que ese pacto sea coherente con nuestra propia biografía y ese compromiso lleno de la ética que queremos que nos guíe. Hay muchas más víctimas del presente que del pasado o del futuro. Lo mismo digo para las naciones.